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sábado, 19 de diciembre de 2020

¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?... @dealgunanameraok

 ¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?


El odio constituye un fenómeno social y político insoslayable en el debate público contemporáneo. Los llamados «discursos de odio» deben ser analizados y discutidos. Al mismo tiempo, debe prestarse especial atención a los usos que desde la política (y particularmente desde la política estatal) se ejercen sobre la idea de «odio» y sobre los discursos ligados a éste.

© Escrito por el Profesor de la UBA e investigador de CONICET, Hugo Vezzetti, el viernes 04/12/2020 y publicado por el Diario Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

 


El problema del odio ha adquirido una nueva relevancia pública con la jornada “¿Qué hacemos con los discursos de odio?”, organizada por el colectivo Agenda Argentina con la participación de varios funcionarios y un cierre a cargo del Jefe de gabinete, Santiago Cafiero.

 

Se trata de una iniciativa que se integra, en cierto modo, a la maquinaria de propaganda oficial. Y sin embargo, en la medida en que se enlaza con una temática más amplia, la lucha contra la discriminación y la negación de derechos, vale la pena indagar y pensar la figura del odio y, sobre todo, sus usos.

 

Cabe precisar mejor el problema. Ante todo, el odio no ha formado parte de las pasiones políticas clásicas, el miedo o la esperanza. En esa tradición, el odio deriva del miedo y ha sido menos reconocido entre los afectos que tiñen la vida pública. En la historia contemporánea, el “odio” en la política y en las sociedades emerge como problema asociado al papel de los prejuicios en la era de los fascismos. El marco de referencia explícito era la guerra y, sobre todo, el genocidio judío. Hacia 1950 se publicaban los estudios sobre el prejuicio de Gordon Allport y la serie de investigaciones sobre las bases psicosociales del autoritarismo: La personalidad autoritaria, una obra colectiva coordinada, entre otros, por Theodor Adorno.

 

Era una mixtura del pensamiento de la Escuela de Frankfurt con los recursos de la psicología social empírica. El libro tuvo un gran impacto inmediato aunque no efectos duraderos. La investigación académica buscaba reunirse con un compromiso político y ético en favor de la prevención de las guerras y las masacres colectivas. Por supuesto formaba parte de la agenda de la pax americana y se asociaba con la creación de la ONU y el objetivo global de la paz mundial. Lo importante es que entre las condiciones de la guerra destacaba el papel de las conductas o las creencias que llevaban a la discriminación y la violencia contra comunidades o grupos: la paz debía ser también una construcción subjetiva. Por ejemplo, en el documento de fundación de la UNESCO se postula la tesis de que las guerras comienzan en la mente de las personas.

 

Caben dos observaciones. Primero, el prejuicio y sus efectos, el odio entre ellos, no eran simplemente proyectados sobre las sociedades que habían sostenido las experiencias fascistas, sobre todo Alemania. Se buscaba indagar las bases psicosociales de una “personalidad autoritaria” o “fascista” en la propia sociedad norteamericana. Segundo, alrededor del autoritarismo como una formación de actitudes y creencias se construía un repertorio de problemas para la investigación: el papel del etnocentrismo en los prejuicios, las identidades religiosas y políticas, los estereotipos de género (la masculinidad, por ejemplo), las visiones de la familia, la infancia y la adolescencia, etc. Basta hojear el índice de libro compilado por Adorno para ver hasta dónde se extendía la categoría del prejuicio y el autoritarismo para indagar e intervenir sobre los problemas de la sociedad. Por supuesto, era un tiempo anterior a las luchas por los derechos civiles en los EEUU: el antisemitismo era más importante que el racismo y la discriminación de las minorías negras o latinas.

 

En fin, no pretendo retomar esas ideas. Sólo quiero señalar el marco de justificación necesario para situar una preocupación política y ética por el papel de las creencias y las pasiones en la vida social; en la medida en que se admita que la democracia no es sólo un régimen sino una forma de sociedad que requiere ciertos componentes subjetivos y morales.

 

¿Cuál es el problema, hoy, con el odio, que pueda ser equivalente a lo que era la amenaza de la guerra y los genocidios hacia 1950? Es la primera pregunta, que por supuesto debe aplicarse a las condiciones particulares de la política y la sociedad argentinas. Y francamente permanece sin respuestas para mí.

 

Comencemos por lo obvio. El afecto del odio (como el amor) es parte inherente a la vida humana y social. Y es un componente irreductible de los conflictos sociales y políticos. El propósito de edificar una comunidad sin odios no es nuevo y ha alimentado las visiones religiosas y las fantasías de la política. Freud (ese gran aguafiestas de las ilusiones colectivas), señalaba, a propósito del programa comunista, que la reducción de las pulsiones agresivas (del odio, si se quiere) en una soñada sociedad sin clases seguramente requeriría de la creación de enemigos externos y la proyección de la agresión fuera de la propia comunidad. En efecto, como se verá, el programa de eliminar el odio en la política se ha correspondido en general con propósitos más o menos totalitarios de uniformidad social y proyección del odio fuera del propio grupo.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio

 

Creo entender que con “discursos de odio” se hace referencia a una acción concertada, sistemática, una incitación pública a ejercer la violencia contra un grupo o una minoría. En ese caso, cobra sentido en el marco de una cultura de los derechos humanos y tiene como antecedentes los crímenes colectivos y los genocidios modernos. Es más claro cuando es un discurso asociado con lo que se llama “crímenes de odio”, en los que intervienen de modo evidente prejuicios raciales, étnicos, de nacionalidad u orientación sexual. 


En la ciudad de Buenos Aires existe un  Observatorio nacional de crímenes de odio LGBT con informes anuales sobre diversas violencias, incluso institucionales, de fuerzas de seguridad y del propio sistema judicial, contra lesbianas, gay, bisexuales y trans.

 

Más en general, da cuenta de una forma extrema de discriminación que promueve o incita a la violencia, el hostigamiento y la denegación de derechos contra determinados grupos: judíos, negros, inmigrantes africanos, etc. Se trata de colectivos especificados, vulnerables, con una historia de violencias sufridas, que han sido objeto de discriminación. Por otra parte, los propios colectivos han contribuido a hacer visibles esos agravios a partir de su propia organización y de sus luchas. Lo que me interesa destacar es que el discurso del odio se convierte en un problema de acción pública cuando es un componente de prácticas de discriminación y violencia, en la sociedad pero también en el Estado y las instituciones. Por otra parte, la denuncia y la sanción de los crímenes de odio está contemplada en declaraciones, pactos y estatutos del sistema internacional de derechos humanos.

 

No se trataría, entonces, de desterrar el odio de la sociedad y de la política (una empresa imposible), sino de prevenir y eventualmente castigar conductas de discriminación, de exclusión, de negación de derechos, que cambian según los países y las circunstancias: el “Black lives matter” es una denuncia del racismo y sus componentes de odio y violencia con un sentido particular en los EEUU en la medida en que retoma violencias y luchas de muchas décadas. De modo que para hablar de discursos de odio hay que considerar creencias y conductas que dependen de los prejuicios y los patrones de discriminación implantados en cada sociedad. Lo que no cambia es el estereotipo y la discriminación sistemática.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio y que, en el límite, busca la eliminación del grupo o el colectivo estigmatizado. Hay dos rasgos que destacar. Primero, que el propósito que promueve la acción, que en el límite es un delito, es más o menos explícito; y, segundo, que se promueve contra colectivos históricamente discriminados, estigmatizados y vulnerables. Se busca lesionar a un colectivo, así sea imaginario, a través de la violencia contra una persona determinada.

 

Los usos políticos del Odio

 


Lo anterior sirve de preámbulo para una discusión seria sobre la aplicación del “discurso de odio” a los conflictos sociales y las identidades políticas. Una extensión generalizada que proyecta el odio sobre todos aquellos a quienes un grupo rechaza sirve ante todo para cohesionar al propio grupo. O puede servir como un motivo para el control social y la represión de la disidencia.

 

Ese uso político puede alcanzar límites criminales cuando se implanta desde un Estado sin controles ciudadanos. La “Ley contra el odio”, fue sancionada por unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (un órgano que no está facultado para sancionar leyes) en 2017. Castiga los “mensajes de odio” con sentencias de hasta 20 años de cárcel. Fue aplicada a disidentes, a ciudadanos que participaban de protestas, a otros que difundieron caricaturas de Nicolás Maduro.

 

La ley fue denunciada por Comisión Interamericana de los Derechos Humanos porque viola declaraciones y pactos internacionales. Salta a la vista la paradoja: la figura del “odio” y de los crímenes de odio que nacieron como un modo de amparar violaciones a los derechos humanos, sancionados por el sistema internacional, termina siendo usada para violar esos mismos derechos fundamentales. Por supuesto, las dictaduras totalitarias, en el pasado y en el presente, no han necesitado recurrir al odio para imponer leyes que cumplen el mismo propósito y reprimen conductas como la traición a la patria, las actividades contrarrevolucionarias, la propaganda contra el Estado o la conducta antisocial.

 

Hay que distinguir lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política.

 

De modo que, una discusión de los usos políticos de los “discursos de odio”, abordada desde la defensa de los derechos y las libertades, ante todo debe preguntarse contra quiénes se dirigen las denuncias y a que grupo o facción sirven. Una pregunta que se hace todavía más acuciante si las iniciativas contra el odio nacen del Estado, o de un colectivo oficialista como Agenda Argentina. No hace falta decirlo, las iniciativas políticas desde el Estado antes que a la virtud apuntan a legitimar y consolidar el poder, sobre todo en una coyuntura de dificultades y movilizaciones opositoras.

 

Si se apunta al odio en la sociedad, entonces, hay que distinguir claramente lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política. Es claro que en un espacio político en el que los conflictos se traducen en confrontaciones de trinchera hay expresiones de odio: a favor o en contra del gobierno, de las movilizaciones sindicales, estudiantiles o de movimientos sociales. 


En una sociedad polarizada, hay odios de derecha y de izquierda, peronistas y antiperonistas, por y contra la legalización del aborto. Pero no hay evidencias de que esos rasgos alcancen para denunciar a mayorías o grupos significativos como agentes concertados. Es lo que Roberto Gargarella expone y justifica en su crítica a un artículo de José Natanson.

 

Fuera de los casos bien definidos, ante todo por los propios grupos que han sido víctimas de la discriminación, salta la vista el carácter instrumental de los usos políticos de la agenda del odio. En las denuncias conocidas el repertorio de las víctimas del odio se extiende e incluye a los adolescentes, las vacunas y el uso del barbijo, las trabajadoras sexuales, piquetera/os, pueblos originarios, etc. Lo menos que puede decirse es que una yuxtaposición sin conceptos impide cualquier estudio serio de los problemas. Es obvio que hay rechazo y eventualmente desprecio u odio en las relaciones conflictivas entre grupos sociales, religiosos, etarios, ideológicos. 


Hay prejuicios y estereotipos en los conflictos de la vida social. Lo novedoso es pensar que se pueden aplastar las diferencias en las condiciones y en los procesos que sustentan esos prejuicios bajo la categoría onmiabarcativa del odio. El riesgo está a la vista: la banalización, los clichés y la reiteración invertida de los mismos estereotipos.

 

Además de instrumental, la apelación al odio suele ser recíproca. En las reyertas políticas o amorosas es habitual que el odiador y el odiado intercambien papeles. Veamos el caso de los adolescentes y los jóvenes: es cierto que hay prejuicios que pueden llevar a la discriminación contra ellos, tanto como que las agresiones y la intolerancia (el bullying, por ejemplo) son bastante frecuentes entre adolescentes. No hay ningún fundamento serio para convertirlos en un colectivo vulnerable e históricamente discriminado.



Sin dudas, hay discursos públicos agresivos, llenos de prejuicios y estereotipos en la sociedad: contra los llamados “piqueteros”, la policía, los empresarios, los sindicalistas, el periodismo. En los márgenes de la sociedad, en el espacio de la pobreza, de los trabajadores informales y sin derechos, de familias carenciadas, cunden las expresiones de la estigmatización y la discriminación. 


¿Qué decir sobre el odio y los pobres? En principio, en la experiencia en barrios populares, en villas y en asentamientos se hace difícil aplicar un esquema que reduzca el odio a la lucha de clases. Puede haber situaciones de pobreza y marginación social en las que el odio hacia un colectivo específico se desata con más violencia y menos controles. Pero es obvio que hay odio y discriminación entre pobres. Y las violencias basadas en el estereotipo contra determinados grupos (inmigrantes de piel oscura, trans, trabajadoras sexuales) son bastante frecuente. Negar esos problemas y convertir a los pobres en un puro objeto del discurso de odio, no sólo equivoca el diagnóstico sino que al reducir esas violencias a la lucha de ricos contra pobres termina reafirmando otros estereotipos. 


Y desvía las preguntas por las responsabilidades. Si se trata de actuar contra el odio que incita las violencias afincadas en los sectores populares (social, policial, de género, etc.), el énfasis en el “discurso” puede servir para disimular el papel de las dirigencias políticas y las agencias estatales en la producción y consolidación de la desigualdad y la negación de derechos, en las carencias materiales y simbólicas, en la explotación, la corrupción y la manipulación política, que son las condiciones materiales de la exclusión y la discriminación.

 

Finalmente, los usos políticos de odio, tal como lo señalaba Freud, se  plasman en la construcción del enemigo como sustento de la unidad y la pertenencia a un partido o facción. Podría considerarse como una forma moderna de rasgos señalados en el tribalismo. Son recursos habituales de la retórica y la propaganda que arrasan con las complejidades y los matices. Algo de eso quedó expuesto en la jornada organizada por la agrupación oficialista Agenda Argentina, en la mesa sobre “El odio en la Argentina”. 


El foco puesto en el peronismo como objeto de sentimientos y discursos de odio obviamente insiste en los tópicos fijados de la propia historia, que es parte de su identidad: los opositores que celebraban la enfermedad de Evita o los bombardeos a Plaza de Mayo, o quienes acuñaron la expresión “cabecita negra”. La crónica de las violencias verbales y los odios sufridos por el peronismo es conocida. El problema es que una memoria fijada en los agravios padecidos suele ser incapaz de evocar y hacerse cargo de las violencias ejercidas. Una mirada histórica es otra cosa. 


Hubo discriminación y odios ejercidos por el primer peronismo (el fascismo de los coroneles, el macartismo, las huelgas aplastadas, la masacre de los Pilagá, la prisión contra los opositores…) y más recientemente, contra comunidades aborígenes en Formosa o Chaco, o en el accionar policial en zonas populares del Gran Buenos Aires gobernadas mayormente por el peronismo en los últimos 35 años. Y por supuesto, hubo odio, y no sólo discurso sino crímenes, en las acciones de la guerrilla peronista, celebrada por una funcionaria del INADI en la Jornada.

 

Dos conclusiones tentativas. Primero, no veo la ventaja de ampliar la categoría del “discurso de odio” a los prejuicios y estereotipos que han acompañado las luchas políticas y sociales, menos en un escenario polarizado como el actual. Esa calificación puede caber cuando está en el origen de un delito contra un grupo vulnerable y previamente estigmatizado. Incluso conductas particularmente odiosas, como promover públicamente un certamen de escupidas contra retratos de periodistas críticos del gobierno, que llevan a un límite la pelea en el barro político, no configuran, en mi consideración, un discurso de odio. Eso sucedió, como es sabido. 


Más allá de si esa conducta configuraba un delito, en la medida en que no se dirigía a un grupo perseguido o vulnerable, lo importante es advertir que fue la respuesta de los mismos periodistas (que saben y pueden defenderse), de la opinión independiente y de diversas expresiones de la oposición, la que impidió que el episodio se repitiera.

 

Segundo, lo más preocupante son los usos políticos en los que siempre los odiadores (como el Infierno para Sartre) son los otros. Y que ha servido de motivo o justificación para perseguir la disidencia, promover la uniformidad social y el unanimismo político. Seguramente casi nadie en las cúpulas del poder y del Estado argentino esté pensando en una Ley contra el odio como la que se aplica en Venezuela. Pero cuando el odio es esgrimido como motivo de intervención desde el Estado se justifica la sospecha y la prevención. 


Sobre todo cuando funcionarios y dirigentes se ocupan públicamente de descargar en la oposición o en la prensa toda la responsabilidad por el desorden que denuncian. Si es cierto que hay  expresiones de fanatismo, provocaciones y palabras cargadas de odio en movilizaciones de la sociedad, en los medios y las redes sociales, algo es seguro, los usos políticos del odio son siempre peores y más peligrosos cuando provienen del Estado. No estamos bien en materia de convivencia y civilidad democrática, pero las intervenciones desde el poder siempre pueden llevarnos a estar peor.






domingo, 5 de junio de 2016

La Unesco y la Dictadura Argentina... @dealgunamanera...

La Unesco entregó documentos secretos sobre la dictadura…

El escritor Julio Cortázar fue traductor de la Unesco.

Fueron solicitados por la canciller Susana Malcorra a través de la delegación argentina en París.

© Escrito por Rodolfo Terragno el domingo 05/06/2016 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

El Ministerio de Relaciones Exteriores solicitó en abril a la Unesco que diera acceso a documentos reservados relativos a las denuncias sobre desapariciones forzadas en la Argentina (1976-1983) y las respuestas ofrecidas por la organización.

El pedido, al cual accedió la Unesco, forma parte de la política de esclarecimiento iniciada con la solicitud presentada por el Presidente Mauricio Macri al Presidente Barack Obama, a fin de que Estados Unidos desclasifique documentos del mismo período que obran en distintas reparticiones del gobierno norteamericano.

La petición a la Unesco fue formalizada por mí ante la Directora General de la organización, Irina Bokova. La documentación me fue entregada diecisiete días más tarde por Eric Falt, Sub-Director General de la Unesco para las Relaciones Exteriores.

En Buenos Aires, el Ministerio sometió la documentación recibida a un riguroso análisis, luego de lo cual el vice-canciller Carlos Foradori, y el Secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, anunciaron el 12 de mayo que el Gobierno tenía esa información.

La canciller Malcorra se comunicó la semana pasada con la Directora General, a quien le agradeció la receptividad que tuvo el pedido del gobierno argentino y la celeridad de la respuesta de la organización.

Los antecedentes recibidos consisten en actas del Comité de Convenciones y Recomendaciones del Consejo Ejecutivo de la Unesco, encargado de examinar “las comunicaciones relativas a casos y asuntos concernientes al ejercicio de los derechos humanos en las esferas de competencia” de la organización: es decir educación, ciencia y cultura.

Ese Comité estuvo presidido hasta fines de 1978 por el noruego Gunnar Garbo, a quien el entonces embajador argentino ante la Unesco, Víctor Massuh, acusó de tener una actitud “inquisitiva y fiscalista” respecto del gobierno de la Junta presidida por Jorge Rafael Videla.

El representante argentino utilizaba frente a cada denuncia la estrategia que le confió al canciller Brigadier (RE) Carlos Washington Pastor: “Oponer reservas y observaciones en cuanto a la competencia, oportunidad o cumplimiento de tal o cual requisito”, y requerir que la denuncia fuera declarada “inadmisible”.

El 7 de junio de 1978, el Ministerio de Relaciones Exteriores le envió a Massuh (Nota N° 4580/978 Secreta) “una carpeta conteniendo nombres de delincuentes subversivos, organización a que pertenecen y acciones en las que participaron”. El propósito era proveerle elementos a usar en potenciales denuncias. La nota requería, por indicación del Presidente Videla, que la delegación enviara un “informe evaluativo” sobre dicha lista. Cuatro días más tarde, el embajador envió (Nota N° 262 Secreta/78) una respuesta en la que decía que “solamente uno de los mencionados” en esa lista de “delincuentes subversivos” estaba “vinculado a la Unesco”. Era Julio Cortázar, que desde hacía 25 años formaba parte del plantel de traductores de la organización. Massuh agregó: “No se ha tenido trato con él ni tiene relación alguna con las tareas de la delegación”.

Ese mismo año entró en vigencia un procedimiento para tratar las denuncias cuando los gobiernos no proveyeran información: esas denuncias no serían archivadas sino que se mantendrían en una “lista de comunicaciones pendientes”. Massuh criticó el procedimiento porque “frente una acumulación de denuncias que permitan deducir que no se trata de circunstancias aisladas y ocasionales, el Consejo Ejecutivo puede llegar a tratar en sesiones públicas la situación de los derechos humanos de un país” (SIC).

Pero en 1980 las cosas empezaron a cambiar, y no sólo porque los secuestros menguaron en la Argentina.

Garbo fue reemplazado por el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, de quien Massuh dijo que mantenía “relaciones amistosas con nuestro país” y que serviría para “moderar” la acción del Comité, “en desmedro de los que querrían hacer veladamente de la Unesco un tribunal de conducta internacional”.

Massuh tuvo, por otra parte, una relación estrecha con el Director de la División de Derechos Humanos y Paz de la Unesco, el checo-francés Karel Vasák. El embajador argentino envió el 14 de diciembre de 1978 una carta al canciller, Brigadier (RE) Carlos Washington Pastor, en la cual informaba sobre una conversación que había mantenido con Vasak. “Tuve ocasión de conocer la existencia de un número considerable de nuevas denuncias por supuestas violaciones de los derechos humanos en la Argentina, muchas de las cuales habían sido demoradas en su tramitación a fin de no afectar, según me expresó en una actitud de franca cordialidad (…) la elección de la Argentina en el Consejo Ejecutivo”. Todo esto consta en la Nota Secreta N° 498 “s”/78, de la cual se encontró copia en una vieja caja fuerte de la delegación argentina, donde había también documentos que estaban guardados allí desde 1983. Esos documentos fueron entregados a la Unesco por el ex embajador Miguel Ángel Estrella.

La aproximación de Massuh a Vasák le permitió a la Argentina ingresar al Consejo Ejecutivo aquel año. Y a partir de 1980, Massuh sería presidente del cuerpo. Ostentaría el cargo hasta el fin del gobierno militar. El Comité se volvió menos activo en 1981-1983.

La acción de la Unesco había sido notable en el período 1978-1980. Y aun con la mengua sufrida a partir de 1980, el tratamiento de las denuncias, incluidos los requerimiento de información al gobierno, resultaron presiones efectivas. Junto con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y otras organizaciones (con las cuales estuvo en permanente relación) la Unesco hostigó a la dictadura. Es imposible saber qué habría pasado sin ese hostigamiento, pero es probable que haya tenido fuerza disuasiva y prevenido más desapariciones.

En todo caso, los documentos provistos por la organización al actual gobierno permiten extraer lecciones. “La protección de los derechos humanos futuros”, decía el ex presidente Raúl Alfonsín, “requiere indagar las violaciones pasadas”.

Los siguientes son sumarios de los casos a los que se refieren los documentos entregados por la Unesco.

Elsa Alicia Nocent. 21 años. Estudiante de Psicología (Universidad Nacional de La Plata). Secuestrada en Mar del Plata el 16/12/76. [Comunicación Nº 26/78]. Massuh afirma que “la estudiante en cuestión no ha sido detenida, ya que su nombre no figura en ninguno de los registros de personas privadas de su libertad”. En una posterior comunicación sostiene que “el caso preocupa mucho” al gobierno argentino, y dice haber “verificado personalmente” que “se han continuado las investigaciones, pero en vano”.

Manuel Alberto Santamaría. 20 años. Estudiante de Derecho (Universidad Nacional de La Plata). Secuestrado en Buenos Aires el 10/4/77. “El representante del gobierno” argentino señala que “no hay pruebas suficientes de que el Sr. Santamaría sea un estudiante” y observa que “el interesado está domiciliado a varios centenares de kilómetros de la facultad”. El Comité no admite el argumento y decide requerir más información.

Fernando de Hallgarten. 20 años. Estudiante y obrero de la construcción. Secuestrado en Mar del Plata el 26/8/1976. “El representante del gobierno” argentino plantea que la denuncia es inadmisible porque “no especifica en qué universidad y qué disciplinas estudia la presunta víctima”. Un miembro del Comité pregunta si el gobierno argentino tiene algún elemento para negar que Hallgarten sea estudiante. El representante argentino responde que “una investigación de ese tipo no corresponde”. El Comité rechaza el pedido de que la denuncia se declare inadmisible. Solicitará mayor información.

Sergio Andrés Clar. 23 años. Empleado. Secuestrado en Buenos Aires el 18/5/1977, al mismo tiempo que su padre, Mario César Clar, contador. Massuh observa que “los señores Clar” han sido “miembros del Partido Comunista” y se pregunta “si los trotskistas no estarán implicados en la desaparición”. Asimismo, plantea que, siendo las víctimas un empleado y un contador, el caso no es competencia de la Unesco. Esto último es aceptado.

Alejandro Enrique Gutiérrez Penette. 22 años. Estudiante de periodismo. Secuestrado en Santa Fe el 24/7/1978. “El representante del gobierno” argentino señala que “algunas de las personas desaparecidas pueden, en realidad, haber pasado a la clandestinidad”. Sin embargo, luego se establece que Gutiérrez Penette ha sido sometido a juicio. El Comité decide dejar el caso abierto.

Perla Elizabeth Schneider. 26 años. Estudiante de Psicología (Universidad de Córdoba). Secuestrada en Córdoba el 6/12/1977. Masuh alega que “la presunta violación no se puede imputar a su gobierno, que no asume responsabilidad alguna en el caso de personas que han pasado a la clandestinidad, como puede suponerse en este caso en opinión de las autoridades argentinas”. Sin embargo, en respuesta a una pregunta responde que “las autoridades no pueden conocer la identidad de las personas que pasaron a la clandestinidad entre 1976 y 1977 porque el control de los grupos terroristas escapaba a la autoridad del Estado” (sic). El Comité decide dejar el caso abierto.

José Carlos Prat Salvucci. 19 años. Estudiante de Ciencias Económicas que presta el servicio militar. Secuestrado en Buenos Aires el 1º/1/1977. El embajador argentino informa que los estudiantes tienen derecho a pedir el aplazamiento de su incorporación al Ejército y que no habiéndose Prat Salvucci acogido a ese derecho “perdió su calidad de estudiante, por lo cual la denuncia es inadmisible”. Agrega Massuh que la Unesco “no tiene por qué duplicar la labor de la Organización de Estados Americanos (OEA), que también está estudiando el caso”. Varios miembros del Comité deciden que “el hecho de que otro organismo estudiara el caso no es óbice para que el Comité también lo estudie”. Se decide dejar el caso abierto.

Federico Álvarez Rojas (h). 34 años. Físico, Comisión Nacional de Energía Atómica. Secuestrado en Buenos Aires, junto con su esposa, el 1/10/1976. “El representante argentino” precisa que Álvares Rojas “figura en la lista de personas desaparecidas” y que el gobierno, “muy preocupado por esto”, lo busca “activamente”, pero “no se han logrado resultados hasta la fecha”. Subraya luego que “la desaparición” de Álvarez Rojas constituye “una pérdida” (sic) que afecta al “potencial intelectual de Argentina”.

Juan Carlos Suárez. 30 años. Estudiante de arquitectura (Universidad Nacional de Buenos Aires). Secuestrado en Buenos Aires el 19/11/1977. Massuh dice que no está probado que Suárez fuera estudiante, pero señala que así lo fuera “no es motivo suficiente para que la Unesco se interese automáticamente” por el tema. El representante argentino advierte que de otro modo “la organización correría el peligro de ocuparse de todos los casos de desaparición de estudiantes” (SIC). El Comité no acepta el argumento y deja abierto el caso.

Anatole Boris Julien Grison (6 años) y Eva Lucía Julien Grisona (4 años). Fueron secuestrados junto con sus padres (uruguayos) en San Martín, provincia de Buenos Aires, el 26 de septiembre de 1976). “El representante argentino” subraya que el padre de las criaturas es “un ciudadano uruguayo que huyó a la Argentina y que luego habría desaparecido”. Añade que la denuncia “no proporciona ningún elemento concreto de prueba”. Se cita al representante chileno, dado que la abuela de los niños ha establecido que los ambos se encuentran en Chile, bajo otra identidad, en custodia de una familia que se propone adoptarlos. El representante chileno sostiene que la abuela de los niños ha prestado su conformidad. Sin embargo, el juez ante el cual se tramita la adopción no avanzará hasta que no se reciban “informaciones más amplias sobre la suerte de los padres”. El representante informa que se están haciendo “indagaciones” para determinar “el modo en que los niños llegaron a Chile”. El caso queda abierto.

Familia Tarnopolsky. Betina. (15 años), estudiante. Sergio (19 años), conscripto. Los padres de ambos: Hugo, químico, y Blanca, psicopedagoga. Secuestrados en Buenos Aires. Massuh sostiene “no existe un vínculo” entre los secuestros de la familia y “la esfera de la cultura”. Subraya que “no hay razones ni motivos para para que el caso se estudie en la Unesco”. El Comité le solicita mayor información. Y en tanto suspende el tratamiento del caso. Algunos miembros del Comité “aceptan con pesar y reserva” la suspensión.

Antonio Satutto. Estudiante de Ingeniería (Universidad de Mar del Plata) y su esposa, María Cristina Ortiz, estudiante de cine (Escuela Superior de Artes Visuales, Mar del Plata). Secuestrados en Mar del Plata el 26/7/1978. Massuh señala que hay en la denuncia “una grave contradicción” porque se dice que “las presuntas víctimas estaban cursando estudios en Mar del Plata y han sido secuestradas en La Plata, siendo que ambas ciudades distan 400 kilómetros una de otra” (sic). Luego dice que “según ha podido averiguar” el gobierno, las presuntas víctimas “no eran estudiantes al momento de producirse el supuesto secuestro” sino que él era obrero metalúrgico y ella empleada. No existiendo otras informaciones, el Comité no trata el asunto.

Analía Egle María Minetti. 24 años. Egresada del Instituto Superior de Comercio (Universidad Nacional de Rosario). Secuestrada en Rosario el 7 de marzo de 1977. Massuh dice que “no se justifica la intervención de la Unesco” porque lo que estudia Minettti es “taquigrafía y dactilografía” lo cual “no permite que se la califique de estudiante” El argumento es desestimado y el expediente queda abierto”.

Estos son apenas doce casos de los que aparecen en los documentos entregados por la Unesco. Sirven para mostrar el interés de la organización, que estableció un procedimiento especial a fin de considerar cada denuncia individual. También muestran hasta qué punto puede llegar la necesidad de justificar lo injustificable. Las dictaduras no sólo devoran enemigos; también ajan cerebros de quienes la sostienen.

Massuh fue doctor en filosofía, estudió en Tubingen y Chicago, estuvo al frente de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Córdoba y dirigió el Departamento de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Pero en sus años de la Unesco sintió que debía proclamar lo inverosímil, ocultar lo que no se podía ocultar y repetir los deshonestos argumentos que le ordenaban desde Buenos Aires.



viernes, 1 de mayo de 2015

Cuba para primerizos… @dealgunamanera...

Cuba para primerizos…

Los edificios coloniales de La Habana son una de sus principales señas de identidad. Foto: Shutterstock

A esos principiantes que babean con la isla caribeña se dirige esta hoja de ruta que arranca con Hemingway en La Habana y recorre todos sus hitos, desde el ron a la huella del Che, la trova santiaguera o los playones de los Cayos.

Siempre hay una primera vez en Cuba. Y a todos esos principiantes van dirigidas estas recomendaciones para disfrutar de la isla caribeña exprimiendo sus principales señas de identidad: arquitectura, ron, tabaco, trova... Para abrir bocado, aquí van estas recomendaciones básicas.

1. Faranduleo en La Habana

Panorámica nocturna de La Habana.

Ernest Hemingway estuvo en todas partes, de acuerdo, pero sus huellas desparramadas por La Habana siguen casi igual de vivas que cuando pasaba los días acodado en las barras del Floridita o de La Bodeguita del Medio, dos paradas alcohólicas imprescindibles hoy en la capital cubana. En el hotel Ambos Mundos de la calle Obispo trazó, en cambio, los primeros capítulos de Por quién doblan las campanas. Al mítico Nacional hay que ir para sentir a Frank Sinatra, Ava Gardner o Gary Cooper. La mafia también se dejó caer por estos lares, con Lucky Luciano y Al Capone a la cabeza.

2. Ritmo en Santiago

Música en plena calle y a todas horas.

Santiago de Cuba, allá en el Oriente, sigue los parámetros arquitectónicos de una clásica ciudad colonial. Calles en cuadrícula, empedrados,balcones, patios a la andaluza y demás. Pero por si algo destaca la ciudad es por su vena musical. Y es que aquí se mezclaron todas las etnias posibles: africanos, franceses, indios, españoles, asiáticos... De ahí que también surgiera la trova, el bolero, la guaracha, el son, la conga... A gusto del consumidor, pero la Casa de la Trova hay que visitarla sí o sí. Hay más: su alocadísimo carnaval y su imagen como «cuna de la Revolución». Aquí fue donde Fidel Castro asaltó el cuartel Moncada, emblema del régimen de Fulgencio Batista, en 1953.

3. Ron en Varadero

Varadero y su primera línea de playa.

Aunque a Varadero uno va para tostarse al sol (mojito o daiquiri en mano) en alguno de los muchos mega complejos hoteleros que pueblan la costa (espectacular, por cierto), la zona más turística del país también es patria del ron cubano. Empezando por el homónimo, el Varadero, uno de los más populares. Un buen lugar para dar cuenta de ello es la Casa del Ron, a rebosar de visitantes cualquier día. Ah, el citado Al Capone tenía una mansión aquí (en Villa Punta Blanca, en concreto), reconvertida ahora en restaurante.

4. Arquitectura en Trinidad

La Plaza Mayor de Trinidad.

Pasar la noche en una antigua casona con más de 200 o 300 años de antigüedad es uno de los grandes pluses de Trinidad, en el centro de la isla. No en vano, toda la ciudad destila ecos coloniales, ya sea en su empedrado, su Plaza Mayor o sus fachadas de colores pastelosos. Por algo, para muchos, es la urbe más bonita del país. No nos alejamos del meollo de Cuba, ya que la siguiente parada es Cienfuegos, otra ciudad cuadriculada y colonial, aunque fundada por los franceses. Las principales industrias están aquí, pero nada de aires grises.

5. Playones en los Cayos

Las playas de postal de los Cayos.

En cualquier orilla de la isla hay lugar para un selfie en toda regla con el Caribe más paradísiaco al fondo. Pero es altísimamente recomendable escaparse a los Cayos (Cayo Largo, Cayo Santa María, Cayo Coco, Cayo Guillermo...) para completar la imagen de postal. Muy típico (y muy guiri, las cosas como son) es contratar una excursión de día que incluye paseo en catamarán, con langosta incluida. Pero mucho mejor si optar por dormir en este pequeño edén color turquesa.

6. Revolución en Santa Clara

La efigie del Che en Santa Clara.

El 28 de diciembre de 1958, en plena lucha contra la dictadura de Batista, el Che Guevara se enteró de que un tren blindado hasta arriba de municiones se dirigía hacia Santiago. Lo interceptó en Santa Clara, su ejército se creció y el 1 de eneró el dictador huía rumbo a República Dominicana. El tren sigue intacto al norte de la citada Santa Clara, donde se alza la Plaza de la Revolución, con el Mausoleo de los Mártires (y los restos mortales del Che) como epicentro. También hay un museo dedicado al argentino, con fotos inéditas, cartas, ropa y hasta las jeringuillas que usaba con sus camaradas en calidad de médico.

7. Amor en Camagüey

La Plaza del Carmen de Camagüey.

Camagüey, en el centro, es famosa por sus iglesias y sus enormes tinajas de barro importadas por alfareros catalanes. Las verá en cualquier patio y si prueba su agua quedará enamorado para siempre... Eso, al menos, dice la leyenda. También merece la pena conocer el Valle de los Ingenios, con su infinidad de campos de cañas de azúcar y declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco de 1988 junto con Trinidad. Se puede atravesar en tren de vapor, pero infórmese antes de si funciona. Puede ser que ese día precisamente no.

8. Tabaco en Viñales

Los campos de tabaco de Viñales.

Otro de los grandes hitos cubanos es el tabaco. O mejor, los puros. Y Viñales, a 30 kilómetros de Pinar del Río, es el lugar de donde salen. Basta echar un vistazo a su alrededor, donde los bugueros (o plantadores de tabaco) siguen trabajando como lo hacían antaño, entre bohíos (típicas casas campesinas con el techo de palma), hojas secándose al sol, bueyes, carros... Con esta panorámica de Viñales en la retina se entiende que el valle fuera declarado Patrimonio Mundial de la Unesco.

Más información en www.turismodecuba.info

© Escrito por Isabel García el jueves 30/04/2015 y publicado por el Diario El Mundo de la Ciudad de Madrid, España.