domingo, 20 de diciembre de 2020

Copa Diego Armando Maradona. Huracán 1 vs. River Plate 3... @dealgunamaneraok...


River Plate derrotó a Huracán 3-1 en Parque Patricios…






El Millonario superó al Globo por la segunda fecha, zona A, etapa Campeonato, de la Copa Maradona. Matías Suárez abrió el marcador y luego Nicolás De la Cruz convirtió un doblete. Descontó Andrés Chávez de penal.

© Publicado el domingo 20/12/2020 por el Diario Jornada de la Ciudad de Trelew, Provincia del Chubut, República de los Argentinos.

La jerarquía de sus jugadores ofensivos fue demasiada diferencia para River, que como visitante en Parque de los Patricios venció 3-1 a Huracán, para lograr su primera victoria y ser líder de la Zona A de la Fase Campeonato de la Copa "Diego Maradona" de la Liga Profesional. 

Tras un inicio parejo desde la intensidad que promovió el "Globo", el "Millonario" marcó la diferencia gracias a las definiciones de Matías Suárez y el uruguayo Nicolás De La Cruz, a los 27 y 34 minutos del primer tiempo. 

En el complemento, el "Globo" dirigido por Israel Damonte apuró en busca del descuento y lo encontró a los 20 minutos por un penal convertido por Andrés Chávez, por una infracción polémica sancionada por el árbitro Germán Delfino.

De todas formas, la tranquilidad para Marcelo Gallardo arribó a siete minutos del cierre, cuando De la Cruz clavó un bombazo al primer palo para sentenciar el resultado.

La mala noticia para el "Muñeco" fue la expulsión por exceso verbal contra el árbitro del chileno Paulo Díaz, lo que representa un dolor de cabeza ya que, dependiendo la sanción, podría perderse el Superclásico ante Boca.

Con la victoria, River quedó líder con cuatro puntos, los mismos que Boca y Argentinos Juniors pero con una mejor diferencia de gol (primer criterio de desempate reglamentario).
 

Síntesis:

Huracán 1 

Facundo Cambeses; Raúl Lozano, Renato Civelli, Lucas Merolla, Leandro Grimi; Santiago Hezze, Esteban Rolón, Franco Cristaldo; Juan Fernando Garro; Norberto Briasco y Andrés Chávez. DT: Israel Damonte.

River 3

Franco Armani; Gonzalo Montiel, Robert Rojas, Paulo Díaz, Fabrizio Angileri; Leonardo Ponzio, Bruno Zuculini, Nicolás De la Cruz; Jorge Carrascal; Matías Suárez y Rafael Santos Borré. DT: Marcelo Gallardo.

Goles en el primer tiempo: 25m. Suárez (RP); 34m. De la Cruz (RP) 

Goles en el segundo tiempo: 20m. Chávez (H) de penal; 38m. De la Cruz (RP) 

Cambios en el segundo tiempo: antes del comienzo, Ezequiel Bonifacio por Grimi (H); 17m. Julián Álvarez por Zuculini (RP); Patricio Toranzo por Hezze y Nicolás Cordero por Garro (H); 32m. Santiago Sosa por Suárez (RP); 41m. Walter Pérez por Cristaldo y Pablo Oro por Chávez (H); 46m. Javier Pinola por Carrascal (RP) 

Incidencia en el segundo tiempo: 44m. Expulsado Paulo Díaz (RP) por doble amonestación. 

Amonestados: Borré, Paulo Díaz (RP) Briasco, Civelli, Chávez (H)

Árbitro: Germán Delfino.

Cancha: Estadio Tomás A. Ducó.






Video: TNT Sports


Papelón oficial. La Vacunagate… @dealgunamanera…

La Vacunagate 


La revolución rusa, Vladimir Putin. Dibujo: Pablo Temes

Trastienda de las idas y vueltas en torno a las vacunas antiCovid. Más interna en el Gobierno.

© Escrito por Nelson Castro el sábado 19/12/2020 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.


El 10 de diciembre pasado el presidente Alberto Fernández anunció que el Gobierno había firmado el acuerdo con Rusia para adquirir la vacuna Sputnik V y que, en consecuencia, se podría inmunizar a 10 millones de personas entre los meses de enero y febrero próximos. Agregó, además, un dato clave: dijo que él sería el primero en aplicarse la vacuna rusa cuando llegue al país “para que nadie tenga miedo”. Alberto Fernández tiene 61 años y padece trombofilia. 

 

No es un dato menor para inferir que, en la planificación del gobierno, los adultos mayores - que conforman uno de los grupos de riesgo más significativos por su cuantía- iban a ser de los primeros en recibir la vacuna. La propia asesora presidencial Cecilia Nicolini había asegurado en declaraciones que realizó a los medios el 3 de noviembre que se iba “a priorizar a los grupos de riesgo, al personal sanitario y a las fuerzas de seguridad”.

 

En su anuncio de hace 10 días, el Presidente, que estuvo acompañado por el ministro de Salud, Ginés González García, aseguró que el gobierno preveía aplicar la inyección a 300.000 personas antes de fin de año. Y dijo que su administración contaría “con las dosis suficientes para poder vacunar entre enero y febrero a 10 millones de argentinos y argentinas”.

 

Solo una semana después el presidente de Rusia, Vladimir Putin, afirmó que “las vacunas que están circulando entre la población general están destinadas a personas de un determinado grupo de edad, y las vacunas aún no han llegado a personas como yo”. El presidente ruso tiene 68 años.

 

¿El Dr. Fernández sabía que la Sputnik V aún no era apta para mayores de 60 años? Todo indica que sí, debido a la información que le llega desde Moscú vía la delegación que encabeza la viceministra de Salud, Carla Vizzotti.

 

“Hubo una apuesta concreta y meditada respecto de la vacuna Rusa. Se tomó una decisión. Pero también se negociaba con otras. No se puede ideologizar una vacuna o una política de salud pública pero lo cierto es que quienes impulsaron esta decisión fueron funcionarios afines a la línea más dura del kirchnerismo como el ministro de salud de la provincia de Buenos Aires, Daniel Gollán. También la Dra. Vizzotti se dejó llevar por esta corriente y el ministro Ginés no tuvo el peso suficiente para detener esa movida”, dijo una voz del gobierno que conoce las internas del Instituto Patria.

 

“Hay una clara interna en Salud tan dura como en las otras áreas. CFK, Kiciloff y Gollán no están conformes con el rendimiento de Ginés. Va a terminar pagando los platos rotos porque la presión para que asuma Gollán es enorme” – concluyó la susodicha fuente.

 

Dudas y más dudas. Con el tiempo  las dudas se han incrementado, muestra de una singular falta de cuidado en el manejo y difusión de la información  sobre la vacuna. El 14 de diciembre el Centro Nacional de Epidemiología y Microbiología de Gamaleya y el Fondo Ruso de Inversión Directa anunciaron que la Sputnik V había alcanzado un 91,4% de eficacia en el último punto de control de los ensayos clínicos de la fase III, según el tercer análisis provisional. De esa conferencia se desprenden dos observaciones: no hubo ninguna referencia a que la vacuna no era aún recomendable para los mayores de 60 años y no hay constancia de que la experimentación haya incluido la fase 3.

 

En Clinicaltrial.gov se informa que la fase 3 de la Sputnik V, que incluye a 40.000 voluntarios, comenzó el 7 de septiembre y tiene como fecha para completar los estudios primarios el 1 de mayo del año próximo. Es decir que la fase 3 no está completada.

 

En otra publicación del mismo portal se habla también que la fase 2 se va a completar el 31 de diciembre e incluye sólo a 110 voluntarios de más de 60 años. Por lo tanto según lo aparecido en ese sitio, que hace un listado de la información científica existente sobre todas las vacunas contra el Covid-19, el último día del año se sabrán los resultados de la fase 2, no los de la 3.

 

Teniendo en cuenta que en el gobierno insisten en que ese dato ya les era conocido, cabe preguntarse: ¿Por qué entonces no se lo hizo público? ¿Por qué el Presidente anunció que, no bien llegara la vacuna a la Argentina, él sería el primero en vacunarse? ¿Por qué dijo hace unos meses que Rusia le había enviado las dosis con cada uno de los componentes de la vacuna que decidió no aplicársela para no tener ningún privilegio respecto del resto de la ciudadanía, siendo que la Sputnik V todavía no había completado la fase 3?

 

El engorro por el affaire de las vacunas no concluye aquí. El episodio concerniente a la vacuna de Pfizer es de una grisura que se profundiza según pasan los días. Pfizer fue la primera vacuna que presentó la documentación respaldatoria de sus investigaciones ante el ANMAT. El hecho generó un anuncio sonoro del Ministro de Salud, Dr. González García. Ello ocurrió el 2 de diciembre pasado. 


Se habló, además, de una cantidad de alrededor de 700.000 dosis que estarían disponibles hacia fines de este mes. Hay que recordar que esta es la única vacuna de cuya investigación multicéntrica participó la Argentina que fue, además, la que aportó la mayor cantidad de voluntarios. Y no sólo eso: el artículo de referencia que dio cuenta de todos los detalles de la investigación, publicado en el prestigiosísimo

 

The New Journal of Medicine, tiene como primer autor al destacado pediatra argentino Fernando Polack. Eso da idea de la calidad y la envergadura de la investigación desarrollada en nuestro país. ¿Qué sucedió, pues, para que finalmente no haya habido ningún tipo de acuerdo para la provisión de la vacuna? ¿Cuáles fueron las demandas inaceptables que pidió Pfizer? ¿Qué cosas diferentes hicieron para acordar con Pfizer países con gobierno de tan disímil orientación ideológica como los de Chile, México y China?

 

Mientras tanto, la ex presidenta en funciones mandó a “laburar” a los ministros que no hacen lo que ella quiere. Y ayer Eduardo Valdés, un vocero de Alberto Fernández, ya avisó cuáles son las áreas en capilla: salud, política y comunicaciones. Es una confirmación contundente de que Cristina Fernández de Kirchner manda y el Presidente obedece.






sábado, 19 de diciembre de 2020

¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?... @dealgunanameraok

 ¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?


El odio constituye un fenómeno social y político insoslayable en el debate público contemporáneo. Los llamados «discursos de odio» deben ser analizados y discutidos. Al mismo tiempo, debe prestarse especial atención a los usos que desde la política (y particularmente desde la política estatal) se ejercen sobre la idea de «odio» y sobre los discursos ligados a éste.

© Escrito por el Profesor de la UBA e investigador de CONICET, Hugo Vezzetti, el viernes 04/12/2020 y publicado por el Diario Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

 


El problema del odio ha adquirido una nueva relevancia pública con la jornada “¿Qué hacemos con los discursos de odio?”, organizada por el colectivo Agenda Argentina con la participación de varios funcionarios y un cierre a cargo del Jefe de gabinete, Santiago Cafiero.

 

Se trata de una iniciativa que se integra, en cierto modo, a la maquinaria de propaganda oficial. Y sin embargo, en la medida en que se enlaza con una temática más amplia, la lucha contra la discriminación y la negación de derechos, vale la pena indagar y pensar la figura del odio y, sobre todo, sus usos.

 

Cabe precisar mejor el problema. Ante todo, el odio no ha formado parte de las pasiones políticas clásicas, el miedo o la esperanza. En esa tradición, el odio deriva del miedo y ha sido menos reconocido entre los afectos que tiñen la vida pública. En la historia contemporánea, el “odio” en la política y en las sociedades emerge como problema asociado al papel de los prejuicios en la era de los fascismos. El marco de referencia explícito era la guerra y, sobre todo, el genocidio judío. Hacia 1950 se publicaban los estudios sobre el prejuicio de Gordon Allport y la serie de investigaciones sobre las bases psicosociales del autoritarismo: La personalidad autoritaria, una obra colectiva coordinada, entre otros, por Theodor Adorno.

 

Era una mixtura del pensamiento de la Escuela de Frankfurt con los recursos de la psicología social empírica. El libro tuvo un gran impacto inmediato aunque no efectos duraderos. La investigación académica buscaba reunirse con un compromiso político y ético en favor de la prevención de las guerras y las masacres colectivas. Por supuesto formaba parte de la agenda de la pax americana y se asociaba con la creación de la ONU y el objetivo global de la paz mundial. Lo importante es que entre las condiciones de la guerra destacaba el papel de las conductas o las creencias que llevaban a la discriminación y la violencia contra comunidades o grupos: la paz debía ser también una construcción subjetiva. Por ejemplo, en el documento de fundación de la UNESCO se postula la tesis de que las guerras comienzan en la mente de las personas.

 

Caben dos observaciones. Primero, el prejuicio y sus efectos, el odio entre ellos, no eran simplemente proyectados sobre las sociedades que habían sostenido las experiencias fascistas, sobre todo Alemania. Se buscaba indagar las bases psicosociales de una “personalidad autoritaria” o “fascista” en la propia sociedad norteamericana. Segundo, alrededor del autoritarismo como una formación de actitudes y creencias se construía un repertorio de problemas para la investigación: el papel del etnocentrismo en los prejuicios, las identidades religiosas y políticas, los estereotipos de género (la masculinidad, por ejemplo), las visiones de la familia, la infancia y la adolescencia, etc. Basta hojear el índice de libro compilado por Adorno para ver hasta dónde se extendía la categoría del prejuicio y el autoritarismo para indagar e intervenir sobre los problemas de la sociedad. Por supuesto, era un tiempo anterior a las luchas por los derechos civiles en los EEUU: el antisemitismo era más importante que el racismo y la discriminación de las minorías negras o latinas.

 

En fin, no pretendo retomar esas ideas. Sólo quiero señalar el marco de justificación necesario para situar una preocupación política y ética por el papel de las creencias y las pasiones en la vida social; en la medida en que se admita que la democracia no es sólo un régimen sino una forma de sociedad que requiere ciertos componentes subjetivos y morales.

 

¿Cuál es el problema, hoy, con el odio, que pueda ser equivalente a lo que era la amenaza de la guerra y los genocidios hacia 1950? Es la primera pregunta, que por supuesto debe aplicarse a las condiciones particulares de la política y la sociedad argentinas. Y francamente permanece sin respuestas para mí.

 

Comencemos por lo obvio. El afecto del odio (como el amor) es parte inherente a la vida humana y social. Y es un componente irreductible de los conflictos sociales y políticos. El propósito de edificar una comunidad sin odios no es nuevo y ha alimentado las visiones religiosas y las fantasías de la política. Freud (ese gran aguafiestas de las ilusiones colectivas), señalaba, a propósito del programa comunista, que la reducción de las pulsiones agresivas (del odio, si se quiere) en una soñada sociedad sin clases seguramente requeriría de la creación de enemigos externos y la proyección de la agresión fuera de la propia comunidad. En efecto, como se verá, el programa de eliminar el odio en la política se ha correspondido en general con propósitos más o menos totalitarios de uniformidad social y proyección del odio fuera del propio grupo.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio

 

Creo entender que con “discursos de odio” se hace referencia a una acción concertada, sistemática, una incitación pública a ejercer la violencia contra un grupo o una minoría. En ese caso, cobra sentido en el marco de una cultura de los derechos humanos y tiene como antecedentes los crímenes colectivos y los genocidios modernos. Es más claro cuando es un discurso asociado con lo que se llama “crímenes de odio”, en los que intervienen de modo evidente prejuicios raciales, étnicos, de nacionalidad u orientación sexual. 


En la ciudad de Buenos Aires existe un  Observatorio nacional de crímenes de odio LGBT con informes anuales sobre diversas violencias, incluso institucionales, de fuerzas de seguridad y del propio sistema judicial, contra lesbianas, gay, bisexuales y trans.

 

Más en general, da cuenta de una forma extrema de discriminación que promueve o incita a la violencia, el hostigamiento y la denegación de derechos contra determinados grupos: judíos, negros, inmigrantes africanos, etc. Se trata de colectivos especificados, vulnerables, con una historia de violencias sufridas, que han sido objeto de discriminación. Por otra parte, los propios colectivos han contribuido a hacer visibles esos agravios a partir de su propia organización y de sus luchas. Lo que me interesa destacar es que el discurso del odio se convierte en un problema de acción pública cuando es un componente de prácticas de discriminación y violencia, en la sociedad pero también en el Estado y las instituciones. Por otra parte, la denuncia y la sanción de los crímenes de odio está contemplada en declaraciones, pactos y estatutos del sistema internacional de derechos humanos.

 

No se trataría, entonces, de desterrar el odio de la sociedad y de la política (una empresa imposible), sino de prevenir y eventualmente castigar conductas de discriminación, de exclusión, de negación de derechos, que cambian según los países y las circunstancias: el “Black lives matter” es una denuncia del racismo y sus componentes de odio y violencia con un sentido particular en los EEUU en la medida en que retoma violencias y luchas de muchas décadas. De modo que para hablar de discursos de odio hay que considerar creencias y conductas que dependen de los prejuicios y los patrones de discriminación implantados en cada sociedad. Lo que no cambia es el estereotipo y la discriminación sistemática.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio y que, en el límite, busca la eliminación del grupo o el colectivo estigmatizado. Hay dos rasgos que destacar. Primero, que el propósito que promueve la acción, que en el límite es un delito, es más o menos explícito; y, segundo, que se promueve contra colectivos históricamente discriminados, estigmatizados y vulnerables. Se busca lesionar a un colectivo, así sea imaginario, a través de la violencia contra una persona determinada.

 

Los usos políticos del Odio

 


Lo anterior sirve de preámbulo para una discusión seria sobre la aplicación del “discurso de odio” a los conflictos sociales y las identidades políticas. Una extensión generalizada que proyecta el odio sobre todos aquellos a quienes un grupo rechaza sirve ante todo para cohesionar al propio grupo. O puede servir como un motivo para el control social y la represión de la disidencia.

 

Ese uso político puede alcanzar límites criminales cuando se implanta desde un Estado sin controles ciudadanos. La “Ley contra el odio”, fue sancionada por unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (un órgano que no está facultado para sancionar leyes) en 2017. Castiga los “mensajes de odio” con sentencias de hasta 20 años de cárcel. Fue aplicada a disidentes, a ciudadanos que participaban de protestas, a otros que difundieron caricaturas de Nicolás Maduro.

 

La ley fue denunciada por Comisión Interamericana de los Derechos Humanos porque viola declaraciones y pactos internacionales. Salta a la vista la paradoja: la figura del “odio” y de los crímenes de odio que nacieron como un modo de amparar violaciones a los derechos humanos, sancionados por el sistema internacional, termina siendo usada para violar esos mismos derechos fundamentales. Por supuesto, las dictaduras totalitarias, en el pasado y en el presente, no han necesitado recurrir al odio para imponer leyes que cumplen el mismo propósito y reprimen conductas como la traición a la patria, las actividades contrarrevolucionarias, la propaganda contra el Estado o la conducta antisocial.

 

Hay que distinguir lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política.

 

De modo que, una discusión de los usos políticos de los “discursos de odio”, abordada desde la defensa de los derechos y las libertades, ante todo debe preguntarse contra quiénes se dirigen las denuncias y a que grupo o facción sirven. Una pregunta que se hace todavía más acuciante si las iniciativas contra el odio nacen del Estado, o de un colectivo oficialista como Agenda Argentina. No hace falta decirlo, las iniciativas políticas desde el Estado antes que a la virtud apuntan a legitimar y consolidar el poder, sobre todo en una coyuntura de dificultades y movilizaciones opositoras.

 

Si se apunta al odio en la sociedad, entonces, hay que distinguir claramente lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política. Es claro que en un espacio político en el que los conflictos se traducen en confrontaciones de trinchera hay expresiones de odio: a favor o en contra del gobierno, de las movilizaciones sindicales, estudiantiles o de movimientos sociales. 


En una sociedad polarizada, hay odios de derecha y de izquierda, peronistas y antiperonistas, por y contra la legalización del aborto. Pero no hay evidencias de que esos rasgos alcancen para denunciar a mayorías o grupos significativos como agentes concertados. Es lo que Roberto Gargarella expone y justifica en su crítica a un artículo de José Natanson.

 

Fuera de los casos bien definidos, ante todo por los propios grupos que han sido víctimas de la discriminación, salta la vista el carácter instrumental de los usos políticos de la agenda del odio. En las denuncias conocidas el repertorio de las víctimas del odio se extiende e incluye a los adolescentes, las vacunas y el uso del barbijo, las trabajadoras sexuales, piquetera/os, pueblos originarios, etc. Lo menos que puede decirse es que una yuxtaposición sin conceptos impide cualquier estudio serio de los problemas. Es obvio que hay rechazo y eventualmente desprecio u odio en las relaciones conflictivas entre grupos sociales, religiosos, etarios, ideológicos. 


Hay prejuicios y estereotipos en los conflictos de la vida social. Lo novedoso es pensar que se pueden aplastar las diferencias en las condiciones y en los procesos que sustentan esos prejuicios bajo la categoría onmiabarcativa del odio. El riesgo está a la vista: la banalización, los clichés y la reiteración invertida de los mismos estereotipos.

 

Además de instrumental, la apelación al odio suele ser recíproca. En las reyertas políticas o amorosas es habitual que el odiador y el odiado intercambien papeles. Veamos el caso de los adolescentes y los jóvenes: es cierto que hay prejuicios que pueden llevar a la discriminación contra ellos, tanto como que las agresiones y la intolerancia (el bullying, por ejemplo) son bastante frecuentes entre adolescentes. No hay ningún fundamento serio para convertirlos en un colectivo vulnerable e históricamente discriminado.



Sin dudas, hay discursos públicos agresivos, llenos de prejuicios y estereotipos en la sociedad: contra los llamados “piqueteros”, la policía, los empresarios, los sindicalistas, el periodismo. En los márgenes de la sociedad, en el espacio de la pobreza, de los trabajadores informales y sin derechos, de familias carenciadas, cunden las expresiones de la estigmatización y la discriminación. 


¿Qué decir sobre el odio y los pobres? En principio, en la experiencia en barrios populares, en villas y en asentamientos se hace difícil aplicar un esquema que reduzca el odio a la lucha de clases. Puede haber situaciones de pobreza y marginación social en las que el odio hacia un colectivo específico se desata con más violencia y menos controles. Pero es obvio que hay odio y discriminación entre pobres. Y las violencias basadas en el estereotipo contra determinados grupos (inmigrantes de piel oscura, trans, trabajadoras sexuales) son bastante frecuente. Negar esos problemas y convertir a los pobres en un puro objeto del discurso de odio, no sólo equivoca el diagnóstico sino que al reducir esas violencias a la lucha de ricos contra pobres termina reafirmando otros estereotipos. 


Y desvía las preguntas por las responsabilidades. Si se trata de actuar contra el odio que incita las violencias afincadas en los sectores populares (social, policial, de género, etc.), el énfasis en el “discurso” puede servir para disimular el papel de las dirigencias políticas y las agencias estatales en la producción y consolidación de la desigualdad y la negación de derechos, en las carencias materiales y simbólicas, en la explotación, la corrupción y la manipulación política, que son las condiciones materiales de la exclusión y la discriminación.

 

Finalmente, los usos políticos de odio, tal como lo señalaba Freud, se  plasman en la construcción del enemigo como sustento de la unidad y la pertenencia a un partido o facción. Podría considerarse como una forma moderna de rasgos señalados en el tribalismo. Son recursos habituales de la retórica y la propaganda que arrasan con las complejidades y los matices. Algo de eso quedó expuesto en la jornada organizada por la agrupación oficialista Agenda Argentina, en la mesa sobre “El odio en la Argentina”. 


El foco puesto en el peronismo como objeto de sentimientos y discursos de odio obviamente insiste en los tópicos fijados de la propia historia, que es parte de su identidad: los opositores que celebraban la enfermedad de Evita o los bombardeos a Plaza de Mayo, o quienes acuñaron la expresión “cabecita negra”. La crónica de las violencias verbales y los odios sufridos por el peronismo es conocida. El problema es que una memoria fijada en los agravios padecidos suele ser incapaz de evocar y hacerse cargo de las violencias ejercidas. Una mirada histórica es otra cosa. 


Hubo discriminación y odios ejercidos por el primer peronismo (el fascismo de los coroneles, el macartismo, las huelgas aplastadas, la masacre de los Pilagá, la prisión contra los opositores…) y más recientemente, contra comunidades aborígenes en Formosa o Chaco, o en el accionar policial en zonas populares del Gran Buenos Aires gobernadas mayormente por el peronismo en los últimos 35 años. Y por supuesto, hubo odio, y no sólo discurso sino crímenes, en las acciones de la guerrilla peronista, celebrada por una funcionaria del INADI en la Jornada.

 

Dos conclusiones tentativas. Primero, no veo la ventaja de ampliar la categoría del “discurso de odio” a los prejuicios y estereotipos que han acompañado las luchas políticas y sociales, menos en un escenario polarizado como el actual. Esa calificación puede caber cuando está en el origen de un delito contra un grupo vulnerable y previamente estigmatizado. Incluso conductas particularmente odiosas, como promover públicamente un certamen de escupidas contra retratos de periodistas críticos del gobierno, que llevan a un límite la pelea en el barro político, no configuran, en mi consideración, un discurso de odio. Eso sucedió, como es sabido. 


Más allá de si esa conducta configuraba un delito, en la medida en que no se dirigía a un grupo perseguido o vulnerable, lo importante es advertir que fue la respuesta de los mismos periodistas (que saben y pueden defenderse), de la opinión independiente y de diversas expresiones de la oposición, la que impidió que el episodio se repitiera.

 

Segundo, lo más preocupante son los usos políticos en los que siempre los odiadores (como el Infierno para Sartre) son los otros. Y que ha servido de motivo o justificación para perseguir la disidencia, promover la uniformidad social y el unanimismo político. Seguramente casi nadie en las cúpulas del poder y del Estado argentino esté pensando en una Ley contra el odio como la que se aplica en Venezuela. Pero cuando el odio es esgrimido como motivo de intervención desde el Estado se justifica la sospecha y la prevención. 


Sobre todo cuando funcionarios y dirigentes se ocupan públicamente de descargar en la oposición o en la prensa toda la responsabilidad por el desorden que denuncian. Si es cierto que hay  expresiones de fanatismo, provocaciones y palabras cargadas de odio en movilizaciones de la sociedad, en los medios y las redes sociales, algo es seguro, los usos políticos del odio son siempre peores y más peligrosos cuando provienen del Estado. No estamos bien en materia de convivencia y civilidad democrática, pero las intervenciones desde el poder siempre pueden llevarnos a estar peor.






martes, 15 de diciembre de 2020

Empujando la vacuna… @dealgunamanera...

 Empujando la vacuna… 


Es posible que los lectores ya estén familiarizados con los nudges, esos leves empujoncitos inducidos por las autoridades para contribuir a tomar mejores decisiones a nivel personal, y también social. Si bien su origen tiene que ver con la subdisciplina llamada Economía de la Conducta, muchos de esos nudges escapan a las cuestiones puramente económicas. Hoy en día, cualquier buena idea puede terminar siendo una contribución para que nuestras elecciones sean más beneficiosas para el conjunto.


© Escrito por Pablo Mira, Docente e investigador de la UBA el martes 15/12/2020 y publicado por el Periódico El Economista de la Ciudad Autónoma de los Buenos Aires, República de los Argentinos.
 

La pandemia ha producido una catarata de recomendaciones y de nudges, y varios de ellos ayudaron a sostener algunos cambios de hábitos necesarios para cuidarnos. Pero hoy la atención giró hacia la noticia estelar, que es la llegada de las vacunas, y aquí también hay recomendaciones para dar. Como sucede con todo lo que se espera ansiosamente, su llegada provoca reacciones sociales intrincadas. Para anticiparse a ellas, el premio Nobel de Economía y creador de los nudges, Richard Thaler, escribió recientemente una columna en The New York Times donde propone una serie de sugerencias para que la transición del proceso de vacunación sea el más eficiente posible.

 

El primer problema es quién se vacuna primero. Todos entendemos que hay grupos de riesgo que son prioridad, pero después de ellos, ¿a quién le toca? Un fan de la teoría económica tradicional bien podría insinuar que sea el mercado el que decida. Si hay faltantes, que suba el precio. Pero dado que las preferencias por vacunarse son infinitas (o algo así), esto provocaría el efecto poco simpático de que el precio aumentara demasiado en lo inmediato, y que fueran los ricos los primeros en inmunizarse.

 

El Estado, con criterio, evitará mercantilizar la vacuna y la repartirá centralizadamente. Pero para ser realistas, el “mercado” puede eludir fácilmente los controles, y es muy probable que los ricos se vacunen muy rápidamente de todos modos, gracias al poder de su dinero. Cuando el Titanic se hunde, ya sabemos quiénes tienen asegurados los salvavidas.

 

Dada esta realidad inevitable, Thaler propone que se lleve a cabo una subasta pública de vacunas a precios lo más altos posibles, y usar luego lo recaudado para solventar, por ejemplo, una mejor logística de inoculación. Los ricos se llevarán la mejor parte, como siempre, pero al menos el dinero obtenido servirá para mejorar en parte la situación del resto.

 

Más aún, Thaler sugiere que los participantes sean celebridades. El objetivo principal es que los famosos induzcan a más gente a vacunarse, pero además podría ser posible que al pagar grandes sumas por la vacuna estas personas (o instituciones) mejoren su imagen pública, de la misma manera que, durante los períodos de guerra, sus donaciones producen sentimientos positivos en la sociedad.

 

El otro gran desafío es el opuesto: lograr que se vacune la gente que no se quiere vacunar. Sabemos que hay grupos que se resisten, sea porque la vacuna se produjo en el país X, porque le da impresión, o porque cree que le inyectarán un virus que les volverá un ser razonable que en el futuro se quiera volver a vacunar. Si bien los casos más extremos no podrán resolverse fácilmente, hay que asegurarse que nadie deje de vacunarse por la dificultad de hacerlo, apelando a un buen diseño logístico y la disposición de turnos bien organizados, para evitar largas colas.

 

Para los que tienen dudas, Thaler propone emitir un certificado electrónico de difícil falsificación que opere como una suerte de “pasaporte” para que los vacunados tengan ciertos privilegios al asistir a lugares donde se junta gente, como los cines, los restaurantes o las canchas de fútbol.

 

Los nudges son ideas ingeniosas, pero el diablo está en los detalles y su implementación exige cualidades técnicas, políticas y sociales no menores. Lamentablemente, en los países menos desarrollados muchas de estas recomendaciones inteligentes se topan con las dificultades naturales de no disponer de recursos apropiados en un sentido amplio.

 

La dificultad de coordinar diversos factores de dudosa efectividad suele provocar que, finalmente, las autoridades terminen por elegir las opciones más directas y seguras, y es entendible que esto suceda. Pero algún día deberíamos intentar romper este círculo vicioso y llevar adelante algunas pruebas pequeñas de nudges, al menos para determinar si funcionan o no.