jueves, 14 de agosto de 2008

La noche del chancho...

En las soledades argentinas hay cronistas increíbles. Casi siempre es gente que observa y anota en absoluto silencio. En este caso es una maestra patagónica: Hurí Portela. Anotó los detalles de toda la injusticia que se expandió por una pequeña localidad, Gobernador Gregores, en Santa Cruz.


En el libro La noche del chancho –que acaba de salir– está lo que sufrió la gente durante la dictadura de Videla. Es increíble la petulancia, el proceder tiránico, el patear el tablero, el sentirse Dios, patrón y señor, de un gendarme a quien la dictadura le dio plenos poderes para gobernar esa población patagónica. Dios con botas ante el vecindario que no podía creer lo que estaba viendo. Un tema para Anton Chejov en el teatro; para Fassbinder, en cine.


El comandante de Gendarmería Nacional Horacio Primitivo Callejas –tal su real nombre– se sintió Dios. Y fue Dios. Cuando hablaba con la gente abría bien las piernas, a lo macho, o se tiraba para atrás en el sillón del escritorio y miraba con asco al civil que venía a solicitarle algo. Un aspecto que se repitió en el interior argentino y que no fue tocado ni por los políticos ni por la sociedad cuando cayó la dictadura: el comportamiento corrupto y dictatorial de militares, civiles sometidos, gendarmes y policías que entraron a dominar la burocracia.


En La noche del chancho se trabaja este aspecto con fidelidad histórica y jurídica. Aparece todo ese pasado fantoche y criminal. En general la sociedad se comportó como soldados conscriptos ante los cabos primeros y los generales de la Nación. Menos los estudiantes de la Escuela de Agronomía de Gregores, la maestra Hurí Portela y algunos pocos civiles dignos, esos que siempre se hacen presentes por puro coraje civil y vergüenza propia.


El comandante de Gendarmería Nacional Horacio Primitivo Callejas fue todo. Y se acabó. ¡Viva la Patria! El que no obedece es zurdo y al zurdaje no hay que darle ninguna oportunidad. Principalmente si son estudiantes. Ya que de por sí, un estudiante es sospechoso.


El 24 de marzo de 1976 –que deberá ser recordado todos los años como el día de la vergüenza argentina– toma el poder en la municipal de Gregores el comandante Horacio Primitivo Callejas. Dice la autora de La noche del chancho: “La mayoría de las personas entrevistadas: ex alumnos, profesores, maestros de internado, recuerdan que el comandante Callejas no trataba bien a nadie. Era déspota, proclive siempre a insultar, y era común escucharlo gritar ‘como un loco cuando alguien lo contradecía’. Una de sus primeras acciones fue invadir de sorpresa la Escuela de Agronomía con treinta gendarmes armados.


A las 7.30 de la mañana oscura, aún sin amanecer, entraron los gendarmes a los gritos, entre maestros y alumnos sorprendidos. Buscaban un ‘nido de subversivos’. Todo era mentira. Callejas lo hacía para asustar y demostrar su poder. Pateaban puertas, a las mujeres las palpaban de armas. Secuestraron las tijeras de injertos, de podas y los cuchillos usados en la enseñanza. El uniformado se proclamó rector. Por supuesto prendieron una fogata y quemaron libros y revistas sacados de los roperos de los estudiantes. Una acción valiente de la Argentina uniformada que nos invade de pena y vergüenza: que los uniformados pagados por el pueblo quemen libros, que es quemar el pensamiento, el derecho, la libertad.


Después, la delación. Los uniformados tomaron exámenes ideológicos a los alumnos. Fueron secundados por la supervisora general de Escuelas, Egidia Sanchi de Marum, férrea defensora de la dictadura. Pero los alumnos no respondieron positivamente a lo que querían los uniformados porque no habían leído a Marx. Ni siquiera entendieron muchas preguntas de los milicos. No importa. Callejas no logró su propósito, pero ordenó que todos los estudiantes se cortaran el pelo y usaran corbata. Así se era patriota.


Pero los estudiantes dijeron: no. Por eso Callejas puso un peluquero. Los alumnos calificaron al alcahuete que oficiaba de peluquero como “Hacha brava”. A los profesores sospechados de ideas liberales se los expulsó y no se les pagó los sueldos adeudados.


Los alumnos se despertaban hasta entonces con música folklórica. Ahora, con la Gendarmería, a puro pito. Además, en pleno invierno, se les quitó una frazada para que se hicieran machos. Lo mismo, en la comida, se prohibieron los quesos, dulces, embutidos, el paté, los jamones, fiambres y las mermeladas, a pesar de que todo se hacía en la escuela. Callejas recorría los almuerzos y cuando veía una mesa un poco desordenada, arrancaba el mantel y tiraba todo, a los gritos y patadas. Lo más injusto fueron las cesantías de maestros y empleados. Muchos chicos se fueron por no aguantar la brutalidad del régimen de Callejas.


En 1976 había 110 alumnos; a fines del ’77, sólo 40. No hubo paz, comenzaron los hechos rebeldes de los alumnos que mostraron toda su entereza al oponerse al pequeño tirano.


Hasta que llegará la noche del chancho.


Fue en marzo del ’77. Los alumnos del último año iban a festejar el egreso con el título de agrónomos. Como era costumbre, prepararon una gran fiesta. Era clásico el asado de cerdo. Para lo cual tomaron uno de esos animales que habían alimentado ellos durante la enseñanza. Fue una verdadera fiesta de estudiantes. Pero todo iba a terminar muy mal. El gendarme Callejas ordenará la detención de los cinco estudiantes que habían intervenido en la faena del chancho. Se los llevó a la comisaría porque, si bien los estudiantes lo habían criado, el chancho era de propiedad del Estado.


De inmediato se los expulsó de la escuela por disposición del rector Jorge Lisardo Alvarez, un hombre de Callejas y de la dictadura. Es decir que, para los expulsados, los seis años de estudios habían sido en vano. Los expulsados tenían buen promedio y uno de ellos era el abanderado y otros dos, escoltas. Es impresionante en el libro de Hurí Portela el detalle de todo lo que hicieron los padres y los compañeros para revocar la medida. La tristeza de los alumnos acusados, la angustia interminable. La crueldad. Porque se los mantuvo incomunicados en calabozos que se inundaban. Desde allí fue todo humillación. El tiempo hizo algo de justicia. Pero en el alma de los estudiantes permaneció siempre el dolor de las penas irracionales.


En cambio, el comandante Callejas cobra un muy buen retiro y se pasea en uniforme por el barrio. Lo llaman “el chancho argentino”. Con él nadie se atrevió a hacer verdadera justicia.


© Escrito por Osvaldo Bayer en el diario Página 12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el Sábado 23 de Octubre de 2004.


La autora del libro “La Noche del Chancho” Hurí Portela, fue a Gobernador Gregores junto con uno de los protagonistas de la historia ocurrida durante la época militar 1976-1983; y el staff que está a cargo del filme. El documental “La noche del chancho” narra la historia de: un grupo de alumnos de la Escuela Agrotécnica de Gobernador Gregores durante la etapa de la dictadura. Asimismo, relata que los alumnos del último año iban a festejar el egreso con el título de agrónomos, y como era de costumbre, prepararon un asado de cerdos y fue una verdadera fiesta de estudiantes. Pero nadie se imaginaba que la fiesta iba a terminar mal a causa de la faena del cerdo. El gendarme Callejas ordena la detención de los cinco estudiantes que habían intervenido en la faena del chancho, por más que ellos lo criaron, el animal era propiedad del estado. Posteriormente, el colegio expulsó a éstos, que eran los mejores alumnos, y luego de todo, para ellos, los estudios de la escuela agrotécnica habían sido en vano.

En el libro, la autora describe todos los detalles de los sucesos de esos años, lo impresionante que era todo lo que hacían los padres y compañeros de los expulsados para revocar la medida, la tristeza de los alumnos acusados, la angustia interminable, la crueldad, el motivo del cautiverio. El tiempo hizo algo de justicia, pero en el alma de los alumnos permanece por siempre el dolor de las penas irracionales.

Portela recorrió las instalaciones de la Escuela Agropecuaria, donde sucedieron los hechos, junto con Hugo Torres, uno de los alumnos de aquella época y los actores del documental.

La realización del filme “La Noche del Chancho”, basado en el libro de Hurí Portela, relata una de las tantas historias ocurridas en el país a partir del 24 de marzo de 1976, ha sido declarado de interés comunitario y cultural por el ejecutivo municipal de Gobernador Gregores mediante decreto Nº 035/06. Gobernador Gregores

domingo, 10 de agosto de 2008

No hay motivo para engañar a los chicos....

Pequeño Lanata ilustrado. A los siete años...


Nunca sabemos, exactamente, qué hacer con ellos.

Tienen tanta luz que nos cuesta verlos. A veces los tratamos como adultos, otras como tontos, y ellos no paran de ponernos a prueba porque necesitan saber cómo es el mundo. A veces los inventamos, en lugar de descubrirlos, porque inventar es, siempre, más tranquilizador: sabemos dónde llegar y caminamos hasta ahí.
Descubrir es azaroso. Les enseñamos a caminar para pedirles luego que se queden quietos, les pedimos que sueñen, pero con horario de oficina (“Ahora ya eres grande, hijo mío. Deja de fantasear”, le dice el padre al protagonista de La historia sin fin). A veces son la excusa demagógica perfecta:

– Yo aprendo mucho de mis alumnos de cinco años… – dice la maestra que parece tener poco para enseñarles.

– Lo único que no hago es emborracharme con el pendejo – dice el padre que no pudo ser tal y, culposo, decidió ser amigo de su hijo.

Casi siempre los condenamos al amor condicional: voy a quererte si sos lo que quiero, si te parecés a mí. Nos desespera verlos como personas: pueden ser, como mucho, versiones mejoradas del software original, una especie de papá-mamá 2.0, pero sólo compatibles con nosotros.
Nos divierte que jueguen a ser grandes, pero que sólo jueguen:

– ¿Tenés novia? – le pregunta la vecina al nene de ocho años.

– ¿Tenés novio? – le preguntan a la beba de tres, que no conoce la palabra pero sabe que al decir que sí, todos estallarán de risa.

En el colegio es peor: todos les plantean preguntas ajenas y muy pocas veces intentan ayudarlos a responder las propias. Los niños intuyen que se trata de repetir letras ajenas y así lo hacen, desesperados por la aprobación; así premiamos al niño-monstruo, al mejor adaptado, al más extraño, al peor extranjero de su propia niñez, al que habla como un ingeniero civil a punto de jubilarse.


– ¡Seremos como el Che! – gritan con el puño en alto los niños cubanos, pañuelo rojo al cuello y gorra militar.

Los niños con respuestas de adultos siempre son niños tristes. La vida me empujó de la infancia a la juventud, y sé de qué se trata: ni el sueño ni la vida se recuperan, lo que no fue se convierte en melancolía del pasado, imaginaria tristeza por lo que no estuvo. Fui también padre separado y recorrí con Bárbara todas las plazas de la ciudad: allí pude ver, por primera vez, cómo los adultos insultan a los niños:

– ¡Mirá el boludo éste! – grita un padre.


– ¡Dale, tarado, saltá! – ordena otro.

He escuchado, también, a padres con educación terciaria, defender la teoría del “chirlo correctivo”: si el chirlo corrige un error menor, la trompada remediará uno más importante, y una descarga eléctrica uno grave, ¿no?

La delgada línea que sostiene el respeto es muy difícil de reconstruir: el insulto – ni hablar, claro, del resto – vuelve presente la sensación de abuso físico: soy más grande que vos, puedo callarte.

La relación con ellos está plagada de cortocircuitos: el padre que protesta por la corrupción pero falsifica los vales de nafta del trabajo, la madre que pontifica sobre el amor y le cuenta a la hija de sus coqueteos. A veces actuamos frente a ellos como si no estuvieran ahí, mirando. Como si no entendieran lo que ven.

Son chicos.
Decidimos, por comodidad, que los van a educar en el colegio.

Nos equivocamos. Nada logrará el colegio que la casa desautorice; en el mejor de los casos el colegio hará posible que caminen por la selva evitando el peligro, o que sepan descubrir un atajo. El resto, la vida, el amor, la muerte, la confianza, la soledad, los sueños, suceden en la casa.
Y todo lo demás: también queremos matarlos, disolverlos en ácido, son insoportables cuando gritan o se encaprichan, nos ponen a prueba todo el tiempo y es terrible descubrirse extorsionándolos (“O hacés tal cosa o…”) y es atroz, absolutamente atroz, que no haya manual alguno, ninguna regla, ninguna ley, ningún saber incuestionado que dé una solución.

Pero el otro día alguien me preguntó si creía en Dios, y solté sin pensarlo un segundo:


–Claro que creo. ¿Cómo no voy a creer?

Existen los chicos.
De modo que perdón a los niños por no estar a su altura y ojalá algún día nosotros, los grandes, seamos merecedores de ese nombre.

Luiggi Capomasi en 1953...

“No hay ningún motivo válido para engañar a los niños” (Bertrand Russell)

© Escrito por Jorge Lanata y publicado en el diario Crítica de la Argentina el domingo 10 de agosto día 2008.