Documento Eliaschev: las revelaciones sobre las
causas de los atentados…
Terror. Momentos
posteriores a la explosión de la Embajada de Israel, en 2002. Foto: Cedoc
En 2012, el periodista escribió este texto
conmovedor, en el que explica cómo comenzó en Buenos Aires una escalada que
siguió nueve años más tarde en Nueva York y luego en España e Inglaterra. Un
alegato que sigue vigente, sobre un crimen impune.
© Escrito por Pepe Eliaschev en 1992 (+) y publicado el sábado 18/03/2017 por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
En ocasiones como ésta, me pregunto por el valor de las
palabras.
Una muy breve y quizás única referencia personal. Vivo en
y desde las palabras desde siempre. Es paradójico que me pregunte por la
vigencia de las palabras porque equivaldría a que un cirujano se preguntara por
la vigencia de los bisturíes, un abogado por la vigencia de los códigos o un
militar por la vigencia de los fusiles.
Las palabras, para los periodistas y para quienes de
alguna manera intentamos profundizar el ejercicio del pensamiento, son nuestra
materia prima, nuestro instrumento, nuestra manera de buscar la verdad. Cuando
se recuerdan estos aniversarios y nos congregamos, una y otra vez,
recurrentemente, para recordar, lo hacemos con palabras. También con imágenes,
claro. Buscamos en las palabras consuelo, pero además buscamos comprensión.
No soy un dirigente político, soy apenas un cronista que
ha dedicado toda su vida a este oficio. Las palabras que hoy les traigo van a
terminar cuando termine mi charla, porque no me parece correcto que haya un día
como hoy, de modo que no habrá en esta ocasión tan especial ni preguntas de
ustedes ni respuestas mías. Haré en todo caso un esfuerzo por poner en valor lo
que ha acontecido ese día de 1994. ¿Por qué “poner en valor”? Porque estoy
convencido de que tras la matanza de 1994, precedida por el atentado de 1992,
en la Argentina se ha producido, y no solamente en la comunidad judía, un
fenómeno de ensimismamiento, un retorno al ombligo. Se ha ido perdiendo lo que
considero esencial.
El 18 de julio de 1994, más allá de quiénes eran las
autoridades nacionales y quiénes las autoridades comunitarias, nuestro país fue
escenario de un acto de guerra. Ese acto de guerra había sido precedido por
otro acto de guerra, porque cuando hablamos de atentados terroristas, tengo
para mí que a menudo nos equivocamos, estamos pensando en algo que tiene un
valor inferior, subalterno. Ese otro atentado, ese otro episodio militar, fue
la destrucción de una sede diplomática extranjera, demolida completamente
delante de nuestras propias narices en pleno centro de Buenos Aires. ¿Qué es un
acto de guerra si no eso?
En 1994 faltaban siete años para los atentados de Nueva
York y de Washington, ni hablar del atentado contra la Embajada israelí en
Buenos Aires, en 1992. Sin embargo, la gravedad inusitada de la agresión
terrorista nunca tuvo ni antes del ataque a las Torres Gemelas, ni después de
ese ataque, incluyendo la secuela de atentados, una historia que destaca los
más graves, como los de Londres y Madrid.
Una cosa curiosa sucedió con los acontecimientos
argentinos. Nuestros atentados no tuvieron personería internacional. Podemos cansarnos
de ver películas, resúmenes periodísticos y documentales, en los que se habla
incluso de atentados previos al de las Torres Gemelas. Hubo un atentado
contra el World Trade Center, allá por 1993. Pero nunca aparece el de la AMIA.
Es como si un curioso agujero negro se hubiera encargado de que esto apareciera
como algo separado, ajeno, algo que no formaba parte de esa saga siniestra,
pero los argentinos nos encargamos, como siempre hacemos, con un perfeccionismo
insuperable, de trastocar este asunto.
Se habla de Irán, por ejemplo. En estos últimos 18 años
si alguien asumiera la ímproba tarea de hacer una estadística o medición
porcentual de a qué nos hemos dedicado, se vería que nos hemos dedicado a la
conexión interna, a los jueces, a los fiscales, a los presidentes de la
comunidad judía.
El terrorismo internacional de matriz islamista
fundamentalista es una epidemia global que acompaña al mundo ya desde la década
de 1960. Lo que sucedió este 18 de julio en Bulgaria es apenas un recordatorio
para que nadie se olvide de que la larga mano del terror sigue activa. Sin
embargo, los argentinos nos hemos ocupado de desentendernos. Nos hemos ocupado
de preguntarnos qué pasó con la colectividad judía, qué pasó con los bancos
judíos, qué pasó con las apoyaturas políticas locales.
La palabra “encubrimiento”, legítima como preocupación,
ha dominado esa merma del pensamiento y acción de las comunidades judías de la
Argentina y, curiosamente, ahí desaparece el pleno conocimiento de qué es el
régimen islámico fundamentalista de Irán, por ejemplo.
No estoy en condiciones, ni esperen que venga acá a
administrar justicia, porque las hipótesis siguen siendo variadas. Sin embargo,
la responsabilidad iraní es mucho más que una hipótesis.
Agradezco la enorme cantidad de gente que se ha dado cita
acá esta noche para que pensemos, luego de estas palabras, y en voz alta, cómo
fue que nos autoconfiscamos la centralidad del episodio o por qué se atacó a la
Embajada de Israel en la calle Arroyo en marzo de 1992.
Ligero recuento historiográfico. Luego de que Carlos Saúl
Menem fue electo presidente de la Nación, en 1989, visitó el Estado de Israel,
antes de asumir. Había visitado el año anterior Siria y fue el primer
presidente argentino que, como jefe de Estado, hizo una visita oficial a
Israel. Este dato nadie lo puede negar, ni rectificar, porque así sucedió.
El viaje como jefe de Estado se produjo en octubre de
1991 y el atentado contra la Embajada de Israel fue en marzo de 1992, cinco
meses después. En aquellos años pasaron muchas cosas en el mundo. En 1991
estaba sucediendo algo de tremenda importancia y enorme proyección
geopolítica. El entonces dictador de Irak, Saddam Hussein, había resuelto la
invasión a Kuwait.
Las Naciones Unidas, no sólo el presidente George Bush
padre, condenaron la absoluta ilegalidad de la invasión a Kuwait y respaldaron,
con el aval de las otras cuatro naciones que tienen asiento permanente en el
Consejo de Seguridad, el envío de un contingente internacional para liberar a
Kuwait.
La intervención internacional no fue una agresión a un
país árabe, fue una medida de autodefensa de la comunidad internacional contra
un acto de pillaje político como era anexarse a un país. Para decirlo en un
idioma que a muchos de ustedes les debe resonar, fue un anschluss, una anexión.
La Argentina no hizo nada extraordinario, sino
sencillamente lo mismo que más de otros ochenta países: plegarse a la
resolución internacional unánime de castigar al régimen de Saddam Hussein.
Estoy hablando de la primera Guerra del Golfo, una operación militar que contó
con la participación de numerosos países. La Argentina aportó dos barcos que se
emplazaron a mil millas de la zona de conflicto. A partir de esto hay varias
bibliotecas, según las cuales ésa fue la razón por la cual fuimos castigados.
No estoy acá para dirimir ese tipo de interrogantes, pero
es importante que los más jóvenes conozcan la historia y los datos fehacientes
y, de alguna manera, podamos depurar lo acontecido en 1992 y 1994 de tanta
simplificación y tanta distorsión.
La recuperación del Kuwait ocupado por Irak fue una
decisión de la comunidad internacional, no sólo de la Casa Blanca. De esa
decisión, participó el gobierno argentino de aquel entonces. Pero además
pasaron otras cosas. Entre 1989 y 1990 hubo un cambio absoluto de la esfera
internacional: la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión
Soviética, la idea de que comenzaba una nueva historia y de que la historia
había “terminado”, y que –en definitiva– había concluido la Guerra Fría con el
triunfo de las ideas de libertad y democracia o –si se quiere– con las ideas
del capitalismo. Esa polémica es válida, pero en cualquier caso lo evidente fue
que había caído un régimen de oprobio.
El sistema comunista internacional era un régimen de
oprobio. Respecto de Israel, ¿cuál fue la actitud del bloque soviético desde la
Guerra de los Seis Días de 1967 hasta el momento en que cayó la URSS? Hasta el
día de hoy, Cuba, el país de América Latina que más embajadas tiene en el
mundo, no reconoce al Estado de Israel. Pero los hermanos Castro sí reciben y
agasajan, en cambio, a los líderes iraníes. Han estado ahí los ayatolás y
recientemente el presidente Mahmoud Ahmadinejad. Todo esto sucedió y se
relaciona también con lo que sucede en la Argentina, cuyo “perfume de época” se
expresa en esta súbita implantación de modas, ideas y decisiones ideológicas.
Parece ser que está bien y es políticamente correcto olvidar estos episodios,
como pretender que la caída de la Unión Soviética fue un episodio irrelevante,
como si se pudiera devaluar, por ejemplo, el final del apartheid en Sudáfrica,
gran acontecimiento descomunal de aquellos años.
En ese mundo, el terrorismo islamista y sus diferentes
variantes (el islam es un credo monoteísta, pero reconoce varias sectas y
derivaciones) jamás dejaron de operar. Las décadas de 1960 y 1970 fueron
particularmente graves para Israel, cuando el terrorismo era un hecho
cotidiano, con secuestros de aviones y ataques a israelíes en todo el mundo
(incluyendo la matanza de atletas en los Juegos Olímpicos de Munich en 1972.
Era un desafío violento, mortal, criminal. El terrorismo sólo pudo ser
derrotado con decisión política y coraje militar, no con palabras. Esta es la
experiencia que nos deja Israel, al menos en esta parte de la historia que hemos
vivido.
Sin embargo, cuando golpearon en la Argentina, se produjo
una extraña torsión, una mezcla de no querer hablar, no querer asumir, temer.
Claro, el terrorismo intimida. Intimida con la muerte, ¿cómo que no? a los
países desafiados con el poder letal y demoledor. Pensemos en las Torres
Gemelas y en el “disco rígido” de individuos que maquinan, conciben, financian,
organizan, ejecutan un acto de esa naturaleza.
En la Argentina, hubo personas que se regocijaron del
ataque a las Torres Gemelas, gente para la que estaba bien esa barbarie porque
“había muchos judíos adentro”, como dijo Hebe de Bonafini, mujer de acceso
privilegiado a la Casa Rosada.
No son las mías palabras complacientes, pero son mías. No
represento a nadie más que a mí mismo, pero estas cosas pasaron. Los atentados
de 2001 tuvieron lugar siete años después del atentado contra la AMIA y nueve
después del atentado contra la embajada israelí, en la calle Arroyo.
Sin embargo, se fue enhebrando, articulando, montando un
aparato de permisividad. Se empezó a hablar cada vez menos de terrorismo, cada
vez menos de la verdadera naturaleza criminal de esos atentados terroristas y
cada vez más de injusticia internacional, de las ocupaciones, de las torturas.
Por supuesto que nadie bien nacido puede justificar acciones ilegales del
gobierno norteamericano ni el uso de métodos prohibidos en la persecución del
terrorismo. Pero ése es otro debate. Ese debate, incluso el dirimir las
responsabilidades de la alianza occidental en su llamada “guerra del terror”,
no debería –como sucedió en la Argentina– hacernos olvidar, postergar o eludir
la definición clave de qué es lo que ha estado pasando y sigue pasando en el
mundo.
Cualquier lector de diarios, relativamente atento, me va
a impedir que mienta. La presencia del terror hoy en la arena internacional es
sistemática. Hace ya casi un año que se han retirado las tropas norteamericanas
de Irak y los atentados interconfesionales entre sunitas y chiitas se siguen
reproduciendo periódicamente, con ataques a mezquitas, matando fieles, atacando
comedores populares. Las escenas ya son tan proverbiales que ni asombran. Hemos
naturalizado la desaparición de las reacciones más elementales (desconcierto,
sorpresa, horror) ante el asesinato de inocentes. Ni que hablar de lo que está pasando
hoy en Siria, un país con el que la Argentina mantiene relaciones diplomáticas
a nivel de embajadores.
¿Quién es el embajador argentino ante el régimen de
Bashar al-Assad en Damasco? Se trata de un dirigente de la comunidad islámica
argentina que define a Israel como Estado terrorista y se niega a reconocer el
derecho judío a su Estado nacional. Se llama Roberto Ahuad y fue nombrado por
la presidenta Cristina Kirchner. Vivimos en un mar de ignorancia, mis queridos
amigos. Mucha confusión, mucho palabrerío, mucha solidaridad retórica y hechos
gravísimos.
Pero vuelvo a 1994. Acá hubo un acto de guerra, de otra
manera no se lo puede calificar. Se han escrito libros, panfletos, volantes, en
internet es interminable la cantidad de hechos ciertos y de basura colgados de
la red mentando teorías, una de las cuales, muy fuerte, es que el 18 de julio
de 1994 habría “estallado el arsenal de la AMIA”. Otra, precedente, del
ministro del Interior de Menem, José Luis Manzano, es que en marzo de 1992
explotó el arsenal de la Embajada israelí: “La Embajada israelí tenía un
arsenal y les estalló”. Hay otra que tiene vida muy sólida en internet: fue un
autoatentado.
Así como hay una corriente de pensamiento y de acción que
sostiene, a la par del negacionismo del fenómeno nazi, que las Torres Gemelas
fueron demolidas por un ataque urdido por la CIA, que ni el atentado, ni Al
Qaeda, ni Osama bin Laden existen o existieron y que nada de esto es cierto,
que fue toda una gigantesca conjura del imperialismo yanqui y de la sinarquía
judía internacional.
Todo esto también se aplica para con lo acontecido en la
Argentina y, si bien es cierto que podríamos seguir conjeturando durante años
puertas adentro de la comunidad judía, yo al menos lo he hecho sin pedir
permiso y puertas afuera. No hay nada que ocultar. Es preciso dirimir, debatir
y analizar qué se hizo mal, qué se hizo bien, si los judíos argentinos
estuvieron demasiado cerca del poder político. Pero la comunidad judía ha
estado cerca del poder político no sólo en 1994; también lo está hoy, en 2012.
No hay gran diferencia. ¿Qué tan cerca ha estado, más allá de lo que aconsejaba
la prudencia? Mi tema hoy son los atentados, pero esto no puedo dejar de
decirlo y forma parte de mi mirada de las cosas.
En marzo de 2011, en el curso de una gira internacional
de la Presidenta por Emiratos Arabes Unidos, Kuwait y Turquía, se separó de la
comitiva el ministro de Relaciones Exteriores, Héctor Timerman, para realizar
un viaje a Siria a ver al tirano sirio Bashar al-Assad), hijo de quien gobernó
treinta años con puño de hierro, el famoso carnicero Hafez al-Assad,
responsable de la liquidación de toda una ciudad, opuesta al régimen alauita de
los Al-Assad. Ese hijo, que hace ya 12 años es el tirano de Siria, había venido
meses antes a la Argentina y había sido recibido por Cristina Fernández en la
Casa Rosada. Cristina viajó a Libia por ese entonces y se definió como
compañera de militancia de Muamar Kadafi, que gobernó cuarenta años su país.
Treinta años Al-Assad padre en Libia, doce su hijo (y no sabemos cuánto más) y
cuarenta Kadafi. Esta es la norma de los regímenes, teocracias y dictaduras del
Medio Oriente. Acabamos de ver el milagro de Egipto, vamos a ver cuánto dura,
pero el único país donde los gobiernos cambian por elecciones es Israel, donde
vota la gente.
Bien, Timerman fue a Siria. ¡Qué raro! Era sospechoso.
Hacía cuatro meses que había venido a Buenos Aires Al-Assad y había sido
recibido con todos los honores en la Casa de Gobierno, con banquete incluido.
¿Qué tenía que hacer un ministro argentino ahora en Siria? Encima, ni siquiera
viajó a Damasco, la capital, sino a Alepo.
Realmente, yo no me describo como un periodista de
investigación. De hecho, no lo soy y no lo seré nunca, pero supe algo y lo
publiqué. En Alepo, la misma ciudad donde lo recibía Bashar al-Assad, estaba el
colega de Timerman, el ministro de Relaciones Exteriores de la República
Islámica de Irán. ¡Qué coincidencia! A partir de ahí, fui hilando. Investigué,
me metí de cabeza y armé un informe que se publicó en Perfil y provocó la furia
eterna de Timerman y del gobierno. Revelé que Timerman dio la cara en un
intento argentino por iniciar un proceso de “diálogo” con las autoridades de la
República Islámica de Irán, esas mismas autoridades cuya captura ha sido pedida
a través de Interpol.
Terminó el escándalo a los pocos meses (como sucede en la
Argentina todo a los pocos meses se olvida), y llegó el momento de la Asamblea
General de las Naciones Unidas, a la cual tanto Néstor Kirchner como Cristina
Fernández han ido, desde que han asumido el poder, todos los años, y también
fue Mahmoud Ahmadinejad, el presidente de la República Islámica de Irán. Se
trata de un hombre que dice, sin ningún tipo de eufemismos (hay que agradecerle
la franqueza), que el Estado de Israel no debe existir. Debe desaparecer. Lo ha
dicho desde el primer día de su llegado al gobierno de Irán.
El régimen que tomó el poder en Irán en 1979, la
teocracia fundamentalista de los ayatolás, no considera que Israel tenga
derecho a existir. Cree que es un injerto ajeno al mundo musulmán y que debe
ser extirpado. Hasta 2011, el embajador argentino ante las Naciones Unidas, al
igual que la comunidad civilizada internacional, se retiraba cuando
hablaba el jerarca iraní, una manera de demostrarle que carecía de legitimidad
por patrocinar la desaparición de un Estado miembro de la ONU. Nadie recibe en
su casa a alguien que dice “te quiero matar y quiero destruir tu hogar, no
tenés derecho a existir”. La instrucción de la Presidenta al embajador Jorge
Argüello fue taxativa: debía quedarse a escuchar a Ahmadinejad. Sí se retiraron
los 27 embajadores de la Unión Europea, y obviamente los de los EE.UU., Canadá,
Nueva Zelanda y Japón, pero sí se quedó el embajador argentino, escuchando cómo
–una vez más– Ahmadinejad decía: “Nosotros pensamos que Israel no debe
existir”.
Hoy, 18 de julio de 2012, la Presidenta no quiso ir
al acto de la AMIA porque tenía una reunión importante en Bolivia. No le quito
trascendencia porque tenemos cuestiones pendientes con Bolivia, estratégicas y
vinculadas con el gas, pero es la Bolivia de Evo Morales, cuyo gobierno el año
pasado recibió al ministro de Seguridad de Irán, cuya captura está pedida por
Interpol, por su involucramiento en el atentado contra la AMIA. Descubierto,
Evo Morales lo justificó como una torpeza y una chapucería de su gobierno: no
se dieron cuenta de quién era el personaje. Era uno de los hombres claves de la
Guardia Republicana, o sea, tropas de élite de Irán que actúan en Africa,
América Latina y, desde luego, en el resto del mundo en actividades ilegales,
incluyendo, vía Hezbollah, el negocio formidable del tráfico de drogas.
¿Hablamos de esto en la Argentina o hablamos de la
conducción de la AMIA, de Rubén Beraja, de Juan José Galeano, de José
Barbaccia, de Eamon Mullen, de Hugo Anzorreguy, pensando que en verdad lo que
pasó aquí fue sólo un gigantesco horror argentino, sin responsabilidades
determinantes principales y estratégicas de quienes vinieron y ejecutaron los
atentados? ¿Cómo podrían ser un invento argentino los atentados? ¿Es que en el
mundo no hubo antes atentados? ¿No han atacado mezquitas? ¿No han atacado
escuelas? ¿No han atacado ciudades? ¿No han atacado, como hoy, un autobús con
turistas? ¿Tenemos algún ejemplo más paradigmático de la absoluta falta de respeto
por la vida que caracteriza al terrorismo fundamentalista?
No, la Argentina no quiso aceptar ese desafío, por
razones políticas y por temor. Hubo temor en el gobierno de Menem, en los
gobiernos sucesivos y, desde luego, en el actual de que, de alguna manera,
echarse como enemigo a Irán era demasiado porque se le reconocía una capacidad
de destrucción muy fuerte. El país fue retrocediendo.
Esta es, al menos, mi mirada y no aspiro a que sea
compartida por todo el mundo.
El país se fue distrayendo y ensimismando, imaginando
que, en definitiva, todo tuvo que ver esencialmente con corrupción, que la
hubo, seguramente, o por negligencia, que la hubo, seguramente, o con algún
tipo de culpabilidad que en algún nivel la hubo, seguramente, de parte
argentina. Pero lo que se ha ido relegando, lo que ha ido perdiendo
centralidad, es que en un momento dado equis cantidad de personas llegaron a la
Argentina para ejecutar un atentado de esas características, como los han hecho
en otras partes del mundo. Nadie, en su sano juicio, discute que hubo atentados
terroristas en Atocha (Madrid), en Charing Cross (Londres) y, desde luego, los
emblemáticos de Nueva York y Washington. Sucedieron. Yo no he visto ese tipo de
análisis en esos países.
Leo la prensa española y la británica. Nunca vi grandes
debates acerca de qué fue lo que permitió que terroristas (creo que marroquíes)
pusieran las bombas en Madrid. Las pusieron. Fue una célula muy bien provista y
armada que llevó adelante un atentado que mató, esencialmente, a trabajadores y
gente que iba en tren a sus obligaciones.
Tomemos conciencia de lo que significa la mentalidad del
accionar terrorista cuando estamos advirtiendo que los actos de guerra que han
ejecutado tratan de golpear, no importa qué, con tal de que sea golpeable:
trenes, subtes, oficinas, mezquitas. No hemos tomado conciencia de eso. Por
eso, para esa mentalidad, para esa ideología, para esa estrategia, lo de la
AMIA era sencillamente más de lo mismo. Trabajadores, gente de la
administración, intendencia, empleados fueron las víctimas. Podrían haber
pergeñado asesinar al presidente de la colectividad o al embajador de Israel.
Prefirieron hacer estallar explosivos, sin importarles quiénes eran los que
morirían. Porque el terrorismo procede así: es esencialmente un instrumento de
sometimiento exitoso. El sometimiento comienza con un acostumbramiento, una
readecuación psicológica, una intimidación que no nos animamos a
cuestionar. Tenemos miedo porque están dispuestos a todo.
Desafortunadamente, nuestra dirigencia tiene
responsabilidades. Nuestra dirigencia es la expresión de nuestra comunidad. No
es algo separado de nosotros. Nos expresa de manera muy fiel. Tendemos a pensar
en la comunidad judía argentina que ciertos trapos sucios no deben ventilarse
en público, vieja frase que alude a esa costumbre familiar de tener altercados
delante de terceros. Este no es el caso.
La conexión, el sometimiento y la dependencia de las
direcciones de la comunidad judía con el poder político secular son francamente
notables. Es una verdad de la que no nos queremos hacer cargo.
Presupuestariamente, hoy las entidades centrales de la comunidad serían
inviables sin el apoyo del Estado. Esto es terrible, pero es la verdad.
No vine acá a pronunciar palabras demasiado amables, no
es el momento de hacerlo hoy ni sería mi estilo. Hay cercanía con el poder
político, como se acredita en el episodio que mencionaba (la permanencia del
embajador argentino ante el discurso negacionista de Ahmadinejad). Irán no
solamente patrocina la desaparición del Estado de Israel, sino que además niega
la Shoá. Para Irán, la Shoá es un invento de los judíos. Niegan el Holocausto.
No es malo que cualquier comunidad argentina tenga buena
y próspera relación con los gobiernos legítimos, y éste lo es. No estoy condenando
eso. No patrocino, con infantilismo, una confrontación con las autoridades
nacionales, de ninguna manera, pero acá hubo una manipulación intensa, abierta
y sin precedentes de las internas de la comunidad judía.
La semana pasada, a una semana del 18 de julio, a
sabiendas de que no iba a estar en el acto, la Presidenta recibió en la Casa
Rosada a un grupo de familiares (apenas siete de 85), encabezados por Sergio
Burstein, a quien le anunció que le iba a dar un espacio propio en el predio de
la ex ESMA, como espacio de la comunidad judía. Cristina lo hizo por encima de
la AMIA y de la DAIA, o incluso en contra de la AMIA y de la DAIA. Lo hicieron
con la CTA y con la CGT, lo han hecho con quien han podido, ahora también con
los judíos.
Creo que, en definitiva, hay que volver al punto de
partida. Entre 1992 y 1994, por razones muy diversas y concurrentes (la
posición argentina, el cambio en el mundo, las relaciones de los gobiernos,
etc.), este país fue escenario de dos actos de guerra, puros y duros. Llamarlos
de otra manera es autoengañarse y la Argentina respondió con temor, confusión y
división interna a esos actos. No patrocino despachar una fuerza
expedicionaria a Irán, no soy tan necio, pero el país ha mantenido su comercio
con una nación cuyas autoridades, varias de ellas, están requeridas por la
Interpol por pedido argentino.
Lamentablemente, soy muy escéptico de que, 18 años
después de aquel acontecimiento, se pueda llegar a detener y procesar a los
responsables directos del atentado, que es lo que importa, los ejecutores. Es
muy difícil que podamos llegar a un tipo de dilucidación, entre otras cosas,
porque ya es público y notorio que uno de los cabecillas y el ejecutor del
atentado de 1992 pasó a mejor vida por obra de balas que recibió en su cuerpo y
no sabemos cuáles y cuántos, si quedan sobrevivientes todavía hoy día, serían
legalmente identificables y procesables.
Como quiera que sea, me parece importante que esta
ocasión sirva no solamente para hacer algo tan hermoso y conmovedor. Creo que
todos nos conmovimos hoy al ver los rostros de las 85 víctimas y todos nos
llenamos de angustia y mortificación por saber que vivimos en un territorio de
impunidad. Pero también debemos pensar en otras cosas, de una enorme
actualidad: nuestra visión del terrorismo, cómo se legitima o se relativiza el
fenómeno de la violencia en la política, cómo se ha ido instalando un discurso
que progresivamente deja al costado las responsabilidades de la violencia
política.
Cuando el terrorismo atacó la Argentina, este país era
una república democrática o intentaba serlo. Hoy, también lo es o intenta serlo.
En cualquier caso, convengamos que en un país con relativa vigencia del Estado
de derecho, y sin embargo el terrorismo no se detiene en ese tipo de
atenuantes. Golpea como ha golpeado en cada país donde le han permitido entrar,
porque son sociedades abiertas (Inglaterra, España, Estados Unidos) y como lo
siguen haciendo hoy en Afganistán, Irak y Siria.
Esta es la principal lección: tener muy afilada la
herramienta del juicio ético para ponderar la vulneración que se hace de la
política, para saber qué política podemos y qué política no podemos avalar.
Porque hay una especie de contrabando. Nadie defiende
obviamente a los ejecutores de este atentado, más allá de los incalificables
que hablan del autoatentado, pero son muy pocos, un reducido grupo, los mismos
que dicen que los hornos de Auschwitz no existieron, en realidad eran fábricas
y fue la propaganda judía la que se encargó de convertirlos en hornos
crematorios. Pero quienes así hablan son una minoría, claro que peligrosa. Hay
otra postura, no tan minoritaria, según la cual, como hay luchas de liberación,
la violencia es el mejor recurso que tienen los pueblos. Lo vivimos cuando en
2001 pasó lo que pasó y en la Argentina hubo, de parte de líderes de organismos
de derechos humanos, declaraciones que nos siguen llenando de horror, sobre
todo porque no fueron condenadas por quienes luego avalaron a esas autoridades
como parte central de su llamada política de derechos humanos.
No hablo con eufemismos. Creo que este 18 de julio debe
servir para eso, para ser muy claros con nosotros mismos. No soy optimista
respecto de mi optimismo. Desearía equivocarme y que realmente aparezca, como
viene anunciándose desde hace tanto tiempo, alguna novedad, pero cuando un
gobierno como éste le ordena al embajador en las Naciones Unidas que escuche el
discurso antisemita y negacionista de Ahmadinejad, tengo razones para decir que
acá hay algo muy mal encaminado. No nos están diciendo la verdad o hay otro
tipo de camino que se está recorriendo, no el que consideramos correcto.
Más allá de lo que sucedió y del destino improbable que
tenga algún día la investigación para encontrar los culpables, que realmente es
una tarea esencial de esta tragedia, es importante que esto sirva para pensar
de cara al futuro sobre valores y principios en los que debe fundarse la
actividad política. La condena a la violencia criminal no puede tener
atenuantes, relativismos ni excusas.
Denunciar y
entender.
A lo largo de muchos años, en sus columnas de las seis de
la tarde y en las contratapas del Suplemento Domingo de PERFIL, Pepe Eliaschev
realizó algo tan básico del periodismo como inusual en tiempos de grietas
mediáticas: aportar datos que desmonten lo que fue una operación (política o de
algunos servicios de inteligencia).
Tal como se dice en el artículo que transcribimos, no
fueron pocos quienes, ante la conmoción de los primeros momentos del atentado,
hablaron de un arsenal en la embajada, de un autoatentado. Voces similares se
escucharon apenas sucedió lo de la AMIA, dos años más tarde, en julio de 1994.
Pepe Eliaschev se encargó, a partir de informaciones
precisas, de desmontar ese argumento. No hay que olvidar que el atentado causó
22 muertos y 242 heridos. Y que desde entonces se operativizó una red cuyo
efecto fue la impunidad. Nuevamente, un esquema que se repitió en torno al
atentado de la AMIA. Fue precisamente Eliaschev, en este mismo diario, el
primero en alertar acerca del entendimiento que nacía con Irán. Una denuncia
que mostró cómo el gobierno anterior puso en riesgo la investigación de los
atentados que sufrió la Argentina.