AMORES REALES
Se enamoró del padre de su mejor amiga, comenzaron una relación
clandestina y su vida cambió para siempre.
© Escrito por Mercedes Funes el domingo
18/09/2022 y publicado por el Diario Digital Infobae de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, República de los las/os Argentinas/os.
Eliana dice que ella es la mala de esta película, pero la verdad es que tiene
voz de buena. Dice también que no se siente la mala, que aunque desde afuera se
podría ver así, lo de ellos fue sólo una historia de amor. De amor
prohibido.
A Sofía la conoció a los doce años,
cuando empezaron la secundaria. Se eligieron como amigas enseguida:
tenían gustos y vidas parecidas y además eran las nerds de la clase, cuenta
ahora Eliana a Infobae: “Nos costaban las materias, pero nos
gustaba estudiar juntas. Mi casa quedaba lejos, así que era yo la que estaba
casi siempre en la de ella. Ir a la casa de mi amiga los fines de semana era el
mejor plan del mundo. Estudiábamos, mirábamos películas en VHS, jugábamos al
Nintendo y nos quedábamos hablando horas a la noche, antes de dormir. Yo
era una más en la familia, me hacían sentir cómoda. Parte”.
Eliana tenía más confianza con la
madre de Sofía que con el papá, que la intimidaba un poco. “Como todos los
padres de mi generación, Juan tenía una presencia fuerte. Cuando
llegaba, se ordenaba todo. A mí no me daba miedo, pero sí le tenía un
respeto solemne. Lo trataba de evadir. A la hora de la cena no veía la hora
de que él y la señora se fueran a la cama para poder irme a charlar con mi
amiga tranquila”, dice. Aunque pasó los cincuenta, el recuerdo aparece con la
inocencia de entonces y de pronto lo ve en la cabecera, medio cascarrabias todo
el tiempo y con todos, tanto que un poco en broma y otro en serio, a veces la
retaba también a ella.
Así transcurrieron la secundaria y la
adolescencia, siempre unidas. Eli una más de la familia de Sofi, como una hija.
Sabía porque hablaba con su amiga y porque lo veía ella misma, que el
matrimonio de los padres de Sofía no era ideal. “Antes los que no eran felices
casados se mantenían juntos igual. Yo tenía muy claro que entre ellos era así
por comentarios de la madre cuando Juan no estaba. Daba a entender que tenía
aventuras afuera y Sofía también lo entendía, y las dos lo aceptaban. Esa era
la realidad de la familia de Sofi. Yo no me metía pero era algo normal para mí,
porque en mi casa pasaba algo parecido. Y yo sabía, yo siempre supe que
ese no era un matrimonio feliz”, dice Eliana.
Las chicas crecieron y fueron a
universidades distintas a estudiar distintas carreras, pero siguieron cerca,
sobre todo en los primeros años. Eliana ya trabajaba y tenía más independencia económica,
Sofía seguía bajo el ala de los padres, así que muchas veces seguían viéndose
en su casa. Se iban de vacaciones juntas todos los años y
todavía tenían mucho en común: las carreras se encaminaban, pero a
ninguna le iba bien en el amor. Sofi había tenido muchas decepciones.
La última con un arquitecto que llegó a presentarles a todos y desapareció de
un día para el otro, el ghosting de antes. Eliana estaba hacía seis años con un
chico que era “un manotazo de ahogado”. No estaba enamorada, no le gustaba,
pero se conocían y parecía que estar juntos era un lugar seguro. Hasta que fue
lo contrario.
“Yo sabía que él estaba con otra,
pero en vez de dejarlo, me aferraba. Estaba deprimida, engordé muchísimo. Al
final, el flaco me dejó, y yo, que tenía la autoestima en cero, me
sentí peor, horrible. En dos meses bajé como veinte kilos. Me metí en
un gimnasio y me puse diosa, aunque por dentro me seguía sintiendo un desastre.
Lo seguía viendo a mi ex aunque él ya había formalizado con la otra. Todo
tremendo”, dice Eliana.
En eso estaba cuando surgió lo del
viaje al Sur. Sofía le proponía que se fueran las dos una semana a la
montaña. A Eli le pareció genial. No conocía la nieve, acababa
de cumplir treinta años, y parecía un destino divertido para un par de
solteras como ella. Pero el viaje, como su amistad, fue cambiando de forma:
“Primero íbamos a ir solas, y después se sumaron los padres. Después la madre
dice que no va, pero se agrega a una amiga de Sofi con el novio. Yo no la
conocía y al novio mucho menos. Me molestó un poco, también eran mis vacaciones
y nadie me consultaba. Sofi es así, medio mandona, hasta caprichosa a veces.
Pero en fin, ya estaba hecho”.
El trayecto en auto, por ruta, duró
más de diez horas. Ahí fue cuando Eliana comenzó a arrepentirse. “Si mi amiga
era mandona, la amiga de ella era peor –dice–. A mí me tocó viajar atrás, con
la parejita, y como la amiga era muy celosa, se sentó en el medio y toda la
situación era incómoda. Yo estaba saliendo y tratando de olvidar esa relación,
reconstruyéndome. Y en ese auto había demasiado ruido”.
Algo en el viaje, sin embargo, le
llamó la atención como nunca antes. Desde el asiento del acompañante, Juan,
el padre de Sofía, la buscaba en el espejo con la mirada. Querría
saber qué opinaba Eli de la pareja que se les había sumado, supuso ella. Cada
tanto lo descubría de nuevo: “Yo me daba cuenta de que me miraba y desviaba la
vista para que no se me notara lo fastidiada que estaba. Y a la vez, me parecía
ver en el gesto de él que le pasaba lo mismo”.
Fueron unas vacaciones insufribles, dice. Al llegar a destino, las cosas no cambiaron para mejor. Sofi
y su nueva amiga decidían todo, a dónde ir, qué lugares conocer, qué iba a
comer todo el grupo. A Eli se le hacía cada vez más insoportable resignarse a
acatar las decisiones de las otras. La mortificaba que nadie objetara nada; ni
el novio, ni el padre... ¡parecía que sólo ella la estaba pasando mal!
Desde el desayuno había que escuchar
los planes que las dos tenían para todos. Eliana ya no aguantaba más. La
mañana en que empezó todo, subieron al auto como siempre: ella atrás, con la
amiga de Sofi y su novio. La dupla a cargo había decidido pasar el día
conociendo la cuidad. Eli estaba furiosa y hacía su mayor esfuerzo para no
demostrarlo. Llegaron a la plaza del centro con la idea de recorrerla a pie.
Dice que lo que hizo en ese momento no estaba en sus planes.
Al detener el auto, Juan, el papá de
Sofi, que iba al volante, anunció resuelto: “Yo me voy a pasar el día a
las montañas, no quiero quedarme en la cuidad. Los que quieran venir
conmigo son bienvenidos”. Sin pensarlo mucho, Eli respondió: “¡Yo voy! ¿Vamos
Sofi?”
Pero Sofía se bajó del auto con la
amiga y el novio. Y Eliana se fue con Juan. Apenas habían
hecho unas cuadras cuando el padre de su amiga frenó en una esquina y se
descargó en un mar de insultos. Él tampoco estaba pasando sus mejores
vacaciones. Blanquear el hartazgo mutuo los hizo cómplices en un
segundo.
Partieron rumbo a la montaña y, a
medida que el paisaje cambiaba, también cambió el ánimo de ellos. Fueron
charlando y sacando fotos, parando en cada vista que les parecía registrable,
entre bromas y risas y con la cordillera rosa replicada sobre el lago como
fondo. Claro que el paisaje ayudó, admite ahora Eliana. A Juan lo conocía desde
siempre, era el padre de su amiga y listo. Pero ese día de complicidad a solas
la hizo descubrir a otra persona. Detrás del padre de Sofi, también
había un hombre, y en esas montañas lo empezó a conocer.
Almorzaron en una bodega sobre un
valle que les pareció el paraíso. Con el vino y el sol en la cara, terminaron
contándose sus vidas. Se conocían desde siempre, sí, pero nunca lo
habían hecho. Eliana le habló de su novio infiel y de lo que le estaba costando
la separación. Juan le confesó que su matrimonio era un fracaso que seguía
sostenido por rutina, comodidad y acostumbramiento. “Nos conocemos hace años
–le dijo–. Te habrás dado cuenta de que yo en mi matrimonio no funciono”.
También le contó que hacía ya tiempo que tenía una amante y Eliana lo ayudó a
elegir un vino para esa chica. Se sorprendió al encontrarlo súbitamente
atractivo. Los dos sintieron lo mismo, ninguno se animó a decirlo.
El resto del viaje todo fue distinto.
Buscarse las miradas y reírse, buscar momentos solos para seguirse contando
cosas. Al final fueron unas vacaciones especiales. La tensión del
enamoramiento iba a resolverse a la vuelta.
En el viaje de regreso, a Juan se le
ocurrió una idea. Se las comunicó a las chicas después de dejar en su casa a la
amiga de Sofi con el novio. Quería que volvieran a las montañas, pero los tres
solos, para sacarse el mal sabor de los primeros días. La verdad es que necesitaba
un pretexto para volver a estar ahí con Eliana. No le importó que la
coartada fuera su hija.
Sofía aceptó, pero dijo que la
próxima ella no se iba a ocupar de nada. Que fueran ellos los que organizaran.
Sin saberlo, les dio otra excusa para seguir en contacto. Juan dejó pasar un
tiempo y llamó a Eliana para que planearan el nuevo viaje. Las charlas
por teléfono –de línea– se hicieron cada vez más largas, a veces se
mandaban mensajes por fax; los dos sabían perfectamente que lo de la logística
de las vacaciones era algo anecdótico. Se estaban enamorando.
Durante meses sostuvieron el
histeriqueo telefónico mientras chequeaban agencias y pasajes o debatían sobre
los mejores tours y actividades. Había pasado casi un año del primer viaje la
tarde que se encontraron en la agencia. A Eliana le faltaban US$200 para pagar
su parte y Juan le dijo que iba a prestárselos. Un día antes del encuentro,
ella quiso probar si la oferta estaba firme. “Bueno, entonces vos me prestás lo
que me falta. Después decime cómo querés que te los devuelva, si en
pesos, en dólares o en especias”, arriesgó. “La tercera opción me
interesa”, dijo él.
Y entonces los nervios. Unos nervios
tremendos. Sostener y doblar la apuesta del romance con la distancia del
teléfono era una cosa, pero verlo en persona tenía el peso de lo real. No era
cualquier hombre que se había cruzado en la calle, era el marido de la
señora que la recibía en su casa como a una hija más, el papá de su amiga más
querida.
Tenía como una hora en colectivo
desde el trabajo hasta la agencia. El vestido que eligió con cuidado la noche
anterior le parecía corto y arrugado en el reflejo de las puertas de los
edificios. Llegó taconeando apurada, disimulando como podía que el corazón le
iba a mil. Se sintió fea, torpe, demasiado chica para un tipo que le llevaba 25
años. Hasta que lo vio, buenmozo como era; la miraba como a una
mujer. Como a la mujer hermosa que no se había sentido nunca hasta esa
tarde.
Cuando la chica de la agencia se
levantó a buscar unos vouchers y los dejó solos, él le dijo por lo bajo y sin
dejar de mirarla: “Todavía tengo rondando en la cabeza la forma de pago”. Ahora
Eliana tenía que ponerle la cara a sus propias insinuaciones telefónicas. Se
hizo cargo: “Como quieras, puedo pagarte como quieras”, dijo. Se
hacía la superada, pero todavía la mataban los nervios. Dice que a él también.
Era la preocupación de lo imparable, lo que estaban por hacer iba a ser
determinante.
Después de cerrar el paquete
turístico, Juan le dijo que la alcanzaba hasta la parada del colectivo.
Subieron al auto convencidos de lo que iba a pasar. En cuanto se
sentaron, se dieron el primer beso.
Al principio se encontraban
en hoteles. Seguían hablando horas por teléfono. Todo era excitante. Todo
era secreto. Eliana se había enamorado de verdad por primera vez y
no podía compartirlo con su mejor amiga, le faltaban las charlas a la noche en
las que se aconsejaban hasta dormirse. Sus confidentes fueron su hermana y una
compañera de trabajo, que primero plantearon resistencias, pero después
entendieron que lo que le pasaba era tan fuerte, que sólo quedaba acompañarla:
no iba a volver atrás. De ninguna manera.
Llegó el momento del viaje los tres
juntos, con Sofía, y la excusa que había parecido tan simple un año antes ahora
se hacía difícil para el padre y la amiga. Muy difícil, porque ahora estaban
juntos y, cuando nadie los veía, funcionaban como pareja. Disimular
era imposible, pero ya habían acordado que para ninguno era bueno que se
supiera.
La agenda estaba pensada para evitar
baches incómodos. Desayuno, almuerzo, té, comidas y excursiones. Tours de
trekking y de rafting y visitas a bodegas. Ni un minuto libre, ni un minuto a
solas. Se extrañaban hasta lo inimaginable, aunque compartieran la misma
cabaña. Sabían que era lo mejor de todas formas: Sofía no podía sospechar nada.
Y nunca sospechó, o nunca dijo nada. A mitad del viaje, la llamaron del trabajo
porque había estallado una crisis, le pedían que volviera a Buenos Aires
urgente. Cuando la dejaron en el aeropuerto, no podían creerlo: al fin
estaban solos, casi de luna de miel y en el mismo paraíso en el que se
habían enamorado. Fueron cuatro días de felicidad absoluta. De
lejos, ninguno de los impedimentos para que estuvieran juntos parecía tan grave
ni tan imposible.
En cambio fueron años de darse contra
la pared cada vez que querían verse o hacer algo. Con 35 años, Eli
empezó a querer más. Quería a Juan, pero el precio era alto. Siempre
se había imaginado que iba a llegar a esa edad casada y con una familia. Y la
rutina de amantes –dos fines de semana al mes en la casa de la playa, dos veces
a la semana en un hotel del centro, pero nunca en su casa para que no los viera
ni el portero– había comenzado a cansarla.
Y no había mucho que hacer: Juan
había sido muy claro desde el primer momento. Compartían los gustos y las
ideas, tal vez incluso eran almas gemelas, pero el de ellos era un amor
prohibido, y él tampoco tenía intenciones de que fuera otra cosa.
¿Para qué? ¿Para qué exponerse al desgaste de romper una amistad y una familia?
¿Para caer en la inercia de otro matrimonio lleno de costumbres y convenciones,
pero sin amor ni sexo?
“Yo quería formar una familia, tener
hijos. Sabía que con Juan no podía, pero eso siempre me iba quedando pendiente.
A veces yo insistía para que formalizáramos de alguna manera, aunque sea
alquilando un departamento para vernos (¡estaba harta de la vida de hoteles!),
pero él se negaba de plano, y entonces cortábamos. Después volvíamos porque lo
que sentíamos era muy fuerte. Pero estaba a la vista que teníamos
proyectos diferentes: yo quería tener una familia y él ya tenía la suya”,
cuenta Eli.
Dice que con el tiempo
entendió que era inviable. Que se aferró a su trabajo y en algún momento
decidió que ya se le había pasado la edad para tener hijos. Algunas veces,
cuando cortaba con Juan, salía con otros. Pero nunca tuvo una relación más
trascendente ni se enamoró de otro hombre. Cuando él aparecía, se olvidaba de
todos. Siempre terminaba volviendo con Juan. Y fue así por quince años.
“No había culpas, yo acepté lo que él
propuso desde el vamos. Como toda mujer, pensaba que en algún momento eso iba a
cambiar, pero acepté igual. Cada uno es artífice de su destino, y yo nunca lo
culpé a él. Fueron elecciones que hicimos los dos. Él propuso, yo
acepté, y cuando quise que cambiara, se mantuvo firme –dice Eliana–.
Después de los cuarenta, asimilé que la maternidad no era para mí y seguí con
nuestra relación ya sin proyectos. Pero quería tener aunque sea un lugar
distinto en su vida, ser algo más que una escapada de fin de semana. Quería una
relación más tranquila, más segura, más natural”.
Cuando Juan se negó también a eso,
para Eliana fue el final. No se puede ser amantes para siempre con la misma
energía del principio, hay rutinas que no son las de los casados, pero
igual desgastan. “No se me acabó la paciencia –dice Eliana–. Lo que
se me acabó fue la pasión”.
Hace unos años, la mujer de Juan se
enfermó. Eli le tenía el cariño de toda una vida. En algún lugar de su cabeza
había logrado compartimentar todo: su amistad con Sofía, el afecto intacto por
la madre de su amiga y el romance prohibido de más de una década con el padre.
Por eso estuvo ahí para acompañar a esa señora y turnarse para
cuidarla en la clínica con la confianza de siempre, si ella era una más de la
familia. “Tampoco me sentí nunca culpable por ella, porque yo sabía que no había
roto nada. Yo tenía una relación con su marido, pero nadie salió lastimado. O
al menos nadie que no fuéramos nosotros dos. Los únicos que nos hicimos
mal fuimos Juan y yo, porque nuestro amor nació con los minutos
contados. Duró demasiado”, dice.
Cuando Juan enviudó, Eliana lloró con
tristeza genuina. Y también entendió que las
cosas por fin podían ser distintas. Pero él no tenía intenciones de dar otro
paso que no fuera seguir teniendo lindos momentos y alguna escapada de vez en
cuando. “Nos volvimos a ver algunos meses después y me dí cuenta en cuanto me
abrazó de que no quería más de lo mismo. Se me había terminado el amor.
Lo quise mucho, pero no lo quería más”, cuenta Eliana.
Ahora él es un señor grande y ella
también está más grande. Eliana dice que las energías de los dos son otras. Que
él insistió, como siempre, pero al final entendió que era en serio, que ya no
había vuelta atrás para ellos. Con Sofía se sigue viendo y dice que su amistad
está intacta. A Juan lo evita desde hace un año.
“Quedó el recuerdo de un amor
prohibido”, dice con su voz de buena la mala de
esta película. Un amor sin huellas ni testigos que ahora cuenta para poder
darle un nombre. Para que no quede entre ellos. Para dejar al menos un rastro
de estos quince años de su historia juntos.