¿Por qué
ocuparse de los discursos de odio?
El odio constituye un
fenómeno social y político insoslayable en el debate público contemporáneo. Los
llamados «discursos de odio» deben ser analizados y discutidos. Al mismo
tiempo, debe prestarse especial atención a los usos que desde la política (y
particularmente desde la política estatal) se ejercen sobre la idea de «odio» y
sobre los discursos ligados a éste.
© Escrito por el Profesor
de la UBA e investigador de CONICET, Hugo Vezzetti, el viernes 04/12/2020 y
publicado por el Diario Digital La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, República de los Argentinos.
El problema del odio ha
adquirido una nueva relevancia pública con la jornada “¿Qué
hacemos con los discursos de odio?”, organizada por el colectivo Agenda Argentina con la
participación de varios funcionarios y un cierre a cargo del Jefe de gabinete,
Santiago Cafiero.
Se
trata de una iniciativa que se integra, en cierto modo, a la maquinaria de
propaganda oficial. Y sin embargo, en la medida en que se enlaza con una
temática más amplia, la lucha contra la discriminación y la negación de
derechos, vale la pena indagar y pensar la figura del odio y, sobre todo, sus usos.
Cabe
precisar mejor el problema. Ante todo, el odio no ha formado parte de las
pasiones políticas clásicas, el miedo o la esperanza. En esa tradición, el odio
deriva del miedo y ha sido menos reconocido entre los afectos que tiñen la vida
pública. En la historia contemporánea, el “odio” en la política y en las
sociedades emerge como problema asociado al papel de los prejuicios en la era
de los fascismos. El marco de referencia explícito era la guerra y, sobre todo, el genocidio
judío. Hacia 1950 se publicaban los estudios sobre el prejuicio de Gordon Allport y la serie
de investigaciones sobre las bases psicosociales del autoritarismo: La personalidad autoritaria, una obra
colectiva coordinada, entre otros, por Theodor Adorno.
Era una mixtura del
pensamiento de la Escuela de Frankfurt con los recursos de la psicología social
empírica. El libro tuvo un gran impacto inmediato aunque no efectos duraderos.
La investigación académica buscaba reunirse con un compromiso político y ético
en favor de la prevención de las guerras y las masacres colectivas. Por
supuesto formaba parte de la agenda de la pax americana y
se asociaba con la creación de la ONU y el objetivo global de la paz mundial.
Lo importante es que entre las condiciones de la guerra destacaba el papel de
las conductas o las creencias que llevaban a la discriminación y la violencia
contra comunidades o grupos: la paz debía ser también una construcción
subjetiva. Por ejemplo, en el documento de fundación de la UNESCO se postula la
tesis de que las guerras comienzan en la mente de las personas.
Caben
dos observaciones. Primero, el prejuicio y sus efectos, el odio entre ellos, no
eran simplemente proyectados sobre las sociedades que habían sostenido las
experiencias fascistas, sobre todo Alemania. Se buscaba indagar las bases
psicosociales de una “personalidad autoritaria” o “fascista” en la propia
sociedad norteamericana. Segundo, alrededor del autoritarismo como una
formación de actitudes y creencias se construía un repertorio de problemas para
la investigación: el papel del etnocentrismo en
los prejuicios, las identidades religiosas y políticas, los estereotipos de
género (la masculinidad, por ejemplo), las visiones de la familia, la infancia
y la adolescencia, etc. Basta hojear el índice de libro compilado por Adorno
para ver hasta dónde se extendía la categoría del prejuicio y el autoritarismo
para indagar e intervenir sobre los problemas de la sociedad. Por supuesto, era
un tiempo anterior a las luchas por los derechos civiles en los EEUU: el
antisemitismo era más importante que el racismo y la discriminación de las
minorías negras o latinas.
En
fin, no pretendo retomar esas ideas. Sólo quiero señalar el marco de
justificación necesario para situar una preocupación política y ética por el
papel de las creencias y las pasiones en la vida social; en la medida en que se
admita que la democracia no es sólo un régimen sino una forma de sociedad que
requiere ciertos componentes subjetivos y morales.
¿Cuál
es el problema, hoy, con el odio, que pueda ser equivalente a lo que era la
amenaza de la guerra y los genocidios hacia 1950? Es la primera pregunta, que
por supuesto debe aplicarse a las condiciones particulares de la política y la
sociedad argentinas. Y francamente permanece sin respuestas para mí.
Comencemos
por lo obvio. El afecto del odio (como el amor) es parte inherente a la vida
humana y social. Y es un componente irreductible de los conflictos sociales y
políticos. El propósito de edificar una comunidad sin odios no es nuevo y ha
alimentado las visiones religiosas y las fantasías de la política. Freud (ese
gran aguafiestas de las ilusiones colectivas), señalaba, a propósito del
programa comunista, que la reducción de las pulsiones agresivas (del odio, si se
quiere) en una soñada sociedad sin clases seguramente requeriría de la creación
de enemigos externos y la proyección de la agresión fuera de la propia
comunidad. En efecto, como se verá, el programa de eliminar el odio en la
política se ha correspondido en general con propósitos más o menos totalitarios
de uniformidad social y proyección del odio fuera del propio grupo.
Si el discurso del
odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que
promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio
Creo entender que con
“discursos de odio” se hace referencia a una acción concertada, sistemática,
una incitación pública a ejercer la violencia contra un grupo o una minoría. En
ese caso, cobra sentido en el marco de una cultura de los derechos humanos y
tiene como antecedentes los crímenes colectivos y los genocidios modernos. Es
más claro cuando es un discurso asociado con lo que se llama “crímenes de
odio”, en los que intervienen de modo evidente prejuicios raciales, étnicos, de
nacionalidad u orientación sexual.
En la ciudad de Buenos Aires existe un Observatorio nacional de crímenes de odio LGBT con informes anuales sobre diversas violencias, incluso
institucionales, de fuerzas de seguridad y del propio sistema judicial, contra
lesbianas, gay, bisexuales y trans.
Más
en general, da cuenta de una forma extrema de discriminación que
promueve o incita a la violencia, el hostigamiento y la denegación de derechos
contra determinados grupos: judíos, negros, inmigrantes africanos, etc. Se
trata de colectivos especificados, vulnerables, con una historia de violencias sufridas,
que han sido objeto de discriminación. Por otra parte, los propios colectivos
han contribuido a hacer visibles esos agravios a partir de su propia
organización y de sus luchas. Lo que me interesa destacar es que el discurso
del odio se convierte en un problema de acción pública cuando es un componente
de prácticas de discriminación y violencia, en la sociedad pero también en el
Estado y las instituciones. Por otra parte, la denuncia y la sanción de los
crímenes de odio está contemplada en declaraciones, pactos y estatutos del
sistema internacional de derechos humanos.
No
se trataría, entonces, de desterrar el odio de la sociedad y de la política
(una empresa imposible), sino de prevenir y eventualmente castigar conductas de
discriminación, de exclusión, de negación de derechos, que cambian según los
países y las circunstancias: el “Black
lives matter” es una denuncia del racismo y sus componentes de odio y
violencia con un sentido particular en los EEUU en la medida en que retoma
violencias y luchas de muchas décadas. De modo que para hablar de discursos de
odio hay que considerar creencias y conductas que dependen de los prejuicios y
los patrones de discriminación implantados en cada sociedad. Lo que no cambia
es el estereotipo y la discriminación sistemática.
Si
el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las
acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un
crimen de odio y que, en el límite, busca la eliminación del grupo o el
colectivo estigmatizado. Hay dos rasgos que destacar. Primero, que el propósito
que promueve la acción, que en el límite es un delito, es más o menos
explícito; y, segundo, que se promueve contra colectivos históricamente
discriminados, estigmatizados y vulnerables. Se busca lesionar a un colectivo,
así sea imaginario, a través de la violencia contra una persona determinada.
Los usos políticos del
Odio
Lo anterior sirve de
preámbulo para una discusión seria sobre la aplicación del “discurso de odio” a
los conflictos sociales y las identidades políticas. Una extensión generalizada
que proyecta el odio sobre todos aquellos a quienes un grupo rechaza sirve ante
todo para cohesionar al propio grupo. O puede servir como un motivo para el
control social y la represión de la disidencia.
Ese
uso político puede alcanzar límites criminales cuando se implanta desde un
Estado sin controles ciudadanos. La “Ley contra el odio”, fue sancionada por
unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (un órgano que
no está facultado para sancionar leyes) en 2017. Castiga los “mensajes de odio”
con sentencias de hasta 20 años de cárcel. Fue aplicada a
disidentes, a ciudadanos que participaban de protestas, a otros que difundieron
caricaturas de Nicolás Maduro.
La
ley fue denunciada por Comisión Interamericana de los Derechos Humanos porque
viola declaraciones y pactos internacionales. Salta a la vista la paradoja: la
figura del “odio” y de los crímenes de odio que nacieron como un modo de
amparar violaciones a los derechos humanos, sancionados por el sistema
internacional, termina siendo usada para violar esos mismos derechos
fundamentales. Por supuesto, las dictaduras totalitarias, en el pasado y en el
presente, no han necesitado recurrir al odio para imponer leyes que cumplen el
mismo propósito y reprimen conductas como la traición a la patria, las
actividades contrarrevolucionarias, la propaganda contra el Estado o la
conducta antisocial.
Hay que distinguir
lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone
acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y
dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que
traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida
política.
De modo que, una
discusión de los usos políticos de los “discursos de odio”, abordada desde la
defensa de los derechos y las libertades, ante todo debe preguntarse contra
quiénes se dirigen las denuncias y a que grupo o facción sirven. Una pregunta
que se hace todavía más acuciante si las iniciativas contra el odio nacen del
Estado, o de un colectivo oficialista como Agenda Argentina. No hace falta
decirlo, las iniciativas políticas desde el Estado antes que a la virtud
apuntan a legitimar y consolidar el poder, sobre todo en una coyuntura de
dificultades y movilizaciones opositoras.
Si
se apunta al odio en la sociedad, entonces, hay que distinguir claramente lo
que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones
orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con
bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y
enfrentamientos que son parte inherente de la vida política. Es claro que en un
espacio político en el que los conflictos se traducen en confrontaciones de
trinchera hay expresiones de odio: a favor o en contra del gobierno, de las
movilizaciones sindicales, estudiantiles o de movimientos sociales.
En una
sociedad polarizada, hay odios de derecha y de izquierda, peronistas y
antiperonistas, por y contra la legalización del aborto. Pero no hay evidencias
de que esos rasgos alcancen para denunciar a mayorías o grupos significativos
como agentes concertados. Es lo que Roberto
Gargarella expone y justifica en su crítica a un artículo
de José Natanson.
Fuera
de los casos bien definidos, ante todo por los propios grupos que han sido
víctimas de la discriminación, salta la vista el carácter instrumental de los
usos políticos de la agenda del odio. En las denuncias conocidas el repertorio
de las víctimas del odio se extiende e incluye a los adolescentes, las vacunas
y el uso del barbijo, las trabajadoras sexuales, piquetera/os, pueblos
originarios, etc. Lo menos que puede decirse es que una yuxtaposición sin
conceptos impide cualquier estudio serio de los problemas. Es obvio que hay
rechazo y eventualmente desprecio u odio en las relaciones conflictivas entre
grupos sociales, religiosos, etarios, ideológicos.
Hay prejuicios y
estereotipos en los conflictos de la vida social. Lo novedoso es pensar que se
pueden aplastar las diferencias en las condiciones y en los procesos que
sustentan esos prejuicios bajo la categoría onmiabarcativa del odio. El riesgo
está a la vista: la banalización, los clichés y la reiteración invertida de los
mismos estereotipos.
Además
de instrumental, la apelación al odio suele ser recíproca. En las reyertas
políticas o amorosas es habitual que el odiador y el odiado intercambien
papeles. Veamos el caso de los adolescentes y los jóvenes: es cierto que hay
prejuicios que pueden llevar a la discriminación contra ellos, tanto como que
las agresiones y la intolerancia (el bullying, por ejemplo) son bastante frecuentes entre adolescentes. No hay ningún
fundamento serio para convertirlos en un colectivo vulnerable e históricamente
discriminado.
Sin dudas, hay discursos
públicos agresivos, llenos de prejuicios y estereotipos en la sociedad: contra
los llamados “piqueteros”, la policía, los empresarios, los sindicalistas, el
periodismo. En los márgenes de la sociedad, en el espacio de la pobreza, de los
trabajadores informales y sin derechos, de familias carenciadas, cunden las
expresiones de la estigmatización y la discriminación.
¿Qué decir sobre el odio
y los pobres? En principio, en la experiencia en barrios populares, en villas y
en asentamientos se hace difícil aplicar un esquema que reduzca el odio a la
lucha de clases. Puede haber situaciones de pobreza y marginación social en las
que el odio hacia un colectivo específico se desata con más violencia y menos
controles. Pero es obvio que hay odio y discriminación entre pobres. Y las violencias basadas
en el estereotipo contra determinados grupos (inmigrantes de piel oscura,
trans, trabajadoras sexuales) son bastante frecuente. Negar esos problemas y
convertir a los pobres en un puro objeto del discurso de odio, no sólo equivoca
el diagnóstico sino que al reducir esas violencias a la lucha de ricos contra
pobres termina reafirmando otros estereotipos.
Y desvía las preguntas por las
responsabilidades. Si se trata de actuar contra el odio que incita las
violencias afincadas en los sectores populares (social, policial, de género,
etc.), el énfasis en el “discurso” puede servir para disimular el papel de las
dirigencias políticas y las agencias estatales en la producción y consolidación
de la desigualdad y la negación de derechos, en las carencias materiales y
simbólicas, en la explotación, la corrupción y la manipulación política, que
son las condiciones materiales de la exclusión y la discriminación.
Finalmente,
los usos políticos de odio, tal como lo señalaba Freud, se plasman en la
construcción del enemigo como sustento de la unidad y la pertenencia a un
partido o facción. Podría considerarse como una forma moderna de rasgos
señalados en el tribalismo. Son recursos habituales de la retórica y la
propaganda que arrasan con las complejidades y los matices. Algo de eso quedó
expuesto en la jornada organizada por la agrupación oficialista Agenda
Argentina, en la mesa sobre “El odio en la Argentina”.
El foco puesto en el
peronismo como objeto de sentimientos y discursos de odio obviamente insiste en
los tópicos fijados de la propia historia, que es parte de su identidad: los
opositores que celebraban la enfermedad de Evita o los bombardeos a Plaza de
Mayo, o quienes acuñaron la expresión “cabecita negra”. La crónica de las
violencias verbales y los odios sufridos por el peronismo es conocida. El
problema es que una memoria fijada en los agravios padecidos suele ser incapaz
de evocar y hacerse cargo de las violencias ejercidas. Una mirada histórica es
otra cosa.
Hubo discriminación y odios ejercidos por el primer peronismo (el
fascismo de los coroneles, el macartismo, las huelgas aplastadas, la masacre de
los Pilagá, la prisión contra los opositores…) y más recientemente, contra
comunidades aborígenes en Formosa o Chaco, o en el accionar policial en zonas
populares del Gran Buenos Aires gobernadas mayormente por el peronismo en los
últimos 35 años. Y por supuesto, hubo odio, y no sólo discurso sino crímenes,
en las acciones de la guerrilla peronista, celebrada por una funcionaria del
INADI en la Jornada.
Dos
conclusiones tentativas. Primero, no veo la ventaja de ampliar la categoría del
“discurso de odio” a los prejuicios y estereotipos que han acompañado las
luchas políticas y sociales, menos en un escenario polarizado como el actual.
Esa calificación puede caber cuando está en el origen de un delito contra un
grupo vulnerable y previamente estigmatizado. Incluso conductas particularmente
odiosas, como promover públicamente un certamen de escupidas contra retratos de
periodistas críticos del gobierno, que llevan a un límite la pelea en el barro
político, no configuran, en mi consideración, un discurso de odio. Eso sucedió,
como es sabido.
Más allá de si esa conducta configuraba un delito, en la medida
en que no se dirigía a un grupo perseguido o vulnerable, lo importante es
advertir que fue la respuesta de los mismos periodistas (que saben y pueden
defenderse), de la opinión independiente y de diversas expresiones de la oposición,
la que impidió que el episodio se repitiera.
Segundo,
lo más preocupante son los usos políticos en los que siempre los odiadores
(como el Infierno para Sartre) son los otros. Y que ha servido de motivo o
justificación para perseguir la disidencia, promover la uniformidad social y el
unanimismo político. Seguramente casi nadie en las cúpulas del poder y del
Estado argentino esté pensando en una Ley contra el odio como la que se aplica
en Venezuela. Pero cuando el odio es esgrimido como motivo de intervención
desde el Estado se justifica la sospecha y la prevención.
Sobre todo cuando
funcionarios y dirigentes se ocupan públicamente de descargar en la oposición o
en la prensa toda la responsabilidad por el desorden que denuncian. Si es
cierto que hay expresiones de fanatismo, provocaciones y palabras
cargadas de odio en movilizaciones de la sociedad, en los medios y las redes
sociales, algo es seguro, los usos políticos del odio son siempre peores y más
peligrosos cuando provienen del Estado. No estamos bien en materia de
convivencia y civilidad democrática, pero las intervenciones desde el poder
siempre pueden llevarnos a estar peor.