domingo, 26 de agosto de 2012

Cuando los Padres murieron... De Alguna Manera...


Desarmar la casa luego de que los padres murieron…
Con Mary, su mamá, en Murnau.

Final e inicio. La autora –hija única– revive y da nuevos significados a su historia a medida que enfrenta los recuerdos del hogar familiar. La soledad, la aceptación –y a la vez la impotencia– ante la ausencia. Cómo se continúa la vida al quedarse sin el resguardo paterno.

Mis padres tuvieron la deferencia, o la desfachatez, de morirse en el mismo año, con cinco semanas de diferencia. Me tocó a mí desarmar el departamento, abrir esos cajones que nadie parecía haber abierto desde hacía treinta años . Pensé que nunca podría hacerlo, hay que tener mucha cintura para encontrarse con las pertenencias de los seres queridos cuando ya no están.

Un papelito con números de teléfono, una agenda con listas de compras del supermercado, un juego de naipes o una boleta vieja del gas pueden convertirse en armas de destrucción masiva cuando no se está preparado para encontrarlas . Cada objeto tiene el poder brutal de hacernos asomar, por última vez, al empecinamiento, la soledad, la obsesión, la pertinacia o la meticulosidad de la persona que se fue; una ráfaga implacable que la trae de vuelta de cuerpo entero: allí sigue estando cuando ya no está.

Yo no podía evadirme, mi condición de hija única me condenaba irremediablemente a encontrarme con esas nimiedades que son el testimonio más feroz de la impiedad del paso del tiempo. Finalmente a punto de claudicar después de abrir el primer cajón, recordé un cuento de John Berger.

La idea de la muerte de mis padres empezó a preocuparme a la edad de cinco o seis años. Habíamos viajado a Alemania, donde mi padre tenía la intención de perfeccionar sus estudios de filosofía . Aquella era una Alemania anterior al milagro económico, sin vidrieras con marcas conocidas, cuyo paisaje urbano era interrumpido por grandes baldíos de los que en voz baja se decía: “Allí cayó una bomba” . La asociación entre bomba y terreno baldío prevaleció hasta mucho tiempo después de que regresáramos a la Argentina; será por eso que hasta hoy para mí los baldíos tienen algo de siniestro.

En esa Alemania todavía predominaban usanzas anteriores a la Guerra o directamente provocadas por ella. Todo el mundo vivía con lo puesto y contaba el centavo. Una lata de Nescafé era un lujo asiático y a nosotros –mi padre se había comprado un Opel Olimpia usado– se nos veía como a potentados un poco salvajes, malcriados y dispendiosos. Durante las primeras semanas en Murnau, donde mis padres aprendían alemán en el Instituto Goethe, yo pasaba las mañanas en el aula de un colegio ubicado entre la iglesia del pueblo y el cementerio. No entendía nada de lo que se decía.

Mis compañeros no usaban cuadernos, sino una pequeña pizarra sobre la que escribían con un puntero de tiza; no llevaban sus útiles en una valija, sino en una mochila de cuero que mi madre se negó a comprarme por considerar que me podía dañar la espalda. Antes de comenzar las clases se rezaba en la iglesia y yo, criada en una familia estrictamente agnóstica, no sabía cómo juntar las manos.

Todas las mañanas mi madre me acompañaba hasta la escuela. No me dejaba en la puerta, sino allí donde, en un recodo, se abría el primer peldaño de una empinada escalera de piedra por la que se ascendía unos 200 metros entre arbustos de bellotas coloradas hasta el patio de la iglesia. Una mañana me encontré con las puertas cerradas. Di unas vueltas por el jardín del cementerio; el terror de no saber qué hacer me hacía volver siempre al rellano de la puerta. Tal vez grité, porque apareció una mujer por cuyas enfáticas señas interpreté que por alguna razón era feriado.

Podría haberme quedado allí a esperar que me vinieran a buscar, pero la idea de permanecer bajo el frío gélido de esa mañana de diciembre me espantaba. De modo que corrí escaleras abajo y empecé a remontar, sin aliento, la calle por la que mi madre se había alejado. No sabía hacia dónde corría, pero detrás de ese túnel de árboles raquíticos, detrás de la acechanza de una intemperie sólo entrevista en la inquietud de aquellas primeras noches de insomnio , suponía yo, encontraría a mi madre. Y así fue. Como si me hubiera escuchado de lejos, ella también corría hacia mí.

Con el tiempo, el miedo a quedarme sola cedió o se asordinó detrás de las palabras extranjeras que iba haciendo propias y me abrían un sentido y un mundo plasmados en los recovecos de mi memoria como un tiempo tan verde como el del edén.

El miedo a la orfandad renació durante la pubertad y, con él, una tendencia a la tartamudez que ya había asomado incipientemente en la época en la que aprendía a hablar. Será que frente a los miedos una se queda sin palabras; o bien, que las palabras dan miedo porque siempre terminan por esconder su verdadero sentido. Por eso, crecer fue siempre aprender a hablar y, luego, aprender a que se me entendiera más allá de los endogámicos gestos y sobreentendidos establecidos entre la trinidad familiar en mis épocas de persona adulta.

Recuerdos que vuelven. La autora, de niña, cuando la familia vivía en Alemania. Con Víctor, su papá, en los Alpes bávaros.

Me fui de la casa de mis padres cuando terminé los estudios, bien lejos, expulsada por el país que, como tantas veces, no daba para más. Pero los hijos únicos nunca se van realmente. Entre ellos y los padres hay un lazo indisoluble, casi atávico, la mágica atracción del número tres, fuera de él nada está completo, nada se cierra ni es definitivo. Todo vuelve al número tres por más que el tiempo pase y se simule vivir la vida.

Murieron en el 2008, año en el que publiqué mi primera novela que ninguno de los dos pudo leer . Mi madre, porque un tumor en el lóbulo frontal la había convertido en una criatura desvalida que buscaba enhebrar palabras detrás de una sonrisa que partía el alma. Mi padre, porque un hastío de décadas le inhibió las ganas de seguir viviendo y había comenzado a deslizarse por una pendiente de progresiva debilidad de la que sólo salía para pedir, siempre con el mismo gesto de cabeza, que lo dejaran en paz.

Durante meses yo había entrado como un fantasma en ese departamento penumbroso, sin dejar rastros, sin que se notaran mis ganas de salir corriendo , sin moverme demasiado por temor a deshacer la superficie quebradiza que tiene la vida cuando los que una quiere se están muriendo. Los hechos, mientras se viven y aparecen sin prevención, no parecen tan dramáticos; a veces pienso que son más terribles en la mirada retrospectiva o al darles forma en palabras, porque cada minuto de pena trae su alivio, cada dolor su paliativo y cada tragedia su farsa. Por ejemplo, aprendí que lugares comunes como “no somos nada” o “mañana será otro día” revelan, detrás de su cuota de banalidad, la fruición de un súbito consuelo porque pertenecen a esos pequeños rituales que logran suspender el tiempo y señalar una pertenencia.

De sus varias estancias en el exterior mis padres habían acumulado muchos más objetos de los que cabían en los 117 metros cuadrados del departamento de la plaza Vicente López. Siempre habían querido mudarse, pero el momento nunca llegó, de modo que roperos y placares rebalsaban de seis décadas de matrimonio a los que se agregaba, luego lo descubrí, mi propia infancia.

Me tocó levantarlo, deshacer sus vidas y parte de la mía; la que fue y la que podría haber sido. El hecho de abrir cajones llenos de objetos que acaban de perder su razón de ser es una de las experiencias más radicales de la devastación ; peor cuando se es hija única. Los objetos que un muerto guardaba en un ropero, un botiquín, una biblioteca o una alacena acaparan, uno a uno, la perfecta representación de su vida cotidiana más íntima y más entrañable. Nos convierten en testigos únicos, tristemente privilegiados, dueños caritativos de la decisión de hacerlos desaparecer o donarlos, regalarlos, evitar a toda costa que se conviertan para otros en un incordio.

Durante meses me dediqué a desfragmentar capas geológicas de fotografías, telares a medio hacer, relojes pulsera y despertadores, juegos de porcelana sin usar, agendas, vajilla, ropa, costureros, abrecartas, mi primer cuaderno, mi primer diente de leche , mis primeros aritos, mis cartas de Alemania y demás intrascendencias. Los 6.500 libros de mi padre fueron a parar a la Universidad de Tucumán, armé 24 cajas con sus manuscritos y sus clases de historia de las religiones que ahora guarda una amiga piadosa, regalé los muebles y doné el resto. Me quedé con algunas cartas, algunas fotos dedicadas y un juego de porcelana belga . Algún día habrá que decidir qué hacer con ese resto. Intuyo que ese día no va a llegar muy pronto.

Lo llamativo de ese pasado, que ahora sobrevive en casa de primos, amigos, conocidos y personas que no conozco, no hacía que yo sintiera lo que se siente en el hecho de dar, sino más bien lo contrario, una secreta gratitud, un alivio recóndito : la felicidad de que los objetos permanezcan en la vida de otros.

Y aquí viene a cuento el relato de John Berger cuyo tema era, si se quiere, el adiós ya no a los muertos, sino a sus pertenencias, a las huellas domésticas de su paso por la vida. El narrador visita a un amigo a quien acaba de morírsele la mujer. Por toda la casa hay rastros de ella, el color del marco del espejo que pintó , la disposición de la cama del dormitorio, los rododendros en flor del pequeño jardín. El amigo ha donado todo lo que le pertenecía con mucho empeño, ocupándose de que, ya por necesidad o por cariño, cada elemento fuera recibido por alguien capaz de darle un uso específico. Sin embargo, no ha podido desprenderse de unos dibujos de plantas que la muerta realizó a lo largo de los años. No les veía el valor que podrían tener para un tercero. Entendiendo su desolación, el narrador le dice que los clasifique. Nada más que eso: que los clasifique.

Yo leí ese relato mientras deshacía el departamento de mis padres. Ahora no sé si mi interpretación da con el sentido que quiso darle Berger, pero en aquel momento comprendí que esa clasificación, que implicaba preparar los dibujos de la muerta para un destino eventual, era la manera más humilde de poner en orden la vida que se fue y la vida propia. Eso me ayudó a aceptar lo que con creces se resiste a ser aceptado: la finitud. La nuestra y la de los otros.

© Escrito por Gabriela Massuh, Escritora, Directora De La Editorial “Mardulce”. Su último Libro Es “La Omisión” y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 25 de Agosto de 2012.



Secretaría de Debilitamiento de la Democracia II...


Secretaría de Debilitamiento de la Democracia II...


La historia detrás del desplazamiento de Marta Oyhanarte. Despidos injustificados, recorte de funciones y militantes de La Cámpora. 

La retirada de Marta Oyhanarte al frente de la Subsecretaría para la Reforma Institucional y Fortalecimiento de la Democracia puso en primer plano al ya polémico organismo y comenzó a desnudar los mecanismos de poder mentados por el kirchnerismo. El traspaso de la Jefatura de Gabinete a Aníbal Fernández fue uno de los tantos indicios que mostraron un punto de inflexión al interior del Frente Para la Victoria. A partir de ese momento se dio inicio a una gestión caracterizada por una cultura de secretismo y el ingreso de La Cámpora en órganos estratégicos de gobierno.

Detrás del escándalo, está la historia de quienes vivieron el comienzo de la oscura etapa del Debilitamiento de la Democracia y fueron víctimas de un modus operandi que luego se revelaría como política de Estado.

Julio de 2009: Aníbal Fernández asumía como flamante jefe de Gabinete de Cristina Fernández de Kirchner y comenzaba a dar sus directivas secundado por Lucía Dougherty de Sánchez. Diplomática de carrera, a Sánchez se le encomendó la tarea de hacer un “seguimiento” de todas las funciones de Oyhanarte. Una de ellas consistía en la organización de un seminario de acceso a la información pública financiado por la embajada de Nueva Zelanda y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el que iban a intervenir especialistas provenientes de la embajada de EEUU y el Banco Mundial. El evento estaba vinculado a la promoción de la ley de acceso a la información pública que finalmente nunca fue aprobada. Dougherty de Sánchez fue la encargada de comunicar la inexplicable y súbita decisión del ministro Fernández: el seminario se cancelaba.

Esto fue en agosto, a partir de ahí el clima empezó a estar muy tenso porque no se sabía que iba a pasar”, confesó a Plazademayo.com una ex empleada del organismo. Las publicaciones previstas en el marco del programa de Auditoría Ciudadana también sufrieron el recorte durante la nueva gestión. Las partidas correspondientes a ese programa fueron quitadas por Jefatura de Gabinete, al tiempo que comenzaron a imponer trabas a la gestión de esos documentos cuyo organismo administrador era el PNUD.

Así comenzó una sistemática reducción de funciones de quienes habían llegado a la Subsecretaría de la mano de Alberto Fernández. Pamela Nilus fue una de las víctimas de ese proceso. Su despido fue tan repentino como todas las medidas precedentes: fue notificada por personal de seguridad del edificio cuando quiso ingresar al organismo que ya no estaba identificada como empleada. Antes de eso había intentado cobrar su sueldo y se encontró con que el depósito no estaba hecho a su cuenta. “Ni le avisaron”, recuerda una de las testigos.

Quince días más tarde Andrés “El Cuervo” Larroque desembarcaba como Director para el Fortalecimiento de la Democracia, en reemplazo de Nilus. Una persona “puesta por la Presidenta”, como se encargó de informarles a los empleados Lucía Dougherty de Sánchez. El referente de La Cámpora estrenaba así su primer cargo como funcionario.

Los empleados no sabían cuáles eran las funciones que desempeñaba Larroque y su séquito. Su presencia se parecía más a la instalación de una unidad básica que a la llegada de un funcionario público: “La subsecretaría está en el noveno piso y en el décimo estaba el área de acceso, sacaron a casi todas las personas de acceso, o sea, las trasladan a que se sienten en otro lugar para que se instalen ellos, cuelgan los cuadros de Evitan Montonera y se quedan”.

En los meses que siguieron, Larroque mantuvo un hermetismo absoluto: no reportó ninguna actividad a Marta Oyhanarte. En una de las pocas conversaciones que mantuvieron, el Cuervo asumió su función como parte del desarrollo de una política militante. “Yo creo que ese fue el inicio de fortalecimiento de La Cámpora, Larroque fue el que les dio ese poder”, opinó la ex empleada del organismo.

A partir de ahí, la historia es conocida. El cambio de mando significó un retroceso respecto de todo el trabajo que se venía desarrollando hasta ese momento. Las principales tareas del organismo entre las que se encontraba supervisar el cumplimiento del decreto de acceso a la información y la gestión de intereses, quedaron virtualmente frenadas. Los fondos aportados por organismos internacionales fueron devueltos después de los entredichos con los programas de Naciones Unidas. Los contratos de la mayor parte de los empleados no fueron renovados y la estructura de la Subsecretaría se achicó ostensiblemente.

El desplazamiento de Marta Oyhanarte tuvo como corolario la desaparición de la web en donde se publicaban todos los informes sobre audiencias de funcionarios y los seguimientos que se realizaban en municipios para la aplicación del decreto 1172. Ahora quien quiera visitar la mejordemocracia.com deberá dirigirse a la Jefatura de Gabinete.

© Publicado por Plazademayo.com el Jueves 23 de Agosto de 2012.

Secretaría de Debilitamiento de la Democracia I... De Alguna Manera...


Secretaría de Debilitamiento de la Democracia I...

Andrés "cuervo"  Larroque.

El decreto de acceso a la información, sancionado por Néstor Kirchner, que no cumplen ni quienes deben hacerla cumplir. Andrés “Cuervo” Larroque. Mientras fue subsecretario de para el Fortalecimiento de la Democracia no informó ninguna reunión, contra lo indicado por la ley.

Una de las patas que compone el derecho a la libertad de prensa –la otra es la libertad de expresión- es el libre acceso a la información. Esta herramienta permite que el periodismo, uno de los nexos entre la ciudadanía y el Estado, pueda conocer y dar a conocer la gestión de gobierno, sus formas y sus usos.  El gobierno kirchnerista es adepto al secretismo -que es una de las formas que adquiere la gestión cuando es realizada por un grupo arbitrario, una camarilla-, incluso cuando ese secretismo va en contra de leyes adoptadas durante su mandato. De este modo, la Ley de Acceso a la Información Pública es violada reiteradamente, una y otra vez. A pesar de que fue implementada mediante un decreto firmado por el ex presidente, fallecido, Néstor Carlos Kirchner en 2003.

Uno de los anexos del decreto establece un Reglamento para la publicidad de la gestión de intereses en el ámbito del Poder Ejecutivo Nacional. De ese modo, todas las reuniones y “toda actividad desarrollada —en modalidad de audiencia— por personas físicas o jurídicas, públicas o privadas, por sí o en representación de terceros —con o sin fines de lucro— cuyo objeto consista en influir en el ejercicio de cualquiera de las funciones y/o decisiones de los organismos, entidades, empresas, sociedades, dependencias y de todo otro ente que funcione bajo la jurisdicción del Poder Ejecutivo Nacional” debe ser dada a conocer. En otras palabras, las agendas de encuentros de los funcionarios deben tener carácter público. La norma, según la ley, debe cumplirse por:

“a) Presidente de la Nación;

b) Vicepresidente de la Nación;

c) Jefe de Gabinete de Ministros;

d) Ministros;

e) Secretarios y Subsecretarios;

f) Interventores Federales;

g) Autoridades superiores de los organismos, entidades, empresas, sociedades, dependencias y todo otro ente que funcione bajo la jurisdicción del PODER EJECUTIVO NACIONAL;

h) Agentes públicos con función ejecutiva cuya categoría sea equivalente a Director General.”

Las reuniones deben ser publicadas esta página.

Llama la atención que los titulares del área encargada de dar cumplimiento a esta norma, la Subsecretaría para la Reforma Institucional y Fortalecimiento de la Democracia, sean los menos adeptos a informar sus audiencias. Andrés “Cuervo” Larroque, uno de los líderes de La Cámpora y que asumió en esa secretaría en mayo de 2010, no informó de ninguna reunión. Su sucesor, Franco Vitali, desde que asumió en diciembre de 2011, anunció una audiencia. María Cristina Perceval, antecesora de Larroque, duró desde diciembre de 2009 a mayo de 2010 en ese puesto e informó 5 reuniones. Marta Oyhanarte, que había inaugurado la subsecretaría, detalló 235 audiencias desde noviembre de 2003 a noviembre de 2009.

Los titulares de las carteras que componen al poder ejecutivo tienen un déficit con la publicación de sus actividades –en cambio, la presidenta Cristina Fernández informó  798 desde que asumió en diciembre de 2007-.

El ministro de Defensa Arturo Puricelli no se reunió nunca con nadie, según sus declaraciones de audiencias.

Hernán Lorenzino tampoco recibió a nadie desde que es ministro, aunque en este caso es más creíble ya que es conocido como “El silencioso” y hasta “El mudo” y, por lo tanto, quizás no se reúna con nadie ya que su fuerte no es hablar ni la comunicación en general.

Axel Kicillof, viceministro de Economía, tuvo 9 audiencias desde enero de este año.

Carlos Tomada, ministro de Trabajo, tuvo apenas 12 audiencias desde agosto de 2009. Sin embargo, como muestran las escuchas judiciales del caso Mariano Ferreyra, Tomada llamaba por teléfono al jefe del sindicato ferroviario José Pedraza para asesorarlo sobre los modos de evitar el ascenso de la izquierda en su sindicato, “simulando cursos de formación” y “haciéndoles la cabeza”. Por lo tanto, tal vez no tenga audiencias personalizadas, sin que esto afecte su capacidad de lobby con personajes de la más baja estofa.

La viceministra de Trabajo Noemí Rial, que se solidarizaba con Pedraza el día en que la Justicia lo allanaba, no tiene reuniones desde octubre de 2009.

El ministro del Interior Florencio Randazzo no tiene audiencias desde junio de 2011.

El ministro de Salud Juan Manzur no las tiene desde enero de este año. El ministro de Ciencia y Tecnología Lino Barañao no se reúne con nadie desde febrero de 2012. Déborah Giorgi, ministra de Industria, no tiene audiencias desde octubre de 2011.

Norberto Yauhar, titular del Ministerio de Agricultura, no tiene reuniones desde que asumió el 10 de diciembre de 2011.

En cambio, otros ministros informan su actividad. Julio Alak, ministro de Justicia, señaló haber tenido 38 audiencias desde enero de 2011. El canciller Héctor Timmerman las informa regularmente, así como Enrique Meyer, de la cartera de Turismo. Nilda Garré alterna periodos de publicación de sus audiencias con periodos en los que no las detalla. Desde que asumió la cartera de Seguridad tuvo 108 reuniones. El mismo método usa el ministro de Educación Alberto Sileoni.

La ley de acceso a la información, sancionada durante el primer gobierno, tiene severos déficits en su aplicación. Estas cifras dan cuenta de ese menosprecio por un aspecto del espíritu de “fortalecimiento de la democracia”.

© Publicado por plazademayo.com el martes 21 de Agosto de 2012.