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sábado, 19 de diciembre de 2020

¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?... @dealgunanameraok

 ¿Por qué ocuparse de los discursos de odio?


El odio constituye un fenómeno social y político insoslayable en el debate público contemporáneo. Los llamados «discursos de odio» deben ser analizados y discutidos. Al mismo tiempo, debe prestarse especial atención a los usos que desde la política (y particularmente desde la política estatal) se ejercen sobre la idea de «odio» y sobre los discursos ligados a éste.

© Escrito por el Profesor de la UBA e investigador de CONICET, Hugo Vezzetti, el viernes 04/12/2020 y publicado por el Diario Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

 


El problema del odio ha adquirido una nueva relevancia pública con la jornada “¿Qué hacemos con los discursos de odio?”, organizada por el colectivo Agenda Argentina con la participación de varios funcionarios y un cierre a cargo del Jefe de gabinete, Santiago Cafiero.

 

Se trata de una iniciativa que se integra, en cierto modo, a la maquinaria de propaganda oficial. Y sin embargo, en la medida en que se enlaza con una temática más amplia, la lucha contra la discriminación y la negación de derechos, vale la pena indagar y pensar la figura del odio y, sobre todo, sus usos.

 

Cabe precisar mejor el problema. Ante todo, el odio no ha formado parte de las pasiones políticas clásicas, el miedo o la esperanza. En esa tradición, el odio deriva del miedo y ha sido menos reconocido entre los afectos que tiñen la vida pública. En la historia contemporánea, el “odio” en la política y en las sociedades emerge como problema asociado al papel de los prejuicios en la era de los fascismos. El marco de referencia explícito era la guerra y, sobre todo, el genocidio judío. Hacia 1950 se publicaban los estudios sobre el prejuicio de Gordon Allport y la serie de investigaciones sobre las bases psicosociales del autoritarismo: La personalidad autoritaria, una obra colectiva coordinada, entre otros, por Theodor Adorno.

 

Era una mixtura del pensamiento de la Escuela de Frankfurt con los recursos de la psicología social empírica. El libro tuvo un gran impacto inmediato aunque no efectos duraderos. La investigación académica buscaba reunirse con un compromiso político y ético en favor de la prevención de las guerras y las masacres colectivas. Por supuesto formaba parte de la agenda de la pax americana y se asociaba con la creación de la ONU y el objetivo global de la paz mundial. Lo importante es que entre las condiciones de la guerra destacaba el papel de las conductas o las creencias que llevaban a la discriminación y la violencia contra comunidades o grupos: la paz debía ser también una construcción subjetiva. Por ejemplo, en el documento de fundación de la UNESCO se postula la tesis de que las guerras comienzan en la mente de las personas.

 

Caben dos observaciones. Primero, el prejuicio y sus efectos, el odio entre ellos, no eran simplemente proyectados sobre las sociedades que habían sostenido las experiencias fascistas, sobre todo Alemania. Se buscaba indagar las bases psicosociales de una “personalidad autoritaria” o “fascista” en la propia sociedad norteamericana. Segundo, alrededor del autoritarismo como una formación de actitudes y creencias se construía un repertorio de problemas para la investigación: el papel del etnocentrismo en los prejuicios, las identidades religiosas y políticas, los estereotipos de género (la masculinidad, por ejemplo), las visiones de la familia, la infancia y la adolescencia, etc. Basta hojear el índice de libro compilado por Adorno para ver hasta dónde se extendía la categoría del prejuicio y el autoritarismo para indagar e intervenir sobre los problemas de la sociedad. Por supuesto, era un tiempo anterior a las luchas por los derechos civiles en los EEUU: el antisemitismo era más importante que el racismo y la discriminación de las minorías negras o latinas.

 

En fin, no pretendo retomar esas ideas. Sólo quiero señalar el marco de justificación necesario para situar una preocupación política y ética por el papel de las creencias y las pasiones en la vida social; en la medida en que se admita que la democracia no es sólo un régimen sino una forma de sociedad que requiere ciertos componentes subjetivos y morales.

 

¿Cuál es el problema, hoy, con el odio, que pueda ser equivalente a lo que era la amenaza de la guerra y los genocidios hacia 1950? Es la primera pregunta, que por supuesto debe aplicarse a las condiciones particulares de la política y la sociedad argentinas. Y francamente permanece sin respuestas para mí.

 

Comencemos por lo obvio. El afecto del odio (como el amor) es parte inherente a la vida humana y social. Y es un componente irreductible de los conflictos sociales y políticos. El propósito de edificar una comunidad sin odios no es nuevo y ha alimentado las visiones religiosas y las fantasías de la política. Freud (ese gran aguafiestas de las ilusiones colectivas), señalaba, a propósito del programa comunista, que la reducción de las pulsiones agresivas (del odio, si se quiere) en una soñada sociedad sin clases seguramente requeriría de la creación de enemigos externos y la proyección de la agresión fuera de la propia comunidad. En efecto, como se verá, el programa de eliminar el odio en la política se ha correspondido en general con propósitos más o menos totalitarios de uniformidad social y proyección del odio fuera del propio grupo.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio

 

Creo entender que con “discursos de odio” se hace referencia a una acción concertada, sistemática, una incitación pública a ejercer la violencia contra un grupo o una minoría. En ese caso, cobra sentido en el marco de una cultura de los derechos humanos y tiene como antecedentes los crímenes colectivos y los genocidios modernos. Es más claro cuando es un discurso asociado con lo que se llama “crímenes de odio”, en los que intervienen de modo evidente prejuicios raciales, étnicos, de nacionalidad u orientación sexual. 


En la ciudad de Buenos Aires existe un  Observatorio nacional de crímenes de odio LGBT con informes anuales sobre diversas violencias, incluso institucionales, de fuerzas de seguridad y del propio sistema judicial, contra lesbianas, gay, bisexuales y trans.

 

Más en general, da cuenta de una forma extrema de discriminación que promueve o incita a la violencia, el hostigamiento y la denegación de derechos contra determinados grupos: judíos, negros, inmigrantes africanos, etc. Se trata de colectivos especificados, vulnerables, con una historia de violencias sufridas, que han sido objeto de discriminación. Por otra parte, los propios colectivos han contribuido a hacer visibles esos agravios a partir de su propia organización y de sus luchas. Lo que me interesa destacar es que el discurso del odio se convierte en un problema de acción pública cuando es un componente de prácticas de discriminación y violencia, en la sociedad pero también en el Estado y las instituciones. Por otra parte, la denuncia y la sanción de los crímenes de odio está contemplada en declaraciones, pactos y estatutos del sistema internacional de derechos humanos.

 

No se trataría, entonces, de desterrar el odio de la sociedad y de la política (una empresa imposible), sino de prevenir y eventualmente castigar conductas de discriminación, de exclusión, de negación de derechos, que cambian según los países y las circunstancias: el “Black lives matter” es una denuncia del racismo y sus componentes de odio y violencia con un sentido particular en los EEUU en la medida en que retoma violencias y luchas de muchas décadas. De modo que para hablar de discursos de odio hay que considerar creencias y conductas que dependen de los prejuicios y los patrones de discriminación implantados en cada sociedad. Lo que no cambia es el estereotipo y la discriminación sistemática.

 

Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio y que, en el límite, busca la eliminación del grupo o el colectivo estigmatizado. Hay dos rasgos que destacar. Primero, que el propósito que promueve la acción, que en el límite es un delito, es más o menos explícito; y, segundo, que se promueve contra colectivos históricamente discriminados, estigmatizados y vulnerables. Se busca lesionar a un colectivo, así sea imaginario, a través de la violencia contra una persona determinada.

 

Los usos políticos del Odio

 


Lo anterior sirve de preámbulo para una discusión seria sobre la aplicación del “discurso de odio” a los conflictos sociales y las identidades políticas. Una extensión generalizada que proyecta el odio sobre todos aquellos a quienes un grupo rechaza sirve ante todo para cohesionar al propio grupo. O puede servir como un motivo para el control social y la represión de la disidencia.

 

Ese uso político puede alcanzar límites criminales cuando se implanta desde un Estado sin controles ciudadanos. La “Ley contra el odio”, fue sancionada por unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (un órgano que no está facultado para sancionar leyes) en 2017. Castiga los “mensajes de odio” con sentencias de hasta 20 años de cárcel. Fue aplicada a disidentes, a ciudadanos que participaban de protestas, a otros que difundieron caricaturas de Nicolás Maduro.

 

La ley fue denunciada por Comisión Interamericana de los Derechos Humanos porque viola declaraciones y pactos internacionales. Salta a la vista la paradoja: la figura del “odio” y de los crímenes de odio que nacieron como un modo de amparar violaciones a los derechos humanos, sancionados por el sistema internacional, termina siendo usada para violar esos mismos derechos fundamentales. Por supuesto, las dictaduras totalitarias, en el pasado y en el presente, no han necesitado recurrir al odio para imponer leyes que cumplen el mismo propósito y reprimen conductas como la traición a la patria, las actividades contrarrevolucionarias, la propaganda contra el Estado o la conducta antisocial.

 

Hay que distinguir lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política.

 

De modo que, una discusión de los usos políticos de los “discursos de odio”, abordada desde la defensa de los derechos y las libertades, ante todo debe preguntarse contra quiénes se dirigen las denuncias y a que grupo o facción sirven. Una pregunta que se hace todavía más acuciante si las iniciativas contra el odio nacen del Estado, o de un colectivo oficialista como Agenda Argentina. No hace falta decirlo, las iniciativas políticas desde el Estado antes que a la virtud apuntan a legitimar y consolidar el poder, sobre todo en una coyuntura de dificultades y movilizaciones opositoras.

 

Si se apunta al odio en la sociedad, entonces, hay que distinguir claramente lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política. Es claro que en un espacio político en el que los conflictos se traducen en confrontaciones de trinchera hay expresiones de odio: a favor o en contra del gobierno, de las movilizaciones sindicales, estudiantiles o de movimientos sociales. 


En una sociedad polarizada, hay odios de derecha y de izquierda, peronistas y antiperonistas, por y contra la legalización del aborto. Pero no hay evidencias de que esos rasgos alcancen para denunciar a mayorías o grupos significativos como agentes concertados. Es lo que Roberto Gargarella expone y justifica en su crítica a un artículo de José Natanson.

 

Fuera de los casos bien definidos, ante todo por los propios grupos que han sido víctimas de la discriminación, salta la vista el carácter instrumental de los usos políticos de la agenda del odio. En las denuncias conocidas el repertorio de las víctimas del odio se extiende e incluye a los adolescentes, las vacunas y el uso del barbijo, las trabajadoras sexuales, piquetera/os, pueblos originarios, etc. Lo menos que puede decirse es que una yuxtaposición sin conceptos impide cualquier estudio serio de los problemas. Es obvio que hay rechazo y eventualmente desprecio u odio en las relaciones conflictivas entre grupos sociales, religiosos, etarios, ideológicos. 


Hay prejuicios y estereotipos en los conflictos de la vida social. Lo novedoso es pensar que se pueden aplastar las diferencias en las condiciones y en los procesos que sustentan esos prejuicios bajo la categoría onmiabarcativa del odio. El riesgo está a la vista: la banalización, los clichés y la reiteración invertida de los mismos estereotipos.

 

Además de instrumental, la apelación al odio suele ser recíproca. En las reyertas políticas o amorosas es habitual que el odiador y el odiado intercambien papeles. Veamos el caso de los adolescentes y los jóvenes: es cierto que hay prejuicios que pueden llevar a la discriminación contra ellos, tanto como que las agresiones y la intolerancia (el bullying, por ejemplo) son bastante frecuentes entre adolescentes. No hay ningún fundamento serio para convertirlos en un colectivo vulnerable e históricamente discriminado.



Sin dudas, hay discursos públicos agresivos, llenos de prejuicios y estereotipos en la sociedad: contra los llamados “piqueteros”, la policía, los empresarios, los sindicalistas, el periodismo. En los márgenes de la sociedad, en el espacio de la pobreza, de los trabajadores informales y sin derechos, de familias carenciadas, cunden las expresiones de la estigmatización y la discriminación. 


¿Qué decir sobre el odio y los pobres? En principio, en la experiencia en barrios populares, en villas y en asentamientos se hace difícil aplicar un esquema que reduzca el odio a la lucha de clases. Puede haber situaciones de pobreza y marginación social en las que el odio hacia un colectivo específico se desata con más violencia y menos controles. Pero es obvio que hay odio y discriminación entre pobres. Y las violencias basadas en el estereotipo contra determinados grupos (inmigrantes de piel oscura, trans, trabajadoras sexuales) son bastante frecuente. Negar esos problemas y convertir a los pobres en un puro objeto del discurso de odio, no sólo equivoca el diagnóstico sino que al reducir esas violencias a la lucha de ricos contra pobres termina reafirmando otros estereotipos. 


Y desvía las preguntas por las responsabilidades. Si se trata de actuar contra el odio que incita las violencias afincadas en los sectores populares (social, policial, de género, etc.), el énfasis en el “discurso” puede servir para disimular el papel de las dirigencias políticas y las agencias estatales en la producción y consolidación de la desigualdad y la negación de derechos, en las carencias materiales y simbólicas, en la explotación, la corrupción y la manipulación política, que son las condiciones materiales de la exclusión y la discriminación.

 

Finalmente, los usos políticos de odio, tal como lo señalaba Freud, se  plasman en la construcción del enemigo como sustento de la unidad y la pertenencia a un partido o facción. Podría considerarse como una forma moderna de rasgos señalados en el tribalismo. Son recursos habituales de la retórica y la propaganda que arrasan con las complejidades y los matices. Algo de eso quedó expuesto en la jornada organizada por la agrupación oficialista Agenda Argentina, en la mesa sobre “El odio en la Argentina”. 


El foco puesto en el peronismo como objeto de sentimientos y discursos de odio obviamente insiste en los tópicos fijados de la propia historia, que es parte de su identidad: los opositores que celebraban la enfermedad de Evita o los bombardeos a Plaza de Mayo, o quienes acuñaron la expresión “cabecita negra”. La crónica de las violencias verbales y los odios sufridos por el peronismo es conocida. El problema es que una memoria fijada en los agravios padecidos suele ser incapaz de evocar y hacerse cargo de las violencias ejercidas. Una mirada histórica es otra cosa. 


Hubo discriminación y odios ejercidos por el primer peronismo (el fascismo de los coroneles, el macartismo, las huelgas aplastadas, la masacre de los Pilagá, la prisión contra los opositores…) y más recientemente, contra comunidades aborígenes en Formosa o Chaco, o en el accionar policial en zonas populares del Gran Buenos Aires gobernadas mayormente por el peronismo en los últimos 35 años. Y por supuesto, hubo odio, y no sólo discurso sino crímenes, en las acciones de la guerrilla peronista, celebrada por una funcionaria del INADI en la Jornada.

 

Dos conclusiones tentativas. Primero, no veo la ventaja de ampliar la categoría del “discurso de odio” a los prejuicios y estereotipos que han acompañado las luchas políticas y sociales, menos en un escenario polarizado como el actual. Esa calificación puede caber cuando está en el origen de un delito contra un grupo vulnerable y previamente estigmatizado. Incluso conductas particularmente odiosas, como promover públicamente un certamen de escupidas contra retratos de periodistas críticos del gobierno, que llevan a un límite la pelea en el barro político, no configuran, en mi consideración, un discurso de odio. Eso sucedió, como es sabido. 


Más allá de si esa conducta configuraba un delito, en la medida en que no se dirigía a un grupo perseguido o vulnerable, lo importante es advertir que fue la respuesta de los mismos periodistas (que saben y pueden defenderse), de la opinión independiente y de diversas expresiones de la oposición, la que impidió que el episodio se repitiera.

 

Segundo, lo más preocupante son los usos políticos en los que siempre los odiadores (como el Infierno para Sartre) son los otros. Y que ha servido de motivo o justificación para perseguir la disidencia, promover la uniformidad social y el unanimismo político. Seguramente casi nadie en las cúpulas del poder y del Estado argentino esté pensando en una Ley contra el odio como la que se aplica en Venezuela. Pero cuando el odio es esgrimido como motivo de intervención desde el Estado se justifica la sospecha y la prevención. 


Sobre todo cuando funcionarios y dirigentes se ocupan públicamente de descargar en la oposición o en la prensa toda la responsabilidad por el desorden que denuncian. Si es cierto que hay  expresiones de fanatismo, provocaciones y palabras cargadas de odio en movilizaciones de la sociedad, en los medios y las redes sociales, algo es seguro, los usos políticos del odio son siempre peores y más peligrosos cuando provienen del Estado. No estamos bien en materia de convivencia y civilidad democrática, pero las intervenciones desde el poder siempre pueden llevarnos a estar peor.






miércoles, 23 de mayo de 2012

Cyberbullying... De Alguna Manera...

Cyberbullying: el acoso a través de las redes sociales…


Las víctimas son en su mayoría adolescentes de entre 12 y 17 años, y las mujeres son más propensas a sufrir ataques. El Cyberbullying –maltrato o agresión a través de mensajes de texto, de voz, o de fotos, videos, audios, subidos a las redes sociales- afecta a millones de jóvenes alrededor del mundo, y preocupa a profesionales de la salud, padres y docentes. La opinión de una especialista y algunos tips útiles para proteger a los menores.

El pasado 29 de marzo, Víctor Feletto salió de la escuela y regresó a su casa, en  la localidad de Temperley, partido bonaerense de Lomas de Zamora. Allí se disparó en la cabeza con una pistola de su abuelo José. Tenía 12 años. Sus familiares denunciaron que la decisión pudo deberse a la presión que sentía el adolescente de parte de las autoridades de la escuela secundaria a la que asistía y a las ofensas de sus compañeros, que lo maltrataban sin darle tregua. En abril del año pasado, otro adolescente -Carlos Nicolás Agüero, de 17 años- se suicidó en la localidad de Chepes, provincia de La Rioja, vencido ante el hostigamiento que sufría a diario de parte de compañeros y vecinos, por su presunta homosexualidad. No se trata de casos aislados: los adolescentes y jóvenes que sufren el acoso de compañeros o conocidos tanto en la escuela como a través de las redes sociales son las víctimas de un fenómeno de consecuencias alarmantes que crece cada día.

Se define al Bullying a cualquier forma de maltrato psicológico, verbal o físico producido entre escolares de forma reiterada a lo largo de un tiempo determinado. Cuando se utilizan las redes sociales como medio para la agresión, el fenómeno se denomina Cyberbullying. Una de las manifestaciones más frecuentes de este fenómeno es la publicación de fotografías, casi siempre poco afortunadas, que pueden ocasionar molestia a sus protagonistas, a los que se suele etiquetar para que sus contactos vean las imágenes. Es también muy frecuente la creación de páginas o grupos destinados a agredir, burlar o denunciar algún aspecto íntimo de la víctima.

En la actualidad, el Cyberbullying resulta relevante por la gravedad de sus consecuencias, la dificultad de prevención y el alto grado de prevalencia.

Según indican las estadísticas, los protagonistas de los casos de acoso suelen ser niños y niñas en proceso de entrada en la adolescencia. Los chicos que resultan objeto de este tipo de agresiones, sufren las agresiones deliberadas de otros niños o jóvenes que se comportan cruelmente, con objetivo de someterlos, arrinconarlos, amenazarlos, intimidarlos o  marginarlos,  divertirse a costa suya u obtener algo de su parte.

El acoso suele ser sistemático y extenderse durante un período más o menos prolongado. Un dato llamativo es que las víctimas son en su mayoría mujeres, pero que también las agresoras son en su mayoría chicas.

“Los principales síntomas que puede presentar un joven o adolescente en el caso de sufrir cyberbullying son variados y van a depender de la personalidad previa a la situación de acoso por las redes, explica a Revista Cabal Digital, Virginia Ungar, médica psicoanalista, miembro didacta de APdeBA, consultora del Comité de Análisis de Niños y Adolescentes de la Asociación Psicoanalítica Internacional. “Pueden presentar desde una negativa a concurrir a clase, signos de depresión, trastornos de ansiedad, retraimiento, aislamiento hasta somatizaciones varias, y otros. 

En mi experiencia, veo que hay niños y jóvenes que rápidamente hacen saber a sus padres del problema que están atravesando pero también hay otros que demoran en contarlo y presentan las manifestaciones a las que me referí, y los padres tiene que "llegar" a los hechos. A veces el cyberbullying es parte de un proceso que se da también en presencia, en la escuela. Puede ser una etapa preparatoria o acompañante de un acoso que a veces llega a extremos muy preocupantes.”

¿Qué deben hacer los padres, en el caso de detectar algunos de estos síntomas o notar cambios drásticos en la conducta habitual de sus hijos?

“Lo primero es participar a la escuela de los hechos y además demandar una actitud activa por parte de la misma”, sostiene la especialista. “Si no se diera esa posibilidad, insistir, porque la escuela debe tomar medidas que van desde observar el problema, a reunir al grupo, escuchar al chico afectado y a sus compañeros,  además de hacer participar al equipo o gabinete psicopedagógico y psicológico del establecimiento”. En cuanto a la posibilidad de fortalecer la autoestima del chico de modo que éste esté en mejores condiciones para defenderse por sí solo, frente a posibles ataques, Ungar puntualiza que “es posible hacer un trabajo con el niño o joven pero no creo que la familia pueda hacerlo sola. 

Como dije, la posibilidad de defenderse va a depender de la personalidad del niño o joven. El fortalecimiento de la autoestima se puede hacer ‘de adentro hacia afuera’, para decirlo de alguna manera. Es necesario un trabajo profundo  con un profesional entrenado y que no sea parte del escenario en que transcurre el problema. No todos los chicos sufren de este tipo de acoso, pero también es cierto que no todos los que lo sufren están enfermos o perturbados. Como siempre, tendría que estudiarse cuidadosamente la situación singular en el contexto de lo personal y lo familiar en interacción con el medio”.

Uno de los mayores inconvenientes que plantea el Cyberbullying es que los agresores que utilizan las redes para insultar o burlar a la víctima –también es frecuente que difundan rumores e incluso mentiras-se protegen casi siempre en el anonimato: a diferencia del hostigamiento tradicional, que habitualmente consiste en la confrontación cara a cara, las víctimas cibernéticas no pueden ver o identificar a sus acosadores, lo que los hace sentir aún más indefensos y vulnerables. El anonimato es uno de los factores que perpetúa, además este tipo de prácticas.

Según una encuesta realizada en noviembre de 2011 por Ipsos para la agencia de noticias Reuters el 12% de los padres (internautas) de todo el mundo asegura que sus hijos han sido acosados en Internet y casi un 25% conoce a un menor que ha sido víctima del denominado cyberbullying. El 3% de los padres definió el cyberacoso a sus hijos como una práctica “habitual”.

A raíz de esa investigación se supo también que el vehículo más frecuente para el cyber-acoso son las redes sociales como Facebook, citada por un 60% de los encuestados. Los dispositivos móviles y los chats figuran casi empatados en siguiente lugar, con un 42% y 40% respectivamente. A continuación se sitúan como medios el email (32%), la mensajería instantánea (32%), otras webs (20%) y otras formas de tecnología (9%).

La toma de conciencia sobre la especificidad del problema también es mundial: el 77% de los encuestados en este sondeo internacional consideran el Cyberbullying como un tipo de hostigamiento diferente de otros, requiere una atención y esfuerzos especiales por parte de padres y escuelas. En este sentido, es muy gráfica la definición que aporta la especialista  norteamericana Parry Aftab en su guía sobre Cyberbullying: “Después de dedicar años a proteger a los menores de los adultos en Internet, nunca pensé que dedicaría tanto tiempo a protegerles de ellos mismos”.

Los estudios más recientes confirman que  los más vulnerables son los niños de entre 12 y 17 años edad, de nivel socioeconómico medio-alto y que cuentan con dispositivos móviles y acceso abierto a redes sociales y correo electrónico.

Si se tiene en cuenta que, según los especialistas en salud mental, el abuso sexual y el acoso escolar son las agresiones más severas para los niños, está claro que resulta de vital importancia que los padres presten especial atención a posibles síntomas que puedan estar revelando que sus hijos sufren algún tipo de acoso o si ellos acosan a algún otro.

La conducta típica del acosador suele responder a las siguientes características: es intencional, persistente y agresiva. Se señala como elemento característico lo que se llama “la intención de daño”, es decir, la evidencia de que existe un definido propósito de perjudicar a la víctima, que puede terminar sufriendo un deterioro en su autoestima, y padeciendo efectos en su personalidad, como una mayor tendencia a la introversión, angustia, depresión, pérdida de interés en el aprendizaje, fracaso social, miedos de diversa naturaleza, cefaleas, nauseas, vómitos, adicciones, episodios psicóticos y pensamientos o intentos de suicidio, en los casos más dramáticos.

10 tips para proteger a sus hijos menores del Cyberbullying (acoso informático)

1. Evitar que, en lo posible, el chico tenga una cuenta propia en una red social. Aunque la mayor parte de los menores que viven en las grandes ciudades cuentan con una cuenta propia, la edad de 13 años es uno de los requisitos necesario para abrir una cuenta de correo electrónico o en una red social.

2. Sume a su hijo como su amigo en la red social. Eso le permitirá ejercer cierto grado de control sobre lo que hace, comenta o publica. Cuando él tenga su propio correo electrónico, el pacto puede ser que usted también disponga de la contraseña de acceso. Explíquele la necesidad de ser cuidadoso en el manejo de estas herramientas.

3. Establezca las bases para una buena comunicación con su hijo. Recuerde que usted está a cargo de su cuidado y educación, y explíquele que si alguien lo acosa -en persona o en Internet- él debe decírselo cuanto antes, para que usted pueda tomar las medidas necesarias para protegerlo. Es conveniente aclarar de ante mano que sufrir alguna agresión o acoso no es algo que a él deba avergonzarlo.

4. Limite el tiempo que su hijo emplea en Internet o chateando con sus amigos. Se pueden pautar determinadas horas por día o por semana. Lo importante es que no tenga acceso irrestricto a las redes, en cualquier momento y horario.

5. Evite que su hijo tenga computadora en su dormitorio. Cuanto más tiempo pasen los hijos en presencia de sus padres, menos probabilidades tendrán de meterse en problemas en Internet. Lo ideal es tener una computadora familiar, en algún lugar de la casa –como el living o el comedor- que todos utilicen, de manera que la privacidad quede acotada a otras prácticas y no al uso de las redes sociales.

6. Predique con el ejemplo. Si sus hijos lo ven enviando mensajes de texto o hablando por celular a toda hora, e incluso usando Facebook con excesiva frecuencia, esto les parecerá lo más normal del mundo. Internet es una gran fuente de información y socialización, pero es importante  aprender a equilibrar su uso.

7. Observe el comportamiento y la actitud de tu hijo. Aunque crea que su hijo le cuenta todo, no de esto por hecho. Si lo nota más triste de lo habitual, o percibe un menor rendimiento escolar, indague en las causas del cambio de comportamiento. Explíquele que no debe tener miedo de contarle si alguien lo está molestando o agrediendo.

8. Si su hijo es víctima de acoso, tome acción de inmediato. Hable con los maestros, cambie el número de teléfono de su hijo, cierre su cuenta de correo electrónico y su cuenta de red social, e incluso informe a las autoridades si es preciso. El bullying ha costado la vida a pre-adolescentes y adolescentes y hay que tomarlo en serio.

9. Involúcrese en su vida social. Conozca a sus maestros, a sus compañeros de escuela, a sus amigos y a los padres de sus amigos. Está muy bien lo de permitir que tenga privacidad, pero cuando sea adulto. La niñez, la pre-adolescencia y la adolescencia son momentos de saber siempre con quién anda y qué está haciendo.

10. Ayúdele a tener confianza en sí mismo. Los niños tímidos, acomplejados o con alguna diferencia física, étnica, o social, tienen más tendencia a ser víctimas del acoso escolar o cibernético. En caso de que su hijo pueda sentirse diferente a sus amigos, ayúdelo a desarrollar confianza en sí mismo mediante el deporte, la pertenencia a un club o la práctica de algún hobby que él disfrute.

No se trata de negar el acceso a Internet a los niños, sino de educarlos para crear una cultura de un uso responsable de las herramientas tecnológicas.


Es de vital importancia que los centros educativos no se vuelvan cómplices pasivos del acoso. De ahí la importancia que los maestros o profesores estén siempre atentos para su detección y prevención ya que las víctimas, en general, sufren de manera silenciosa.

©  Publicado por la Revista Cabal Digital.