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sábado, 1 de junio de 2024

Los Años 70. ¿Cómo recordar sin quedar prisionero del pasado?... @dealgunamanera...

 ¿Cómo recordar sin quedar prisionero del pasado?...


Los 70. “Nuestro país vivió una década signada por la violencia”. Fuente: Cedoc

En 1995, como jefe del Ejército, en un mensaje institucional público, entre otros conceptos, expresé: “Nuestro país vivió en los 70 una década signada por la violencia, el mesianismo y la ideología, que se inició con un terrorismo contra el Estado y que desató una represión que aún hoy estremece. No debemos negar más el horror vivido (…) Asumo toda la responsabilidad del presente, e institucional del pasado…”.

© Escrito por Martín Balza (*) el viernes 31/05/2024 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.


El mensaje tuvo muy positiva acogida en nuestro país y en el exterior, excepto para los represores Massera, Videla, Viola, Galtieri, Bignone, Díaz Bessone, Harguindeguy, Riveros, Menéndez y Bussi. O el coronel Pascual Oscar Guerrieri, que amenazó, telefónicamente, de muerte a mis cuatro hijos. Todos gozaban de un indulto presidencial.

Un viejo coronel retirado –nostálgico del 55– por carta me indujo al suicidio. Y Eduardo Luis Duhalde, crítico de los militares, calificó el mensaje como “engañoso, reticente y poco ético”. En la década citada, un grupo paramilitar de extrema derecha conocido como Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) perpetró –se calcula– cerca de mil asesinatos. Las organizaciones irregulares armadas cometieron execrables crímenes, vandálicos atentados y actos terroristas.

Según Díaz Bessone: “Las FF.AA. respondieron con un innecesario golpe de Estado cívico-militar que no se debió a la lucha contra la subversión. Nada impedía eliminarla bajo un gobierno constitucional. El objetivo fue clausurar un ciclo histórico” (Quiroga y Tcach, A veinte años del golpe, pág. 127). Invocando esos hechos y principios cristianos, se concibió un terrorismo de Estado que se ejerció con total impunidad. Las organizaciones armadas cometieron actos criminales, pero más grave fue que el Estado se convirtió en criminal.

Ese período fue calificado por el cardenal Jorge Bergoglio como “una de las lacras más grandes que pesan sobre nuestra Patria. Los horrores que se cometieron se fueron conociendo con cuentagotas. Matar en nombre de Dios es una blasfemia. Pero eso no justifica el rencor, con odio no se soluciona” (Sobre el cielo y la tierra, pág. 183).

Al respecto, el rabino Abraham Skorka dijo: “Cuando se mata en nombre de Dios, duele muchísimo más. El daño es mayor ya que, amén del crimen perverso y la destrucción de la dignidad humana, se destruye la dimensión de la fe (…) Como el otro no vive como yo creo que Dios dice que hay que vivir, entonces lo puedo matar”( Op. Cit. Pág. 77 y 79).

El periodista David Rieff, en la revista The New Yorker del 23 de noviembre de 1992, escribió, a propósito de la guerra civil en la ex-Yugoslavia: “Para los serbios, los musulmanes han dejado de ser hombres”. La moraleja que extrae el filósofo estadounidense Richard Rorty es que “los serbios que matan y violan no están convencidos de cometer una violación a los derechos humanos porque los musulmanes no son seres humanos…”. Algo similar manifestó un conocido represor: en 1976, el obispo Enrique Angelelli pudo entrevistarse en Córdoba con el general Mario B. Menéndez. El prelado le sugirió rezar un padrenuestro por los perseguidos por ser los dos creyentes. Menéndez le replicó: “El padrenuestro no lo rezo por los subversivos porque no los considero hijos de Dios” (Colombo S, Clarín, 4 de agosto de 2001).

El Libro de la sabiduría (9.13-18) dice: “¿Qué hombre conoce los designios de Dios? ¿Quién puede hacerse una idea de lo que quiere el Señor?”. Se concibió un terrorismo de Estado que se apartó del orden jurídico vigente y de elementales normas morales y religiosas, una forma extrema de eugenesia que incluía a quienes se consideraba “irrecuperables”: obreros, estudiantes, empleados, docentes, políticos, sindicalistas, religiosos, mujeres, ancianos, deportistas, miembros de nuestro cuerpo diplomático y militares.

Los altos mandos –que tenían dominio del hecho y poder de decisión– nunca aceptaron su responsabilidad en la comisión de violaciones sexuales, secuestros, asesinatos, robo de bebés, saqueos de propiedades, torturas, tirar vivos o muertos prisioneros al río o al mar y desapariciones forzadas de personas. Ignoraron el derecho humanitario y que “La persona no es una cosa, sino que refleja la presencia del mismo Dios en el mundo” (cardenal Joseph Ratzinger, Dios y el mundo, pág. 126).

Al asumir, el presidente Menem dictó una catarata de indultos en favor de militares y civiles que antes habían sido procesados y condenados durante la gestión del presidente Alfonsín, “porque pretendía crear las condiciones para la reconciliación y la unión nacional”. Imponía el arrepentimiento de los beneficiados que, hasta ese momento, nunca lo habían expresado. Ninguno pidió perdón, el Ejército lo hizo el 25 de abril de 1995.

En septiembre de 2003, tres generales indultados confesaron públicamente a la periodista y cineasta francesa Marie-Monique Robin la comisión de crímenes de lesa humanidad. Todo se difundió en un documental, en Francia por Canal Plus y en la Argentina por Telefe. Ello consta en su libro Escuadrones de la muerte. La escuela francesa (Bignone, págs. 420 y 421; Harguindeguy, págs. 446 y 447, y Díaz Bessone, págs. 437, 440 y 441). Por eso no recibieron ninguna sanción ni condena.

Desde 1955 no hemos superado el concepto de “grieta”. Pero creo que los argentinos anhelamos otra palabra: reconciliación. Que es un largo camino hacia la concordia, por medio del cual un pueblo avanza de un pasado controversial a un futuro compartido. En nuestro caso, no es fácil, por la grave polarización sobre el pasado y por sectores que están muy consolidados a su propia verdad. Hemos carecido de grandes líderes y testigos que conocieran la realidad del sufrimiento, de la violencia, de la injusticia y de la bondad del hombre a la manera de una Teresa de Calcuta, de un Gandhi o de un Martin Luther King.

En Colombia, monseñor Luis Augusto Castro me recordó un concepto de Nelson Mandela: “Para poder generar una reconciliación a nivel social, cultural o político, es necesario ante todo vivir una conversión humana, profunda y muy espiritual”.

(*) Ex jefe del Ejército Argentino, veterano de la Guerra de Malvinas y exembajador en Colombia y Costa Rica.



    

lunes, 8 de marzo de 2021

Grieta y Ceguera. @dealgunamaneraok...

 Alberto sin prejuicios... 


Discurso, Alberto Fernández. Dibujo: Pablo Temes

 

El discurso del Presidente estuvo direccionado a diversos públicos. Fue una pieza de comunicación política, no un manifiesto cristinista.

 


© Escrito por Eduardo Fidanza (*) el sábado 06/03/2021 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.

 

Que la grieta obnubila no constituye ninguna novedad. Ahora, cuando vemos que esa distorsión impide enfoques mínimamente equilibrados, afectando a periodistas en condiciones de evitarla, podemos coincidir con la escéptica opinión de David Rieff, un ensayista norteamericano muy próximo a la Argentina: “Ahora solo se habla con personas que piensan lo mismo que tú”.

 

Dirigirse a audiencias que a priori aceptarán complacidas los argumentos que coinciden con su ideología es hacer, además de un negocio, lo que observa Rieff. Convierte el trabajo intelectual en una tautología: no agrega información; incurre, según el diccionario, en una “acumulación reiterativa de un significado ya aportado desde el primer término de una enunciación”.

 

Este sesgo tuvo plena expresión en el modo que los medios recibieron el discurso presidencial del lunes pasado. Con pocas, aunque valiosas excepciones, el dictamen fue la condena absoluta, si se trataba de medios con audiencia opositora; o de aclamación, sin el más mínimo matiz, si su público era oficialista.

 

Un cúmulo de afirmaciones cargadas de juicios de valor estructuraron estos enfoques, deduciendo de allí, como la vieja escolástica, conclusiones que no suman conocimiento. Nos centraremos en los medios críticos, cuya premisa es que Alberto Fernández constituye un apéndice de Cristina Kirchner. Asumen la caricatura del Presidente que las redes consagraron como “Albertítere”.

 

Esa creencia es el eje que organizó la interpretación del discurso, determinando énfasis y omisiones. Lo remarcado fue el cuestionamiento a la Justicia, la oposición y los medios (nada nuevo en el kit oficialista), donde la prensa opositora ve la mano de la vicepresidenta, que habría incluido esos contenidos para mejorar su situación judicial, algo que se está demostrando ineficaz.

 

A partir de esa selección temática se expusieron argumentos recalentados: el albertismo murió antes de nacer, el Presidente es un mero instrumento para ir por todo, lo dicho está al servicio exclusivo de los intereses de Cristina, la querella que ella promueve contra Macri dificultará el trato con el FMI, etc. Por cierto, esto reaviva en muchos lectores de esos medios otro prejuicio rector: “Somos (o seremos) Venezuela”.

 

¿Y si las cosas no fueran tan esquemáticas? ¿Y si se incorporaran dimensiones omitidas a la noticia? ¿Y si, con honestidad intelectual, se incluyeran párrafos del discurso presidencial que proponen un acuerdo pluralista? Entonces el enfoque se enriquecería tornándose más equitativo, aunque las audiencias que no toleran el “sin embargo” quedarían desconcertadas comprometiendo la monetización de la grieta.

 

Para enriquecer el análisis, proponemos considerar otros ángulos e hipótesis, menos explorados.

 

Primero, que existiendo dos coaliciones que reúnen el 90% de los votos, las tensiones al interior de ellas son normales y obligan a discursos sinuosos para preservar la unidad, que es clave. El que por inflexible la quebrara sería el responsable de una segura derrota.

 

Segundo, que la proximidad de las elecciones politiza los discursos de apertura legislativa, que suelen ser para los oficialismos el primer acto de campaña. En ese contexto, la definición de un enemigo es una de las opciones básicas del menú ofrecido por el marketing político.

 

Tercero, que es probable que Alberto Fernández no sea una marioneta, como sostiene convencido el periodismo opositor. Indicios muestran que aspiraría a la reelección. Los dejan trascender voceros oficiosos con muy buena información; y el jefe de Gabinete, reflejando a la mesa chica, cree que sería lógico que así fuera, según le respondió a Jorge Fontevecchia meses atrás.

 

Cuarto, que la dinámica de puro antagonismo exhibido por las fracciones radicalizadas del oficialismo y la oposición, produce contenidos previsibles y belicosos. El discurso presidencial no fue ajeno a ese cariz. La política, en consonancia con los medios, se tornó un juego agresivo y tautológico.

 

Incorporando nuevos factores al análisis se percibe un texto menos homogéneo, lo que permite direccionarlo a diversos públicos. Las invectivas fidelizan a los militantes y acompañan los arrebatos impotentes de Cristina; la elección de Macri como enemigo refuerza la identidad y convoca a los millones de desilusionados con el ex presidente; el llamado al consenso respetando las ideas del otro, busca seducir a los moderados, que decidirán la suerte de Fernández.

 

Es significativo este último aspecto, en el que trabaja Gustavo Béliz: la idea de una democracia sinfónica, metáfora del pluralismo extraída del teólogo católico Hans Urs von Balthasar. Constituye una sofisticación de la “Argentina unida” del eslógan, sobre la que el Presidente podría basar la reelección, si a su gobierno le fuera bien.

 

El emblema de ese consenso es el Consejo Económico y Social, que el Presidente homologa a sus ideales. A eso debe sumarse su estudiada identificación con la Justicia: se asimila a un “hombre del Derecho” que quiere reformarla, no arrasarla como su vicepresidenta. Con menos prejuicios, aflora el albertismo.

 

La distinción de Eliseo Verón entre los destinatarios de la enunciación presidencial muestra hasta qué punto la alocución inaugural es una pieza típica de la comunicación política en lugar de un manifiesto cristinista. El discurso construye al otro “positivo”, oponiéndolo al otro “negativo”. Los militantes y los argentinos de bien somos “nosotros”, los opositores y sus banderilleros son “ellos”.  

 

Nada nuevo, todos los gobiernos hacen más o menos lo mismo. En realidad, la diferencia sustantiva no es retórica sino política. Remite a Cristina y La Cámpora. ¿Por qué? Porque hay una brecha insalvable entre el poder que ostentan y el bajo prestigio social que cosechan. Acumularon capital material, no simbólico. Ocupan áreas claves de la administración, pero la mayoría los repudia.

 

¿Quién continúa saldando por ahora ese débito? Alberto Fernández, cuya imagen positiva es equivalente a la negativa de la vicepresidenta y su hijo. Si como aquí se conjetura, el Presidente poseyera un proyecto, deberíamos aguardar un choque entre ellos en algún momento. Si el Gobierno ganara las elecciones, tal vez la discusión empiece por quién es el padre (o la madre) de la victoria.

 

Un anticipo de las visiones en pugna puede encontrarse en el discurso del 1° de marzo, leyéndolo sin preconceptos, aunque eso desilusione un poco a las audiencias cautivas. Acaso sea el mejor modo de evitar un disgusto mayor, si descubrieran que no todo se explica por el poder absoluto de Cristina, como le vendieron sus referentes mediáticos. 

(*) Eduardo Fidanza. Licenciado en Sociología, Universidad de Buenos Aires. Fundador y director de Poliarquia Consultores. Analista político e investigador social. Ex columnista semanal del diario La Nación. Miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo. Ex profesor titular regular de la UBA.