¿En
algo hay que creer?...
Una mujer con mascarilla transita por las calles casi vacías de Nueva
York el 22 de abril Credit...Agence France-Presse —
Getty Images
El
miedo se ha convertido en el factor ordenador de la sociedad global en la
pandemia. Pero ¿cómo orientarnos ahora que el miedo está desnudo?
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Escrito por Martín Caparrós el jueves 23/04/2020 y publicado por el Diario The
New York Times, de la Ciudad de Nueva York, Estados Unidos del Norte de
América.
Madrid — Fracasamos. Nos creíamos tan poderosos y un virus nos deshizo. Estamos
encerrados, muertos de miedo, vivos de miedo, sin más recursos que dejar de
hacer lo que hacemos, de ser lo que somos —y esperar que la desgracia tampoco
nos toque—.
Fracasamos,
y es una suerte que así sea.
Acabo
de publicar una novela, Sinfín, en que la condición para acceder a la vida
después de la muerte es aceptar el aislamiento eterno; la realidad, más
modesta, nos pide este aislamiento transitorio como condición para seguir vivos
unos años. Y este aislamiento nos convierte a todos en una especie rara,
pre-enfermos, casi-enfermos, enfermos-to-be. Que no tenemos nada malo o anómalo
en el cuerpo pero debemos quedarnos encerrados esperando, acechando con miedo
el momento en que quizá tosamos, nos sintamos febriles, esas señales que
dirían, si aparecen, que todo se derrumba.
Todo
sería tan diferente si los viéramos. Si hubiera alguna forma de dejar de sentir
que nos rodean unas presencias invisibles, intocables, portadoras de la muerte.
Si pudiéramos abandonar el examen permanente, paranoico: del entorno por si
tiene bichos, de nuestros cuerpos por si tienen síntomas.
Pero
están, y nos llenan de miedo. Tengo miedo en España, donde estoy encerrado; lo
tengo en Argentina, donde están encerrados los que quiero. Son mis dos países y
en los dos tengo miedo.
Un
gran avance: la sociedad global te permite tener miedo en varios sitios. Y el
virus justifica: llevamos semanas y semanas dedicadas a tener miedo, a
encerrarnos por causa del miedo, a dejar mucho de lo que hacemos, mucho de lo
que somos por el miedo.
Somos el miedo.
No hay nada más antiguo, más natural que el miedo. Cualquier animal tiene
miedo; por él dejamos de ser animales y buscamos las formas de evitarlo:
acumular comida para combatir el miedo al hambre, domesticar el fuego para
calmar el miedo a los ataques, inventar dioses para luchar contra el miedo a la
muerte, y así de seguido.
El
miedo siempre estuvo presente en nuestras vidas, en nuestras sociedades. Pero
nunca como en estos días.
La Vía Layetana, en Barcelona, el 21 de abril Credit...Samuel Aranda para The New York
Times
Calles vacías, escuelas clausuradas, trabajos
cerrados: encerrados, nos concentramos en temer. Vivimos bajo el influjo de la
paranoia de Estado. El Estado —los estados, cada estado— nos dice que debemos
tener miedo y lo tenemos. Por supuesto, nuestro miedo es lógico: la amenaza es
real. Pero estos días sirven también para enseñarnos a obedecer los imperativos
que ese miedo produce. No hay nada que los Estados usen más para controlar a
sus súbditos que el miedo. Y el miedo los justifica: explica que, entre otras
cosas, les permitamos ejercer su violencia sobre nosotros por nuestro propio
bien, porque ellos saben lo que necesitamos.
El mecanismo es clásico: tenemos miedo
de algo — siempre tenemos miedo de algo: de quedarnos sin comida, de que nos
mate el enemigo, de envejecer, de los vecinos— y entonces el Estado nos protege
y alguna religión nos protege. Para eso tenemos que creer: creer que hay un
buen rey o presidente o líder que sabe lo que hace y nos guiará del otro lado
del Mar Rojo, que hay un dios que nos quiere y nos cuida y es más fuerte que el
dios de los del otro lado.
Ahora nuestro miedo está desnudo: no
sabemos en qué cuernos creer.
Ahora los dioses no funcionan. La gran
novedad de esta plaga es que, en Occidente, por primera vez en miles de años, a
nadie se le ocurrió pedir a algún dios que nos preserve y cure. Y los jefes se
equivocan todo el tiempo y no confiamos y no nos gustan y no los respetamos: no
les creemos, no creemos en ellos. Y el capitalismo y el consumo desaforado
aparecen, en tiempos de zozobra, como un exceso innecesario y se vuelve difícil
creer en eso. Y los que se empeñaban ya ni siquiera pueden creer en Estados Unidos,
que era otro artículo de fe, la guía del mundo libre y todo eso: resignó su
liderazgo y se volvió, para muchos, artículo de risa. El gran referente, la
gran creencia, en estos días en que todas caen, debería ser la ciencia.
Un miembro del ejército
español desinfecta la residencia de ancianos San José, en Ourense,
España.Credit...Brais Lorenzo/EPA vía Shutterstock
Un bacteriólogo muestra
el proceso para hacer una prueba para el coronavirus en un laboratorio militar
en Bogotá.Credit...Raúl
Arboleda/Agence France-Presse — Getty Images
Hubo tiempos,
decíamos, en que un hecho como este habría sido asunto de religiones y otras
magias. Ahora está copado por la ciencia: medicalizado. Son ellos supuestamente
los que saben, debemos escucharlos, hacerles caso, creer en ellos. Y, sin
embargo, desde que empezó la enfermedad se dedican a contradecirse.
Dijeron que
los asintomáticos no contagiaban, después
dijeron que sí contagiaban; dijeron que no había que usar mascarillas, después que sí; dijeron que los curados no se
contagiarían, después que quién sabe; dijeron que sí, que no, que no, que sí.
Empezamos siendo fieles seguidores de sus órdenes; poco a poco nos convertimos
en testigos asustados —aterrados— de sus contradicciones: cómo creerles hoy si
no se sabe lo que dirán mañana.
No
sabemos cuántos nos hemos contagiado, cuántos ya lo pasamos, cuántos podríamos
andar por ahí sin ningún miedo porque ya lo tuvimos.
(La
ciencia, además, es rehén de la administración y los dineros. Le faltan datos,
medios, trabaja a oscuras como
en las épocas oscuras.
Somos una sociedad del conocimiento sin conocimiento, y eso no ayuda a desarmar
el miedo).
Y aún así intentamos creer en la ciencia. Pero lo
intentamos de forma equivocada: como si fuera una creencia. Querríamos una
ciencia infalible como una religión. La ciencia es lo contrario de la religión:
no está hecha para creer sino para dudar. Para creer que no se puede creer en
nada, salvo en que creer es una tontería.
Es
lo que nuestros clásicos llaman “método científico”: el ensayo y error,
intentarlo, saber que uno puede equivocarse, intentarlo otra vez, equivocarse
menos, saber que se puede seguir estando equivocado. En estos términos es
difícil creer. Se puede, si acaso, confiar; creer es otra cosa.
Así
que la creencia en la ciencia, en estos días de pruebas, no funciona, y nos
hemos quedado levemente desnuditos. Blandiendo como queja la máxima de mi tía
Porota: en algo hay que creer.
No tenemos en qué. Podría ser una oportunidad, si
no tuviéramos tanto miedo.
¿Una
oportunidad para reemplazar la creencia por la duda, por el pensamiento, por el
deseo sin garantías? Eso sí que requiere valor. Eso sí que sería un cambio.
Así que, en principio, no lo hacemos.
Y
vivimos asustados y, según toda previsión, viviremos asustados demasiado
tiempo: socialmente distanciados, encerrados, teletrabajando,
telerreuniéndonos, teleligando, rigiendo nuestras vidas por ese miedo.
Ahora
creemos en el miedo, sobre todo: es el principio ordenador. Y tratamos de
pensar el futuro miedoso y hablamos de las consecuencias en los grandes rasgos
y no pensamos —intentamos no pensar— que vamos a tener vidas muy distintas: la
“nueva normalidad”, como empiezan a llamarla.
Por supuesto, las diferencias
también van a ser desiguales. Los privilegiados, por ejemplo, no vamos a poder
viajar durante mucho tiempo; los jodidos, por ejemplo, no van a poder trabajar
durante mucho tiempo. Y todos, unos y otros, tendremos tanto miedo.
Nos
convencieron, con razones, de que todo es temible. Que debemos aislarnos:
que el peligro es el otro,
cualquier otro, que el infierno es el otro. Es esa danza en el supermercado,
donde nos retorcemos para alejarnos del más próximo, donde compiten máscaras y
los cuerpos se esquivan y cualquier roce es el horror. Hablamos de solidaridad
pero nos tememos unos a otros como a la peste. Ahora cualquier persona es la amenaza:
todas las personas.
La
belleza del truco consiste en que cada cual es temible aunque no quiera. No es
necesario ser un terrorista para sembrar el terror: alcanza con ser un ser
humano —o un picaporte o una caja de ravioles—.
El
miedo se ha instalado como un reflejo fuerte. Mucho de lo que pase de ahora en
más dependerá de que sepamos olvidarlo.
Olvidar el miedo a los demás, los demás miedos.
Deshacernos
del miedo y sus efectos y aprender a vivir con la duda.
Los grandes momentos de la historia solían consistir en que el mundo se
movilizaba para matar personas; este consiste en que el mundo se detiene para
salvar personas. Aparece, entonces, la idea de que detener puede ser un arma
tan fuerte como movilizar. Sobre todo si se trata de salvar. Todo consistirá,
quizás, en moverse para detener ciertas movidas, ciertos movimientos: la
acumulación y el despilfarro. Detenerse es moverse.
Y dudar en lugar de creer: repensar en vez de
repetir. No temer a la duda sino a la certeza. O seguiremos insistiendo en el
mismo fracaso, y fracasar no habrá servido para nada.
(*)
Martín Caparrós (@martin_caparros)
es periodista y escritor. Sus libros más recientes son el ensayo Ahorita y la novela Sinfín, que transcurre en 2070.