El
país entre la espada y la pared…
Desgraciadamente para el
presidente Macri, la realidad política, es decir, lo que la gente está
dispuesta a soportar, acaba de chocar contra la lamentable realidad económica.
© Escrito por Jaime Neilson el sábado 19/05/2018 y publicado en la Revista Noticias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Tiene razón Mauricio Macri cuando dice que “el
Estado no puede gastar más de lo que tiene”. También la tiene cuando insiste en
que no hay ninguna alternativa aceptable al “gradualismo”, o sea, de permitir
que el Estado siga gastando mucho más de lo que tendrá en los años próximos con
la esperanza de que, de un modo u otro, una marejada de dinero fresco llegue a
tiempo para evitar una catástrofe. Acaso sueña con un golpe de suerte parecido
al boom de la soja y otras commodities que tanto benefició a Néstor
Kirchner, pero en tal caso le convendría recordar que, antes de
producirse aquel milagro, el país se había visto sometido a un ajuste
extraordinariamente brutal que hizo factible una etapa no muy larga de
crecimiento rápido con superávits gemelos que Cristina no pudo prolongar.
Desgraciadamente para el presidente Macri, la realidad política, es decir,
lo que la gente está dispuesta a soportar, acaba de chocar contra la lamentable
realidad económica como ha sucedido tantas veces en la aún breve historia
nacional. Aunque la Argentina dista de ser el único país en que las
expectativas populares se han alejado de las posibilidades genuinas, ya que
algo similar está provocando tensiones crecientes en América del Norte y
Europa, aquí la brecha es mucho mayor que en otras partes, motivo por el que el
país siempre figura entre los favoritos para ganar el campeonato mundial de
inflación. Es tan fuerte el deseo de los sectores dominantes de convencerse de
que la sociedad está en condiciones de darse ciertos lujos que a menudo el país
se asemeja a la rana de la fábula de Esopo que, para hacerse tan grande como un
buey, se hinchó hasta tal punto que explotó.
Desde hace ochenta años o más, la clase política nacional se comporta como
sí la Argentina fuera mucho más rica de lo que haría pensar la evidencia. Para
convivir con la disparidad creciente entre las pretensiones en tal sentido de
dicha clase y el país que efectivamente existe, sus líderes de turno han
probado suerte con distintas fórmulas.
Una, la populista, se basa en dar a entender que el país
está desempeñando un papel heroico en un gran drama cósmico e imaginar que la
mejor forma de solucionar problemas concretos es organizar protestas callejeras
multitudinarias. Por indignante que parezca a quienes prefieren cierta
racionalidad, las fantasías confeccionadas por demagogos e ideólogos
imaginativos pueden ayudar a hacer más tolerable la miseria en que viven
millones de familias.
Otra fórmula, la que se ensaya cuando mucha gente llega a la conclusión de
que desahogarse así sólo sirve para agravar todavía más la situación del país,
consiste en tratar de convencer al mundo de que por fin los dirigentes
políticos han sentado cabeza y que en adelante se esforzarán por respetar las
reglas imperantes en los países avanzados. Apuestan a que estos, debidamente
impresionados por el cambio así supuesto, darán al Gobierno relativamente
cuerdo que acaba de reemplazar a otro populista toda la plata que necesita para
perpetuar la ilusión de riqueza.
Es esta la opción elegida por Macri. A la luz de lo sucedido en las semanas
últimas, parece cada vez más probable que sufra el destino de tantos otros
intentos de “normalizar” el país sin violar los “derechos adquiridos” de
quienes podrían ocasionarle dificultades. Reza para que el Fondo Monetario
Internacional lo ayude en la misión imposible que ha emprendido. La mayoría no
comparte el optimismo que tanto el Presidente como los integrantes más conspicuos
de su equipo están procurando difundir. Sabe que pedirle algo al Fondo es una
noticia muy mala.
Puede que la reacción pavloviana de muchos frente al regreso del Fondo se
haya inspirado en la noción poco seria de que sea una institución
congénitamente maligna cuyos técnicos anteponen los números a la gente, pero es
comprensible que piensan así ya que la experiencia les ha enseñado que sólo
aparece cuando el país se encuentra en graves apuros. Si bien por motivos
prácticos quienes manejan el Fondo han aprendido que cometerían un error si
pasaran por alto los factores políticos, saben que sería aún peor cohonestar
estrategias que, andando el tiempo, tendrían consecuencias desastrosas.
No es culpa del FMI que, una vez más, la
Argentina está pasando bajo las horcas caudinas. Tampoco lo es de Macri y,
aunque el aporte de Cristina y sus socios a lo que está ocurriendo a más de dos
años de su salida del poder ha sido enorme, sería escapista atribuir al gobierno
kirchnerista toda la responsabilidad por la incapacidad del país para adaptarse
a lo que ha sucedido en el mundo a partir de la Gran Depresión de los años
treinta del siglo pasado. Ya antes de aquella calamidad mundial, el país había
comenzado a estructurarse de tal manera que no le sería dado aprovechar las
oportunidades brindadas por el desarrollo, como hicieron tantos otros de
cultura equiparable en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, o
soslayar las trampas que se abrirían ante los tentados por el facilismo.
A esta altura, es evidente que el modelo al que el país se ha acostumbrado
ha dejado de ser viable. Como hace poco nos recordó el senador peronista Miguel
Ángel Pichetto, “acá hay 10 millones de personas que trabajan y
17 millones que cobran un cheque del Estado”. Entre aquellos 17 millones están
11 millones que reciben la Asignación Universal por Hijo. Es una locura, claro
está, pero dejar de pagarles lo que muchos precisan para sobrevivir y todos ya
toman por un derecho irrenunciable no podría sino desatar una tormenta social y
humanitaria de proporciones muy peligrosas.
También dinamitaría el proyecto oficial de seducir a los
más pobres del conurbano bonaerense para que pueda prescindir del apoyo de la
franja de la clase media que creía que Macri defendería sus intereses
sectoriales y que, de sentirse agredida por los tarifazos y la inflación,
estaría dispuesta a castigarlo votando por virtualmente cualquier alternativa.
Puede entenderse, pues, la voluntad oficial de aferrarse al “gradualismo”
–mejor dicho, al asistencialismo–, aun cuando no cuenten con los recursos
necesarios.
No es ningún consuelo, pero a su modo la Argentina es un país pionero,
porque muchos otros gobiernos se ven frente a los mismos dilemas. En Europa y
Estados Unidos, están procurando reducir los costos de programas sociales que
se instalaron cuando las circunstancias eran propicias pero que, en la
actualidad, están resultando antieconómicas. Si bien los cambios demográficos
han sido mucho menos negativos en la Argentina que en los países aún ricos que
están envejeciendo a una velocidad alarmante, aquí también propende a ampliarse
la diferencia entre una minoría menguante que está en condiciones de prosperar
en el mundo feliz posibilitado por una serie de revoluciones tecnológicas y la
mayoría que ha visto estancarse o disminuir sus ingresos.
Tal y como están las cosas, abundan los motivos para prever que el futuro
de buena parte de la clase media norteamericana y europea se parezca mucho al
presente de la argentina, de ahí la irrupción de Donald
Trump en Estados Unidos y el auge de movimientos
habitualmente calificados de derechistas, como la Liga italiana, en casi todos
los países de Europa. No extrañaría, pues, que el eventual fracaso del
“gradualismo” de Cambiemos provocara el reordenamiento del tablero político o
que peronistas “racionales” como Pichetto y Juan Manuel
Urtubey terminaran asumiendo posturas que, según la
geometría ideológica convencional, los ubicaría bien a “la derecha” de Macri,
ya que la alternativa sería resignarse a que el país se hundiera en el caos.
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