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sábado, 19 de diciembre de 2020

¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?... @dealgunanameraok

 ¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?


El odio constituye un fenómeno social y político insoslayable en el debate público contemporáneo. Los llamados «discursos de odio» deben ser analizados y discutidos. Al mismo tiempo, debe prestarse especial atención a los usos que desde la política (y particularmente desde la política estatal) se ejercen sobre la idea de «odio» y sobre los discursos ligados a éste.

© Escrito por el Profesor de la UBA e investigador de CONICET, Hugo Vezzetti, el viernes 04/12/2020 y publicado por el Diario Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

 


El problema del odio ha adquirido una nueva relevancia pública con la jornada “¿Qué hacemos con los discursos de odio?”, organizada por el colectivo Agenda Argentina con la participación de varios funcionarios y un cierre a cargo del Jefe de gabinete, Santiago Cafiero.

 

Se trata de una iniciativa que se integra, en cierto modo, a la maquinaria de propaganda oficial. Y sin embargo, en la medida en que se enlaza con una temática más amplia, la lucha contra la discriminación y la negación de derechos, vale la pena indagar y pensar la figura del odio y, sobre todo, sus usos.

 

Cabe precisar mejor el problema. Ante todo, el odio no ha formado parte de las pasiones políticas clásicas, el miedo o la esperanza. En esa tradición, el odio deriva del miedo y ha sido menos reconocido entre los afectos que tiñen la vida pública. En la historia contemporánea, el “odio” en la política y en las sociedades emerge como problema asociado al papel de los prejuicios en la era de los fascismos. El marco de referencia explícito era la guerra y, sobre todo, el genocidio judío. Hacia 1950 se publicaban los estudios sobre el prejuicio de Gordon Allport y la serie de investigaciones sobre las bases psicosociales del autoritarismo: La personalidad autoritaria, una obra colectiva coordinada, entre otros, por Theodor Adorno.

 

Era una mixtura del pensamiento de la Escuela de Frankfurt con los recursos de la psicología social empírica. El libro tuvo un gran impacto inmediato aunque no efectos duraderos. La investigación académica buscaba reunirse con un compromiso político y ético en favor de la prevención de las guerras y las masacres colectivas. Por supuesto formaba parte de la agenda de la pax americana y se asociaba con la creación de la ONU y el objetivo global de la paz mundial. Lo importante es que entre las condiciones de la guerra destacaba el papel de las conductas o las creencias que llevaban a la discriminación y la violencia contra comunidades o grupos: la paz debía ser también una construcción subjetiva. Por ejemplo, en el documento de fundación de la UNESCO se postula la tesis de que las guerras comienzan en la mente de las personas.

 

Caben dos observaciones. Primero, el prejuicio y sus efectos, el odio entre ellos, no eran simplemente proyectados sobre las sociedades que habían sostenido las experiencias fascistas, sobre todo Alemania. Se buscaba indagar las bases psicosociales de una “personalidad autoritaria” o “fascista” en la propia sociedad norteamericana. Segundo, alrededor del autoritarismo como una formación de actitudes y creencias se construía un repertorio de problemas para la investigación: el papel del etnocentrismo en los prejuicios, las identidades religiosas y políticas, los estereotipos de género (la masculinidad, por ejemplo), las visiones de la familia, la infancia y la adolescencia, etc. Basta hojear el índice de libro compilado por Adorno para ver hasta dónde se extendía la categoría del prejuicio y el autoritarismo para indagar e intervenir sobre los problemas de la sociedad. Por supuesto, era un tiempo anterior a las luchas por los derechos civiles en los EEUU: el antisemitismo era más importante que el racismo y la discriminación de las minorías negras o latinas.

 

En fin, no pretendo retomar esas ideas. Sólo quiero señalar el marco de justificación necesario para situar una preocupación política y ética por el papel de las creencias y las pasiones en la vida social; en la medida en que se admita que la democracia no es sólo un régimen sino una forma de sociedad que requiere ciertos componentes subjetivos y morales.

 

¿Cuál es el problema, hoy, con el odio, que pueda ser equivalente a lo que era la amenaza de la guerra y los genocidios hacia 1950? Es la primera pregunta, que por supuesto debe aplicarse a las condiciones particulares de la política y la sociedad argentinas. Y francamente permanece sin respuestas para mí.

 

Comencemos por lo obvio. El afecto del odio (como el amor) es parte inherente a la vida humana y social. Y es un componente irreductible de los conflictos sociales y políticos. El propósito de edificar una comunidad sin odios no es nuevo y ha alimentado las visiones religiosas y las fantasías de la política. Freud (ese gran aguafiestas de las ilusiones colectivas), señalaba, a propósito del programa comunista, que la reducción de las pulsiones agresivas (del odio, si se quiere) en una soñada sociedad sin clases seguramente requeriría de la creación de enemigos externos y la proyección de la agresión fuera de la propia comunidad. En efecto, como se verá, el programa de eliminar el odio en la política se ha correspondido en general con propósitos más o menos totalitarios de uniformidad social y proyección del odio fuera del propio grupo.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio

 

Creo entender que con “discursos de odio” se hace referencia a una acción concertada, sistemática, una incitación pública a ejercer la violencia contra un grupo o una minoría. En ese caso, cobra sentido en el marco de una cultura de los derechos humanos y tiene como antecedentes los crímenes colectivos y los genocidios modernos. Es más claro cuando es un discurso asociado con lo que se llama “crímenes de odio”, en los que intervienen de modo evidente prejuicios raciales, étnicos, de nacionalidad u orientación sexual. 


En la ciudad de Buenos Aires existe un  Observatorio nacional de crímenes de odio LGBT con informes anuales sobre diversas violencias, incluso institucionales, de fuerzas de seguridad y del propio sistema judicial, contra lesbianas, gay, bisexuales y trans.

 

Más en general, da cuenta de una forma extrema de discriminación que promueve o incita a la violencia, el hostigamiento y la denegación de derechos contra determinados grupos: judíos, negros, inmigrantes africanos, etc. Se trata de colectivos especificados, vulnerables, con una historia de violencias sufridas, que han sido objeto de discriminación. Por otra parte, los propios colectivos han contribuido a hacer visibles esos agravios a partir de su propia organización y de sus luchas. Lo que me interesa destacar es que el discurso del odio se convierte en un problema de acción pública cuando es un componente de prácticas de discriminación y violencia, en la sociedad pero también en el Estado y las instituciones. Por otra parte, la denuncia y la sanción de los crímenes de odio está contemplada en declaraciones, pactos y estatutos del sistema internacional de derechos humanos.

 

No se trataría, entonces, de desterrar el odio de la sociedad y de la política (una empresa imposible), sino de prevenir y eventualmente castigar conductas de discriminación, de exclusión, de negación de derechos, que cambian según los países y las circunstancias: el “Black lives matter” es una denuncia del racismo y sus componentes de odio y violencia con un sentido particular en los EEUU en la medida en que retoma violencias y luchas de muchas décadas. De modo que para hablar de discursos de odio hay que considerar creencias y conductas que dependen de los prejuicios y los patrones de discriminación implantados en cada sociedad. Lo que no cambia es el estereotipo y la discriminación sistemática.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio y que, en el límite, busca la eliminación del grupo o el colectivo estigmatizado. Hay dos rasgos que destacar. Primero, que el propósito que promueve la acción, que en el límite es un delito, es más o menos explícito; y, segundo, que se promueve contra colectivos históricamente discriminados, estigmatizados y vulnerables. Se busca lesionar a un colectivo, así sea imaginario, a través de la violencia contra una persona determinada.

 

Los usos políticos del Odio

 


Lo anterior sirve de preámbulo para una discusión seria sobre la aplicación del “discurso de odio” a los conflictos sociales y las identidades políticas. Una extensión generalizada que proyecta el odio sobre todos aquellos a quienes un grupo rechaza sirve ante todo para cohesionar al propio grupo. O puede servir como un motivo para el control social y la represión de la disidencia.

 

Ese uso político puede alcanzar límites criminales cuando se implanta desde un Estado sin controles ciudadanos. La “Ley contra el odio”, fue sancionada por unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (un órgano que no está facultado para sancionar leyes) en 2017. Castiga los “mensajes de odio” con sentencias de hasta 20 años de cárcel. Fue aplicada a disidentes, a ciudadanos que participaban de protestas, a otros que difundieron caricaturas de Nicolás Maduro.

 

La ley fue denunciada por Comisión Interamericana de los Derechos Humanos porque viola declaraciones y pactos internacionales. Salta a la vista la paradoja: la figura del “odio” y de los crímenes de odio que nacieron como un modo de amparar violaciones a los derechos humanos, sancionados por el sistema internacional, termina siendo usada para violar esos mismos derechos fundamentales. Por supuesto, las dictaduras totalitarias, en el pasado y en el presente, no han necesitado recurrir al odio para imponer leyes que cumplen el mismo propósito y reprimen conductas como la traición a la patria, las actividades contrarrevolucionarias, la propaganda contra el Estado o la conducta antisocial.

 

Hay que distinguir lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política.

 

De modo que, una discusión de los usos políticos de los “discursos de odio”, abordada desde la defensa de los derechos y las libertades, ante todo debe preguntarse contra quiénes se dirigen las denuncias y a que grupo o facción sirven. Una pregunta que se hace todavía más acuciante si las iniciativas contra el odio nacen del Estado, o de un colectivo oficialista como Agenda Argentina. No hace falta decirlo, las iniciativas políticas desde el Estado antes que a la virtud apuntan a legitimar y consolidar el poder, sobre todo en una coyuntura de dificultades y movilizaciones opositoras.

 

Si se apunta al odio en la sociedad, entonces, hay que distinguir claramente lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política. Es claro que en un espacio político en el que los conflictos se traducen en confrontaciones de trinchera hay expresiones de odio: a favor o en contra del gobierno, de las movilizaciones sindicales, estudiantiles o de movimientos sociales. 


En una sociedad polarizada, hay odios de derecha y de izquierda, peronistas y antiperonistas, por y contra la legalización del aborto. Pero no hay evidencias de que esos rasgos alcancen para denunciar a mayorías o grupos significativos como agentes concertados. Es lo que Roberto Gargarella expone y justifica en su crítica a un artículo de José Natanson.

 

Fuera de los casos bien definidos, ante todo por los propios grupos que han sido víctimas de la discriminación, salta la vista el carácter instrumental de los usos políticos de la agenda del odio. En las denuncias conocidas el repertorio de las víctimas del odio se extiende e incluye a los adolescentes, las vacunas y el uso del barbijo, las trabajadoras sexuales, piquetera/os, pueblos originarios, etc. Lo menos que puede decirse es que una yuxtaposición sin conceptos impide cualquier estudio serio de los problemas. Es obvio que hay rechazo y eventualmente desprecio u odio en las relaciones conflictivas entre grupos sociales, religiosos, etarios, ideológicos. 


Hay prejuicios y estereotipos en los conflictos de la vida social. Lo novedoso es pensar que se pueden aplastar las diferencias en las condiciones y en los procesos que sustentan esos prejuicios bajo la categoría onmiabarcativa del odio. El riesgo está a la vista: la banalización, los clichés y la reiteración invertida de los mismos estereotipos.

 

Además de instrumental, la apelación al odio suele ser recíproca. En las reyertas políticas o amorosas es habitual que el odiador y el odiado intercambien papeles. Veamos el caso de los adolescentes y los jóvenes: es cierto que hay prejuicios que pueden llevar a la discriminación contra ellos, tanto como que las agresiones y la intolerancia (el bullying, por ejemplo) son bastante frecuentes entre adolescentes. No hay ningún fundamento serio para convertirlos en un colectivo vulnerable e históricamente discriminado.



Sin dudas, hay discursos públicos agresivos, llenos de prejuicios y estereotipos en la sociedad: contra los llamados “piqueteros”, la policía, los empresarios, los sindicalistas, el periodismo. En los márgenes de la sociedad, en el espacio de la pobreza, de los trabajadores informales y sin derechos, de familias carenciadas, cunden las expresiones de la estigmatización y la discriminación. 


¿Qué decir sobre el odio y los pobres? En principio, en la experiencia en barrios populares, en villas y en asentamientos se hace difícil aplicar un esquema que reduzca el odio a la lucha de clases. Puede haber situaciones de pobreza y marginación social en las que el odio hacia un colectivo específico se desata con más violencia y menos controles. Pero es obvio que hay odio y discriminación entre pobres. Y las violencias basadas en el estereotipo contra determinados grupos (inmigrantes de piel oscura, trans, trabajadoras sexuales) son bastante frecuente. Negar esos problemas y convertir a los pobres en un puro objeto del discurso de odio, no sólo equivoca el diagnóstico sino que al reducir esas violencias a la lucha de ricos contra pobres termina reafirmando otros estereotipos. 


Y desvía las preguntas por las responsabilidades. Si se trata de actuar contra el odio que incita las violencias afincadas en los sectores populares (social, policial, de género, etc.), el énfasis en el “discurso” puede servir para disimular el papel de las dirigencias políticas y las agencias estatales en la producción y consolidación de la desigualdad y la negación de derechos, en las carencias materiales y simbólicas, en la explotación, la corrupción y la manipulación política, que son las condiciones materiales de la exclusión y la discriminación.

 

Finalmente, los usos políticos de odio, tal como lo señalaba Freud, se  plasman en la construcción del enemigo como sustento de la unidad y la pertenencia a un partido o facción. Podría considerarse como una forma moderna de rasgos señalados en el tribalismo. Son recursos habituales de la retórica y la propaganda que arrasan con las complejidades y los matices. Algo de eso quedó expuesto en la jornada organizada por la agrupación oficialista Agenda Argentina, en la mesa sobre “El odio en la Argentina”. 


El foco puesto en el peronismo como objeto de sentimientos y discursos de odio obviamente insiste en los tópicos fijados de la propia historia, que es parte de su identidad: los opositores que celebraban la enfermedad de Evita o los bombardeos a Plaza de Mayo, o quienes acuñaron la expresión “cabecita negra”. La crónica de las violencias verbales y los odios sufridos por el peronismo es conocida. El problema es que una memoria fijada en los agravios padecidos suele ser incapaz de evocar y hacerse cargo de las violencias ejercidas. Una mirada histórica es otra cosa. 


Hubo discriminación y odios ejercidos por el primer peronismo (el fascismo de los coroneles, el macartismo, las huelgas aplastadas, la masacre de los Pilagá, la prisión contra los opositores…) y más recientemente, contra comunidades aborígenes en Formosa o Chaco, o en el accionar policial en zonas populares del Gran Buenos Aires gobernadas mayormente por el peronismo en los últimos 35 años. Y por supuesto, hubo odio, y no sólo discurso sino crímenes, en las acciones de la guerrilla peronista, celebrada por una funcionaria del INADI en la Jornada.

 

Dos conclusiones tentativas. Primero, no veo la ventaja de ampliar la categoría del “discurso de odio” a los prejuicios y estereotipos que han acompañado las luchas políticas y sociales, menos en un escenario polarizado como el actual. Esa calificación puede caber cuando está en el origen de un delito contra un grupo vulnerable y previamente estigmatizado. Incluso conductas particularmente odiosas, como promover públicamente un certamen de escupidas contra retratos de periodistas críticos del gobierno, que llevan a un límite la pelea en el barro político, no configuran, en mi consideración, un discurso de odio. Eso sucedió, como es sabido. 


Más allá de si esa conducta configuraba un delito, en la medida en que no se dirigía a un grupo perseguido o vulnerable, lo importante es advertir que fue la respuesta de los mismos periodistas (que saben y pueden defenderse), de la opinión independiente y de diversas expresiones de la oposición, la que impidió que el episodio se repitiera.

 

Segundo, lo más preocupante son los usos políticos en los que siempre los odiadores (como el Infierno para Sartre) son los otros. Y que ha servido de motivo o justificación para perseguir la disidencia, promover la uniformidad social y el unanimismo político. Seguramente casi nadie en las cúpulas del poder y del Estado argentino esté pensando en una Ley contra el odio como la que se aplica en Venezuela. Pero cuando el odio es esgrimido como motivo de intervención desde el Estado se justifica la sospecha y la prevención. 


Sobre todo cuando funcionarios y dirigentes se ocupan públicamente de descargar en la oposición o en la prensa toda la responsabilidad por el desorden que denuncian. Si es cierto que hay  expresiones de fanatismo, provocaciones y palabras cargadas de odio en movilizaciones de la sociedad, en los medios y las redes sociales, algo es seguro, los usos políticos del odio son siempre peores y más peligrosos cuando provienen del Estado. No estamos bien en materia de convivencia y civilidad democrática, pero las intervenciones desde el poder siempre pueden llevarnos a estar peor.






domingo, 2 de octubre de 2016

Historia del Partido Socialista… @dealgunamanera...

Historia del Partido Socialista…


El 28 y 29 de junio de 1896, un grupo de delegados de agrupaciones socialistas y gremiales encabezados por el “maestro” Juan B. Justo, se reunieron en el local de la agrupación alemana “Vorwarts” en lo que fue el Congreso Constituyente del Partido Socialista, que coronaba el proceso organizativo del socialismo argentino cuyo origen se remonta a los primeros años de la década de 1890.


En aquellas históricas jornadas se aprobaron la Declaración de Principios, el Estatuto y el Programa Mínimo de la nueva agrupación de los trabajadores, que funda en nuestro país la acción política independiente de la clase obrera, constituyéndose en el hito fundamental de la historia del proletariado argentino.

En el primer programa partidario ya se planteaban reivindicaciones que tardaron décadas en corporizarse en leyes:

  1. Jornada laboral de 8 horas para adultos, de 6 para jóvenes entre 14 y 18 años, y prohibición del trabajo industrial a menores de 14 años, además del descanso obligatorio de 36 horas continuas por semana.
  2. A igualdad de trabajo igual remuneración entre los sexos.
  3. Reglamentación higiénica del trabajo industrial, con limitación del trabajo nocturno a los casos indispensables, y prohibición del trabajo de las mujeres donde se haga peligrar su maternidad o ataque a la moralidad
  4. Responsabilidad de las patronales en los accidentes de trabajo y la creación del fuero laboral.
  5. Abolición del impuesto al consumo e instauración del impuesto progresivo sobre la renta.
  6. Instrucción laica y obligatoria para todos los niños hasta 14 años, con cargo al Estado de la manutención de los mismos, cuando fuere necesario.
  7. Voto secreto y universal para todas las elecciones.
  8. Autonomía Municipal.
  9. Jurados elegidos por el pueblo para toda clase de delitos.
  10. Separación de la iglesia del estado.
  11. Supresión del ejército permanente.
  12. Abolición de la pena de muerte, y revocabilidad de los representantes electos, en caso de no cumplir el mandato de sus electores. 
El Partido Socialista, que encontraría su centro ideológico y político en la figura de Juan B. Justo, encarnó -en palabras de José Aricó- el “proyecto más coherente de nacionalización de las masas, de incorporación de los trabajadores a la vida nacional y de construcción de una democracia social avanzada”. El socialismo intentaba así encarnar la modernización democrática y la transformación social, en un proyecto de sociedad en que ambos valores se entrelazaran en caminos simultáneos.

Nacía así la primera organización política moderna de la República Argentina, decidida a representar a la nueva clase que emergía de las entrañas del sistema capitalista, a preparar su emancipación del yugo explotador y a fundar un nuevo orden económico y social.

La fundación del Partido Socialista no sólo significó el surgimiento de la primera organización política del proletariado, sino también el punto de arranque del proceso de formación de los modernos partidos políticos en Argentina. El Partido Socialista es así el primer partido moderno de la Argentina, antítesis de la “política criolla”, y que tuvo además -como señala Juan Carlos Portantiero- el mérito de haber colocado en el horizonte ideológico de la política argentina el tema de la justicia social.

El predominio socialista era el resultado de la maduración de las condiciones de la explotación capitalista en la Argentina. La década de 1890 había entregado a la historia argentina un nuevo esquema de clases, con el que emergía el nuevo sustrato social con base en el cual la transformación de la sociedad se tornaba un objetivo posible.

Demostrando su aguda percepción de las nuevas características que adoptaba la sociedad argentina, Justo escribía en el primer editorial de La Vanguardia en abril de 1894: “Este país se transforma (…), junto con esas grandes creaciones del capital, que se ha enseñoreado del país, se han producido en la sociedad argentina los caracteres de toda sociedad capitalista”.

Los socialistas imprimirán desde entonces una impronta decisiva sobre la clase obrera, sobre la política y la sociedad argentina, a través de una vasta actividad política, cooperativa, sindical y cultural, que quedará plasmada en la saga fundacional que emprenderá Justo desde finales del siglo XIX: el periódico La Vanguardia, en 1894; la Sociedad Obrera de Socorros Mutuos, en 1898; la Sociedad Luz, en 1899, para culminar en 1905 con la Cooperativa El Hogar Obrero.

En una recordada conferencia de 1902 Justo nos dará una definición del socialismo que guiará a varias generaciones: “El socialismo es la lucha en defensa y para la elevación del pueblo trabajador, que, guiado por la ciencia, tiende a realizar una libre e inteligente sociedad humana, basada sobre la propiedad colectiva de los medios de producción”.

Cuando recién alumbraba la primera década del siglo, y las luchas obreras crecían acompañadas por la represión brutal del régimen oligárquico, el Partido Socialista logrará en 1904 su primer triunfo electoral en la persona de Alfredo Palacios, el primer legislador socialista de América, que sintetiza el esfuerzo creador de los parlamentarios socialistas, quienes mediante iniciativas y proyectos alumbraron el Nuevo Derecho en la República Argentina. La aprobación de leyes como del descanso dominical, y la protección del trabajo de mujeres y niños darían nacimiento y andamiaje jurídico al Nuevo Derecho que surgía en la República Argentina.

La lucha por los derechos políticos llevó a que en 1912 se sancionara la ley Sáenz Peña, que impuso el voto universal, secreto y obligatorio, poniendo fin a décadas de fraude. A partir de entonces el Parlamento argentino será testigo de la presencia de destacados socialistas, gigantes del pensamiento y de la acción.

En 1912, en las primeras elecciones en Capital Federal, bajo la ley Saénz Peña, fueron electos Diputados Nacionales Juan B. Justo, Alfredo L. Palacios, obteniendo en promedio más de 25.000 votos, aproximadamente el 20%.

En 1913 ingresaron a la Cámara de Diputados dos socialistas más: Nicolás Repetto y Mario Bravo, elegidos por un año para completar sendos períodos que habían quedado truncos. El Partido Socialista obtenía, además, por primera vez, una banca en el Senado de la Nación, que habría de ocupar Enrique del Valle Iberlucea.

El 22 de Marzo de 1914 el Partido Socialista logró un histórico triunfo en la capital de la República. Fueron elegidos diputados: Repetto, Bravo, De Tomasi, F. Cúneo, Angel M. Giménez, Zaccagnini, y E. Dickmann. Los diputados socialistas eran nueve; luego se redujeron a seis en los años 1918-1919. Empezaba a dar sus frutos también la experiencia del ejercicio del poder a nivel municipal, que el Partido Socialista había iniciado en 1914 en el Chaco, donde es electo con el 49% de los votos, Juan Govi, primer concejal socialista de esa provincia. Luego, el 14 de noviembre de 1915, el Partido obtuvo el 66% de los votos, ingresando todos los candidatos socialistas: Jesús Alonso, Carlos Diez, Juan Govi y Alfredo Guerrero. A Govi le correspondió la presidencia y a Guerrero la vice del Concejo. Esta experiencia se amplía al territorio bonaerense, a principios de los años veinte.

A partir de 1920, año en que el socialismo contaba con diez bancas, la representación socialista aumenta constantemente, llegando a contar con 19 diputados en los años 1928-1929. Con la escisión del “socialismo independiente” se reduce considerablemente su presencia en el Parlamento, y para 1930 Repetto era el único representante socialista.

Por esos años, las mujeres socialistas encabezadas por Alicia Moreau llevaron adelante la lucha por los derechos civiles y políticos de las mujeres en nuestro país. El 4 de Agosto de 1903, se integra la primera mujer al Comité Ejecutivo Nacional del Partido: María Cupayolo; y el 4 de Julio de 1904, la segunda: Gabriela Laperrieri de Coni.

Al promediar la década del ’30, el Partido Socialista ganó un considerable número de bancas en el Congreso Nacional, alcanzando en 1932 la máxima representación parlamentaria de su historia: 43 diputados y dos senadores. El número se redujo a 42 en 1935, y 25 en 1937.

Recuperando en el parlamento el papel que las escisiones les habían quitado, entre 1932 y 1943, tiene lugar el segundo gran impulso legislativo dado por el Partido Socialista en materia social. El Partido realiza una importante actividad “fiscalizadora”, donde la oposición al régimen se torna más frontal, en particular con la denuncia del fraude, del cercenamiento de las libertades públicas y la investigación de los escándalos de corrupción. Sufre además de manera directa las consecuencias criminales de la década infame, empezando por el asesinato del diputado provincial cordobés José Guevara, perpetrado por matones fascistas en 1933.

Los socialistas lograron además en esos años su mayor influencia en el movimiento sindical. Luego de haber participado en la creación de la CGT en 1930, cinco años después logran el control de la misma al desplazar al sector sindicalista.

La crisis de los años ’30 produce una apertura en las filas partidarias, que se enriquecen con el ingreso de jóvenes formados por experiencias políticas o culturales como la Reforma Universitaria. Se incorporan al Partido Socialista, Carlos Sánchez Viamonte, Deodoro Roca, los hermanos Orgaz, Julio V. González, Alejandro Korn, Ernesto Giudici, entre otros. Además, se produce el reingreso al partido de Alfredo Palacios -quien había renunciado en 1915-, que rápidamente se convierte en senador nacional.

A mediados de la década del ’40, el fenómeno peronista lograría capturar la realidad económica y social que emergía de la nueva industrialización, dejando progresivamente al socialismo al margen de las grandes convocatorias de masas y planteando además discrepancias en el interior del partido respecto a las tácticas que debían emplearse frente a los acontecimientos políticos nacionales.

En 1958 luego de un conflictivo Congreso partidario realizado en la ciudad de Rosario, el Partido Socialista se fractura, dando lugar a dos agrupaciones a las que la justicia electoral obligó a identificarse a través del agregado de un aditamento al nombre partidario.

Nacieron entonces el Partido Socialista Argentino (Alfredo Palacios, Alicia Moreau de Justo, José Luis Romero, entre otros) y el Partido Socialista Democrático (Nicolás Repetto, Juan A. Solari, entre otros).

Mientras el Partido Socialista Democrático se caracterizará por su relativa estabilidad organizacional, el Partido Socialista Argentino se caracterizó desde el comienzo por una cierta heterogeneidad interna que no tardaría en estallar. Su grupo más juvenil, influenciado por la experiencia de la Revolución Cubana, será el sostén de la candidatura a Senador de Alfredo Palacios, quien se impone en las elecciones de 1961. Poco después se produce la expulsión de un grupo que constituyó el Partido Socialista de Vanguardia, que se fraccionó posteriormente en Partido de Vanguardia Popular (autodisuelto en 1972 para ingresar al justicialismo) y Partido de Vanguardia Comunista. Otra escisión tendrá lugar en 1966, cuando un grupo expulsado de la agrupación confluyó junto a grupos trotzkistas en el Partido Socialista de los Trabajadores.

En 1972, una fracción del Partido Socialista Argentino, junto al Movimiento de Acción Popular -MAPA- de Guillermo Estévez Boero y Ernesto Jaimovich, el Grupo Evolución, y Militancia Popular, crearon el Partido Socialista Popular (PSP). El golpe militar de 1976 encontrará al PSP dividido en dos secretarias: el PSP Secretaria García Costa y el PSP Secretaria Estévez Boero. En las internas partidarias de 1982, Estévez Boero vence a García Costa, convirtiéndose en el secretario general de la agrupación. De esta forma, el grupo proveniente del movimiento universitario consolidaba su predominio partidario. En 1989 el PSP comienza una larga y fructífera trayectoria al frente del gobierno municipal de Rosario -la segunda ciudad del país-, y en septiembre de 1992, en Berlín, se incorpora como miembro pleno de la Internacional Socialista, que había sido fundada en Frankfurt en 1951.

En mayo de 1975, se constituyó en una reunión realizada en Avellaneda la Confederación Socialista Argentina -liderada por Alicia M. de Justo-, con la clara intención de superar las divisiones. En 1981 se constituye la “Mesa de Unidad Socialista” que logra alinear a la Confederación Socialista Argentina, al PSP y el Partido Socialista del Chaco, ratificando como raíz histórica y doctrinaria la Declaración de Principios de 1896 que fuera redactada por Juan B. Justo. Desde 1983 estos sectores confluyen electoralmente, y en 1985 se suma el Partido Socialista Democrático, constituyéndose la Unidad Socialista.

En 1987, de la mano de Guillermo Estévez Boero, el socialismo retornaba tras veinticinco años de ausencia al Congreso de la Nación. Pocos años después se le sumaría Alfredo Bravo, en lo que sería ya el comienzo de una nueva etapa parlamentaria en el seno del socialismo. En el año 2003, el socialismo retornaba además al Senado de la Nación tras 42 años de ausencia: Rubén Giustiniani ocupa por primera vez una banca socialista en el Senado en representación de una provincia del interior del país.

Después de 44 años de divisiones y de rupturas, el Partido Socialista logra en el 2002 su unidad, comenzando a recorrer un camino de crecimiento que la historia juzgará en el futuro.