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viernes, 9 de agosto de 2024

Una sociedad en estado de shock… @dealgunamanera...

 Una sociedad en estado de shock… 

Otros tiempos. Fernández en 2022, durante un encuentro sobre inclusión y diversidad organizado por la CELAC. Fotografía: Getty Images.      

Estado de shock. Así podría describirse a la sociedad y la política argentinas tras la difusión de las imágenes de la ex primera dama, Fabiola Yañez, supuestamente golpeada por quien era su pareja, el expresidente Alberto Fernández. El «supuestamente» vale hasta que la Justicia convalide la denuncia de Yañez aunque, como las luchas del feminismo nos enseñaron, la voz de la víctima debe prevalecer en los análisis.  

© Escrito Jorge Vilas el viernes 09/08/2024 y publicado por la Revista Acción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.

La sociedad, en medio de una debacle social y económica causada por las políticas del actual Gobierno, ve ahora desde los medios y las redes sociales la degradación de la institución presidencial, ya que los episodios difundidos habrían ocurrido en el ejercicio del mandato de Fernández y, además, en la propia residencia de Olivos, aquella que el Estado destina para morada del titular del Poder Ejecutivo.  Y el shock apunta en distintas direcciones. En lo político, seguramente, por sus consecuencias hacia dentro del peronismo, por la crisis evidente de liderazgo y porque el caso de Fernández no es el único.

Otros dirigentes relevantes de ese espacio están condenados o procesados por episodios de esa naturaleza. Esa vinculación, justamente, es la que utilizan los enemigos de las conquistas de los últimos años en materia de una mayor equidad de género, algunas de ellas materializadas durante el gobierno de Alberto Fernández.  En esa ensalada conceptual y mal intencionada que drena por las redes sociales –ejércitos de trolls de ultraderecha mediante–, la denuncia de Yañez es utilizada para burlarse y atacar al feminismo y criticar cada una de sus banderas. Para los simpatizantes de un Gobierno que en poco tiempo desarticuló los espacios de contención y defensa de los derechos de las mujeres y diversidades, la debacle moral del expresidente anularía la lucha feminista, que fue acompañada por vastos sectores de la sociedad y llevada a la discusión política, donde logró los consensos necesarios para convertir parte de esas demandas en políticas estatales.   

La propia repercusión pública, las condenas unánimes al expresidente y hasta la posibilidad de Fabiola Yañez de hacer la denuncia son consecuencias de la lucha inclaudicable del feminismo que, no sin costos, logró revertir el sentido común de una sociedad machista e hizo posible, por ejemplo, que hoy ante una denuncia de esta naturaleza, la víctima tenga acompañamiento y espacios de contención, hasta hace pocos años, inexistentes o marginales.   

Otro efecto político de los sucesos denunciados es la «cosecha» en favor del presidente Javier Milei. Además de las balas que le aporta a su «batalla cultural», la degradación de la institución presidencial suma para su prédica «anticasta» y horada al principal espacio opositor. Asimismo, la omnipresencia mediática del tema oculta –al menos en la agenda informativa– los crecientes y devastadores efectos de su política económica. Sin ir más lejos, el aumento de la pobreza y la desocupación, los constantes incrementos de tarifas de servicios públicos y transporte y la pauperización de una gran parte de la sociedad. En un momento en que las encuestas de opinión pública comienzan a mostrar un desgaste en el apoyo que la gestión libertaria registra desde diciembre, y a días de una masiva expresión de rechazo plasmada en Plaza de Mayo el miércoles, sale de la agenda mediática dominante la aguda crisis social.   

Alberto Fernández deberá responder ante la justicia por los hechos denunciados. Eso no opaca ni mancha ni roza en lo más mínimo la lucha de las mujeres y diversidades por sus derechos. La violencia de género es un drama social inocultable y no se lo puede ni debe banalizar ni utilizar políticamente. En todo caso, los hechos que cobran notoriedad pública, como este caso, deben servir para ratificar la necesidad de políticas públicas de defensa, promoción y preservación de los derechos que hoy algunos pretenden poner en cuestión en aras de ideologías reaccionarias y violentas.


 

viernes, 24 de abril de 2020

¿En algo hay que creer?... @dealgunamanera...

¿En algo hay que creer?...

Una mujer con mascarilla transita por las calles casi vacías de Nueva York el 22 de abril Credit...Agence France-Presse — Getty Images

El miedo se ha convertido en el factor ordenador de la sociedad global en la pandemia. Pero ¿cómo orientarnos ahora que el miedo está desnudo?

© Escrito por Martín Caparrós el jueves 23/04/2020 y publicado por el Diario The New York Times, de la Ciudad de Nueva York, Estados Unidos del Norte de América.

Madrid — Fracasamos. Nos creíamos tan poderosos y un virus nos deshizo. Estamos encerrados, muertos de miedo, vivos de miedo, sin más recursos que dejar de hacer lo que hacemos, de ser lo que somos —y esperar que la desgracia tampoco nos toque—.

Fracasamos, y es una suerte que así sea.

Acabo de publicar una novela, Sinfín, en que la condición para acceder a la vida después de la muerte es aceptar el aislamiento eterno; la realidad, más modesta, nos pide este aislamiento transitorio como condición para seguir vivos unos años. Y este aislamiento nos convierte a todos en una especie rara, pre-enfermos, casi-enfermos, enfermos-to-be. Que no tenemos nada malo o anómalo en el cuerpo pero debemos quedarnos encerrados esperando, acechando con miedo el momento en que quizá tosamos, nos sintamos febriles, esas señales que dirían, si aparecen, que todo se derrumba.

Todo sería tan diferente si los viéramos. Si hubiera alguna forma de dejar de sentir que nos rodean unas presencias invisibles, intocables, portadoras de la muerte. Si pudiéramos abandonar el examen permanente, paranoico: del entorno por si tiene bichos, de nuestros cuerpos por si tienen síntomas.

Pero están, y nos llenan de miedo. Tengo miedo en España, donde estoy encerrado; lo tengo en Argentina, donde están encerrados los que quiero. Son mis dos países y en los dos tengo miedo.

Un gran avance: la sociedad global te permite tener miedo en varios sitios. Y el virus justifica: llevamos semanas y semanas dedicadas a tener miedo, a encerrarnos por causa del miedo, a dejar mucho de lo que hacemos, mucho de lo que somos por el miedo.

Somos el miedo. No hay nada más antiguo, más natural que el miedo. Cualquier animal tiene miedo; por él dejamos de ser animales y buscamos las formas de evitarlo: acumular comida para combatir el miedo al hambre, domesticar el fuego para calmar el miedo a los ataques, inventar dioses para luchar contra el miedo a la muerte, y así de seguido.

El miedo siempre estuvo presente en nuestras vidas, en nuestras sociedades. Pero nunca como en estos días.

La Vía Layetana, en Barcelona, el 21 de abril Credit...Samuel Aranda para The New York Times

Calles vacías, escuelas clausuradas, trabajos cerrados: encerrados, nos concentramos en temer. Vivimos bajo el influjo de la paranoia de Estado. El Estado —los estados, cada estado— nos dice que debemos tener miedo y lo tenemos. Por supuesto, nuestro miedo es lógico: la amenaza es real. Pero estos días sirven también para enseñarnos a obedecer los imperativos que ese miedo produce. No hay nada que los Estados usen más para controlar a sus súbditos que el miedo. Y el miedo los justifica: explica que, entre otras cosas, les permitamos ejercer su violencia sobre nosotros por nuestro propio bien, porque ellos saben lo que necesitamos.

El mecanismo es clásico: tenemos miedo de algo — siempre tenemos miedo de algo: de quedarnos sin comida, de que nos mate el enemigo, de envejecer, de los vecinos— y entonces el Estado nos protege y alguna religión nos protege. Para eso tenemos que creer: creer que hay un buen rey o presidente o líder que sabe lo que hace y nos guiará del otro lado del Mar Rojo, que hay un dios que nos quiere y nos cuida y es más fuerte que el dios de los del otro lado.

Ahora nuestro miedo está desnudo: no sabemos en qué cuernos creer.

Ahora los dioses no funcionan. La gran novedad de esta plaga es que, en Occidente, por primera vez en miles de años, a nadie se le ocurrió pedir a algún dios que nos preserve y cure. Y los jefes se equivocan todo el tiempo y no confiamos y no nos gustan y no los respetamos: no les creemos, no creemos en ellos. Y el capitalismo y el consumo desaforado aparecen, en tiempos de zozobra, como un exceso innecesario y se vuelve difícil creer en eso. Y los que se empeñaban ya ni siquiera pueden creer en Estados Unidos, que era otro artículo de fe, la guía del mundo libre y todo eso: resignó su liderazgo y se volvió, para muchos, artículo de risa. El gran referente, la gran creencia, en estos días en que todas caen, debería ser la ciencia. 

Un miembro del ejército español desinfecta la residencia de ancianos San José, en Ourense, España.Credit...Brais Lorenzo/EPA vía Shutterstock 

Un bacteriólogo muestra el proceso para hacer una prueba para el coronavirus en un laboratorio militar en Bogotá.Credit...Raúl
Arboleda/Agence France-Presse — Getty Images

Hubo tiempos, decíamos, en que un hecho como este habría sido asunto de religiones y otras magias. Ahora está copado por la ciencia: medicalizado. Son ellos supuestamente los que saben, debemos escucharlos, hacerles caso, creer en ellos. Y, sin embargo, desde que empezó la enfermedad se dedican a contradecirse. 

Dijeron que los asintomáticos no contagiaban, después dijeron que sí contagiaban; dijeron que no había que usar mascarillas, después que sí; dijeron que los curados no se contagiarían, después que quién sabe; dijeron que sí, que no, que no, que sí. 

Empezamos siendo fieles seguidores de sus órdenes; poco a poco nos convertimos en testigos asustados —aterrados— de sus contradicciones: cómo creerles hoy si no se sabe lo que dirán mañana.

No sabemos cuántos nos hemos contagiado, cuántos ya lo pasamos, cuántos podríamos andar por ahí sin ningún miedo porque ya lo tuvimos.

(La ciencia, además, es rehén de la administración y los dineros. Le faltan datos, medios, trabaja a oscuras como en las épocas oscuras. Somos una sociedad del conocimiento sin conocimiento, y eso no ayuda a desarmar el miedo).

Y aún así intentamos creer en la ciencia. Pero lo intentamos de forma equivocada: como si fuera una creencia. Querríamos una ciencia infalible como una religión. La ciencia es lo contrario de la religión: no está hecha para creer sino para dudar. Para creer que no se puede creer en nada, salvo en que creer es una tontería.

Es lo que nuestros clásicos llaman “método científico”: el ensayo y error, intentarlo, saber que uno puede equivocarse, intentarlo otra vez, equivocarse menos, saber que se puede seguir estando equivocado. En estos términos es difícil creer. Se puede, si acaso, confiar; creer es otra cosa.

Así que la creencia en la ciencia, en estos días de pruebas, no funciona, y nos hemos quedado levemente desnuditos. Blandiendo como queja la máxima de mi tía Porota: en algo hay que creer.

No tenemos en qué. Podría ser una oportunidad, si no tuviéramos tanto miedo.

¿Una oportunidad para reemplazar la creencia por la duda, por el pensamiento, por el deseo sin garantías? Eso sí que requiere valor. Eso sí que sería un cambio.

Así que, en principio, no lo hacemos.

Y vivimos asustados y, según toda previsión, viviremos asustados demasiado tiempo: socialmente distanciados, encerrados, teletrabajando, telerreuniéndonos, teleligando, rigiendo nuestras vidas por ese miedo. 

Ahora creemos en el miedo, sobre todo: es el principio ordenador. Y tratamos de pensar el futuro miedoso y hablamos de las consecuencias en los grandes rasgos y no pensamos —intentamos no pensar— que vamos a tener vidas muy distintas: la “nueva normalidad”, como empiezan a llamarla. 

Por supuesto, las diferencias también van a ser desiguales. Los privilegiados, por ejemplo, no vamos a poder viajar durante mucho tiempo; los jodidos, por ejemplo, no van a poder trabajar durante mucho tiempo. Y todos, unos y otros, tendremos tanto miedo.

Nos convencieron, con razones, de que todo es temible. Que debemos aislarnos: que el peligro es el otro, cualquier otro, que el infierno es el otro. Es esa danza en el supermercado, donde nos retorcemos para alejarnos del más próximo, donde compiten máscaras y los cuerpos se esquivan y cualquier roce es el horror. Hablamos de solidaridad pero nos tememos unos a otros como a la peste. Ahora cualquier persona es la amenaza: todas las personas.

La belleza del truco consiste en que cada cual es temible aunque no quiera. No es necesario ser un terrorista para sembrar el terror: alcanza con ser un ser humano —o un picaporte o una caja de ravioles—.

El miedo se ha instalado como un reflejo fuerte. Mucho de lo que pase de ahora en más dependerá de que sepamos olvidarlo.

Olvidar el miedo a los demás, los demás miedos.

Deshacernos del miedo y sus efectos y aprender a vivir con la duda. 

Los grandes momentos de la historia solían consistir en que el mundo se movilizaba para matar personas; este consiste en que el mundo se detiene para salvar personas. Aparece, entonces, la idea de que detener puede ser un arma tan fuerte como movilizar. Sobre todo si se trata de salvar. Todo consistirá, quizás, en moverse para detener ciertas movidas, ciertos movimientos: la acumulación y el despilfarro. Detenerse es moverse.

Y dudar en lugar de creer: repensar en vez de repetir. No temer a la duda sino a la certeza. O seguiremos insistiendo en el mismo fracaso, y fracasar no habrá servido para nada.

(*) Martín Caparrós (@martin_caparros) es periodista y escritor. Sus libros más recientes son el ensayo Ahorita y la novela Sinfín, que transcurre en 2070.