Los de afuera son de
palo…
La pandemia pone en
jaque a la sociedad y, sobre todo, a sus instituciones. Problemas seculares se
hacen visibles de forma intempestiva y violenta. Las cárceles, los presos y el
estado de derecho en el foco de la tormenta.
© Escrito por Sebastián Giménez (*) el jueves 07/05/2020 y publicado por el Diario La
Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.
Crisis
en los penales de la República. La pandemia se puso a interpelar todas las
instituciones de eso que se dio en llamar la modernidad, las que estudió el
célebre Michel Foucault. La escuela, el hospital, la fábrica y la prisión. En
un breve repaso, la escuela se volvió aún más asistencial repartiendo bolsones
de comida y la pedagogía sobrevive como puede con los recursos
virtuales, de acuerdo al dominio relativo de los mismos en los
sectores más vulnerables de la población. Las fábricas cerradas, con una crisis
que no sólo es del país sino del mundo: 30 millones de norteamericanos pidieron
el subsidio de desempleo. La institución hospitalaria, en la primera línea de
batalla frente al enemigo invisible, haciendo lo que se puede con lo que se
tiene. Y la prisión, desde luego. La institución que cobró toda su notoriedad
cuando tuvo lugar el motín en Villa Devoto.
El
Código Penal es tal vez la cara menos simpática de lo que se dio en llamar el
contrato social. Se establecen las normas, se tipifican los delitos dignos de
sanción, se define la privación de la libertad en caso de corresponder y el volumen
de la pena.
Pero
el peligro sanitario hace temblar las leyes y los campos interpretativos de la
normalidad republicana, pese a lo cual el poder legislativo tarda en retomar su
actividad. Las leyes y las normas de organización social también son interpeladas
porque las cruza la perpendicular urticante del derecho a la vida y a la salud,
lo que pone en juego la pandemia.
La vida de los detenidos es
respetada, pero una clausula implícita en el acuerdo social, la letra chica que
nadie lee, parece decir que las cárceles deben ser un purgatorio. Un lugar de
sufrimiento y expiación de culpa más que de reinserción social.
Y
se larga la discusión, y para todo hay una grieta en este país. De un lado,
Eugenio Zaffaroni y del otro Felicitas Beccar Varela, por nombrar las personas
que atraen tal vez la mayor notoriedad. Garantismo versus un discurso de la
conservación del orden constituido, que aquí no ha pasado nada y el coronavirus
es una excusa. También hay otros protagonistas. De un lado, Sergio Berni, del otro
la Ministra de Seguridad nacional Sabina Frederic, encarnando una discrepancia
que no es la primera. Una especie de Restaurador de las Leyes en Provincia y
una antropóloga un poco más abierta a otras inquietudes sociales y por eso
considerada más flexible. Mano dura y mano blanda.
Dos
extremos podría decirse. «Todos los presos son malos», de un lado, y «todos los
presos son seres humanos», del otro, en el debate que también se corporiza en
los medios de comunicación. La sensación es que un extremo espera la situación
del detenido liberado que vuelva inmediatamente a delinquir y el otro anticipa
el desarrollo feroz de la peste en el ámbito carcelario, donde desde hace años
no se cumplen los objetivos declamados de respeto a los derechos humanos de los
detenidos y el objetivo de su resocialización. Lo importante no es quién tiene
la razón, sino brindar una respuesta en una situación sanitaria que urge. En
encontrar el punto de equilibrio entre el derecho penal y el derecho a la vida
y la salubridad, individual y colectiva, está el desafío.
Pero
ahí estamos. La pandemia nos agarra con lo que tenemos. Con el Estado que
tenemos, con la economía caminando por la cornisa del default y la pobreza
extendiéndose. Con los hospitales que tenemos, y las escuelas. Con las
cárceles, esos territorios a los que nadie les prestó la menor atención, como
una especie de agujeros negros (en el espacio exterior a la sociedad). Nos
agarra la pandemia con los respiradores y las tobilleras electrónicas que hay.
Desde
hace añares, el acuerdo democrático es que se respeta la vida, no habilitando
la pena de muerte. La pena capital, tácita o expresamente avalada en nuestro
país, siempre estuvo asociada a procesos de dictadura: los fusilamientos de los
anarquistas en la dictadura de Uriburu en 1931; los de 1956 durante la
presidencia de Aramburu; los de 1972 en Trelew y las terriblemente extendidas
desapariciones forzadas de personas durante la última dictadura militar de
1976. Nos hemos puesto de acuerdo en que la vida vale, y tanto más se exterioriza
en la postura actual del gobierno de cuidar la salud relegando a la economía,
una dicotomía incómoda e incluso negada por las autoridades, que también se
ocupan de aclarar que se ocupan de brindar ayudas monetarias a los sectores
perjudicados por la cuarentena.
También,
se respeta la vida de los que cometen delitos. El ex Presidente Carlos Menem
reclamó la pena de muerte para Seineldín en 1990, jefe del último alzamiento
carapintada, pero no tuvo eco, menos mal.
La
vida de los detenidos es respetada, pero una clausula implícita en el acuerdo
social, la letra chica que nadie lee, parece decir que las cárceles deben ser
un purgatorio. Un lugar de sufrimiento y expiación de culpa más que de
reinserción social. Y es éste pensamiento, esta letra chica del sentido común
colectivo el que entra en cuestión porque el purgatorio es peligroso para la
salud del detenido, desde ya. No ahora, desde mucho antes. Pero en este momento
la amenaza toma otra encarnadura. Y ahí estalla por el aire, se torna visible
en toda su dimensión, entra luz al purgatorio porque los presos rompieron el
techo y se hacen ver.
Unos
proponen: está bien, que se construyan más cárceles, de esa manera no habría
más hacinamiento. Pocos reclaman que haya más justicia, en sentido del valor en
sí y también en recursos para ese poder del Estado, que le permita tramitar con
una mayor velocidad las causas, porque muchos detenidos lo son sin sentencia
firme. Que se hagan más cárceles, insisten. Los buenos contra los malos. O,
mejor, recreando la canción Qué ves de Divididos:
¿Qué ves cuando me ves? Una pregunta que los que rompieron el techo de la
cárcel le hacen a la sociedad entera.
Y
el fantasma que recorre el país de que los van a liberar a todos,
corporizándose el peligro en la sociedad. Ellos van a estar libres y vos en
cuarentena. Una inversión radical de nuestra cotidianeidad: los que deben estar
en cuarentena son ellos. Se dio vuelta el mundo, maldito coronavirus, las
certezas naufragaron tanto que pareciera que el mundo anterior a la peste se
hundió como la Atlántida en algún lugar misterioso.
Mientras
los medios de comunicación cacarean, los jueces reciben la dura interpelación
de una pandemia y de los olvidados que treparon y quemaron los techos.
¿Y
cómo se arregla ahora esto? Reuniones acá y allá. Tweets aclarando,
desmintiendo el éxodo masivo. Cacerolazos y reclamos. ¿Cómo lograr que todo se
resuelva “en su medida y armoniosamente”, como diría Perón? Vaya uno a saber.
Lo que es claro es que los extremos no contribuyen a dar respuestas. Es un
problema de la Justicia, dijo el Presidente Alberto Fernández, y no mintió. No
soy amigo de los indultos, aclaró y pateó la pelota a la tribuna.
Y
es que cobra plena vigencia ese axioma que dice que la generalización no
contribuye a nada. Hay infinitos grises. Detenidos a poco de cumplir su
condena, en condiciones de pedir la libertad condicional, con situación de
salud que los incluye en los grupos de riesgo frente a la pandemia. Para salir
de la entente, no se puede probablemente aplicar una norma general.
El
juez y los órganos actuantes son los que cuentan con más información que los
opinólogos (el que esto escribe, uno más) desconocemos totalmente para tomar
las decisiones más acordes considerando la situación. Caso por caso. Situación
por situación. Mientras los medios de comunicación cacarean, los jueces reciben
la dura interpelación de una pandemia y de los olvidados que treparon y
quemaron los techos. Y son seres humanos intentando aplicar justicia. Y pueden
fallar, como recordaba el mentalista Tu Sam.
Pero,
si en Argentina durante un mundial de fútbol todos somos directores técnicos e
incluso en una pandemia todos les discutimos a los infectólogos, en las causas
en que se debe decidir cuestiones delicadas como la libertad o la privación de
la misma de una persona, debe respetarse y dejarse actuar a la Justicia. Con el
Código Penal en una mano, las Convenciones de Derechos Humanos en la otra, y la
información de cada situación
particular
que se hace carne en el expediente y la situación vital del detenido. Como dice
el dicho popular, zapatero a tus zapatos. Y los de afuera son de palo.
(*) Escritor y trabajador social. Escribió tres libros y ha
publicado artículos en distintas revistas como Marfil, Zoom, El Sur, El Estadista
y el Economista.
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