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domingo, 4 de mayo de 2014

Pescado podrido... De Alguna Manera...


Pescado podrido...


La Presidenta transita por laberintos insólitos para compararse con el pasado. Datos falsos. Hay que estudiar con atención la relación maternal que Cristina estableció con los muchachos de La Cámpora. Utiliza ese espacio de diálogo que se establece en los patios internos de la Casa Rosada como una suerte de terapia que le permite reflexionar con más serenidad sobre su propio liderazgo.

Uno de los pibes para la liberación la notó apenas altanera, con pocas pilas, y la arengó: “Vamos por todo, Cristina”. Ella se detuvo y lo contradijo: “No, no. Eso fue utilizado en contra nuestro. ‘Nunca menos’ me gusta más”. Segundos antes les había pedido que salieran a predicar las bondades del modelo casa por casa con palabras sencillas para que todo el mundo entendiera y ella clavó varias veces “semiótica y semiología” metida en un berenjenal similar al que ingresó al comparar “paradojas con parábolas” o al confundir a Jauretche con Scalabrini Ortiz.

Revisitó dos temas calientes de todos los debates entre los que se ofrecen como vanguardias de su pueblo: cuando Perón echó a los Montoneros de la Plaza de Mayo al grito de “imberbes” y “estúpidos” y la experiencia clasista y combativa del Sitrac Sitram.

Casi no tuvo repercusión porque lo dijo en voz baja, como reculando, pero su mirada de aquel 1º de Mayo histórico fue muy similar a la de los peronistas que rompieron en su momento con Montoneros o que hoy fustigan sin eufemismos su militarismo ultraizquierdista e irresponsable. Cristina dijo que “se le quiso enseñar peronismo a Perón y se le discutió su conducción. Muchos de los que ya no están desde nuestras propias filas cuestionaban por burgués al plan económico de Gelbard, que era revolucionario”. Se ubicó en el mismo centro del altar del fundador del movimiento y aclaró que “cuando nos corren por izquierda porque vamos despacio, y por derecha porque somos demasiado intervencionistas, quiere decir que estamos en donde tenemos que estar. Es un termómetro, una fórmula que no falla nunca”.

Recalculó la vieja consigna de “ni yanquis ni marxistas”. Justificó sus pecados de todo tipo hacia su propio relato, como el ajuste ortodoxo liberal y antipopular por un lado y el respaldo a un general que manchó los derechos humanos como César Milani, por el otro. Pero, cuando recordó con tristeza que Néstor Kirchner nunca había ganado una elección nacional en la que él encabezara la boleta, concluyó que “la historia fue injusta con Néstor”, aunque no pudo con su genio de la épica millonario guevarista: “Si él no hubiera descolgado el retrato de Videla, yo no hubiera podido colgar el del Che Guevara”. Ese es un nudo gordiano de sus neuronas. 

Le cuesta explicarse a sí misma la magnitud y la procedencia de su fortuna.

Y eso la deja pedaleando en el aire cuando arremete contra los empresarios codiciosos que “cuanto más tienen, más quieren”. ¿Y Boston, Cristina”, diría Aníbal Fernández. Una especie de culpa de ser ricos que pretenden pagar con paternalismo hacia los más humildes, a quienes “perdonan” si cometen delitos “porque el castigo es irracional”. Eso dijeron dos fiscales que militan en el victorhuguismo judicial, una sobreactuación engolada que, como Eugenio Zaffaroni, se conduele con los que menos tienen mientras nadan en sus océanos de euros.

Dificultó que los camporistas hayan comprendido la anécdota gremial cordobesa que Carlos Zannini le contó a Cristina. Una exageración bizarra que Cristina creyó y repitió a pié juntillas. Dijo que los del Sitrac Sitram habían hecho paro porque les habían servido congrio tres días seguidos en el comedor de la planta fabril. Aclaró que el congrio es un pescado riquísimo y quiso caricaturizar a los trabajadores que hoy hacen medidas de fuerza. No lo dijo, pero fue como decir: “Se quejan de llenos”. Doble falta. 

Hoy, más de la mitad de la fuerza laboral gana menos de 4 mil pesos; hay 35% de trabajo en negro; hace dos años que no se crean empleos privados y, en blanco, ya comenzó la destrucción de puestos laborales en las automotrices, por ejemplo. El nivel de pobreza y desigualdad es el mismo que en los 90, y un millón y medio de jóvenes no trabajan ni estudian. Primer error. Muchísimos no están llenos y se quejan.

Segundo: más que congrio, a Cristina le dieron pescado podrido. Con data floja de papeles de Zannini, fue ofensiva hacia una de las experiencia legendarias de la izquierda más intransigente. El Cordobazo, que hirió de muerte a la dictadura patricia de Onganía, también fue protagonizado por los operarios mejor pagos del país. Eso se llamaba conciencia de clase, señora. Estos eran los gremios de las fábricas MaterFer y ConCord, que le jugaban por izquierda incluso a Agustín Tosco y seguían a dirigentes históricos del trotskismo como Gregorio Flores o René Salamanca, un líder mecánico ícono que se apoyaba tanto en el maoísta Partido Comunista Revolucionario como en la Vanguardia Comunista, que simpatizaba con Albania y en el que militaba el Chino Zannini antes de ser detenido por la dictadura.

Este espacio de poco rebote periodístico que intento iluminar mostró a Cristina modificando su caracterización (por lo menos momentáneamente) de lo que fue la batalla entre el campo y el Gobierno por la 125. No se trató de “la oligarquía que quería destituir a Cristina”, como se dijo hasta ahora, sino que “fue un momento donde nos agarramos a patadas entre todos”. Lo dijo esta semana.

Coincidió con el discurso de Carlos Zannini en el Mercado Central. No en la ubicación escatológica del grano que le salió al establishment con Néstor, sino en remarcar quiénes son las miles de flores que florecieron: “Ustedes son las únicas caras nuevas que hay. Los demás, y me incluyo, somos figuritas repetidas”. Más que autocrítica y esperanzada en las nuevas generaciones de La Cámpora, la Presidenta pareció interesada en llevarse puestos a todos sus pares el día que abandone el poder en el 2015. 

Luces para algunas sombras de Cristina.

© Escrito por Alfredo Leuco el Sábado 03/05/2014 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


lunes, 7 de enero de 2013

Espectros del Subte A... De Alguna Manera...


Espectros del Subte A...

El Presidente Victorino de la Plaza inaugurando el Subte de Bs. As. (01/12/1913)

No es fácil viajar en Buenos Aires. Pero no conozco viaje más grato en el trasporte colectivo de la ciudad que el del Subte A. En ciertas horas de la tarde, pareciera que hasta está por subir el propio presidente Yrigoyen. Perón lo tomó varias veces, pero para esa época ya existían la línea B, la C y la D. En el examen conspirativo al que Cortázar somete a la línea A –en su momento a cargo de la Anglo-Argentina– podemos leer: “Es cierto que entre Loria y Plaza Once se atisba vagamente un Hades lleno de fraguas, desvíos, depósitos de materiales y raras casillas con vidrios ennegrecidos”. No cambiaron mucho las cosas desde entonces, pues Cortázar quiso dar una imagen tragicómica de la vida en la ciudad a partir de los viajes metafísicos en la línea A.

Lo que sugería ese cuento cortazariano era una crítica a la modernidad, a los aglomeramientos en las metrópolis. Hoy no podemos imaginar en el proyecto de cambiar esos antiguos vagones de La Brugeoise, fabricados en la ciudad de Brujas, Bélgica, ninguna reflexión satisfactoria sobre la historia urbana que ha enhebrado este subterráneo. Estos coches tuvieron muchas reparaciones a lo largo de una centuria, pero ninguna de esas transformaciones dejaron de respetar el armazón original. Son la historia misma del transporte subterráneo durante el siglo XX, un tesoro de la memoria urbana, corporal, temporal e incluso olfativa de la ciudad. Cuando frenan en las estaciones, hace casi un siglo que esos coches dejan el mismo ligero aroma a lapacho friccionado, material del que están hechas las zapatas de freno. Hay más continuidad urbana en ese perfume a madera rechinada que en casi ningún otro juego con la historia de Buenos Aires que se nos ocurra hacer.

Cuando escucho el traqueteo del tren que se acerca ensayo una plegaria subterránea. ¿Cómo llamarla? ¿Rezo por el antiguo vagón? ¿Súplica para que aparezcan los vagones belgas, la esperanza de que surjan de la boca oscura del túnel esas desgonzadas berlinas que se bambolean de lo lindo, y no los sustitutos anodinos que fueron apareciendo con el tiempo? A veces se presentan unos intrusos vagones –igual los respetamos– que provienen de la fábrica Materfer, de la ciudad de Ferreyra, Córdoba. Fue primero la Fiat la que los hizo; ahora, en otras manos, y en otros aires de época, esa fábrica se inclina a producir máquinas cosechadoras y viales. ¡Pero si aparece el tren de La Brugeoise, cartón lleno! ¿Es que está repleto? ¡Sí, pero entramos igual!

Una vez adentro, vaya lleno o vacío, el vagón que vino de Brujas ofrece su escenografía (mejor decir su coreografía: ondulan, se tuercen, se ponen tiesos, se reacomodan, tiemblan). Los bancos entablillados con finos cortes de listones macizos y las paredes de madera, chocan moderadamente entre sí. Mucho más de lo que lo hacen los pasajeros. Al viajero iniciante podría parecerle un descalabro, pero es la centenaria dialéctica del maderaje. Alguna vez, hubo asientos de esterilla, y aun antes, de cuero. Los fabricantes utilizan ahora procedimientos que llaman “antivandálicos”, que hacen de los asientos moldes fijos en serie, un tanto penitenciarios.

Los habitués del Subte A –nombre que ha resistido a la desabrida adopción universal de la palabra Metro– toleramos la abolición de la esterilla en los asientos y las respetuosas reformas que en una centuria se hicieron en los talleres Polvorín (barrio de Caballito); eso prueba que no somos fanáticos, agradecíamos si apenas lográbamos introducirnos en un viaje entre maderas que chirrían, tan solo mascullantes, haciéndonos recordar a los viajeros de antaño, a esas miles y miles de sombras con sombrero Panamá y el desvanecido fieltro, como contemporáneos de una civilización extinguida. El sombrero comenzó a desaparecer por efecto del transporte urbano (aunque ahora las mochilas estudiantiles hacen que a ciertas horas todos los pasajeros tengan doble espalda). Viajar no es fácil. Pero el Subte A, para quien sepa entenderlo, ofrece el consuelo de sus farolas interiores de vidrio ondulante, una orfebrería de estaño de diseño artístico, un vago art-nouveau a la belga.

Siempre el subte A fue semipenumbroso. Pero al estar apenas unos metros bajo tierra, he allí una compensación. Si uno se asoma por las ventanillas para ver oblicuamente las aperturas de salida, puede percibir la gente que pasa por la calle desde el propio vagón. Es como en un propiedad horizontal, proyectada en un amplio territorio para que no perdamos de vista que la vida es eso mismo, la simultaneidad visible entre los que marchan por arriba y los que marchan por debajo; todos viandantes, todos complementándose, pues los unos serán los otros.

Hoy viajamos en el Subte A junto al piélago de nuestros pasajeros antepasados. Millones de espectros mudos viajaron allí. ¿Cómo calificar el desprecio con que se habla de esos vagones? Se lee que hay expertos barceloneses, expertos chinos, examinando esas supuestas ruinas ciudadanas. ¿Sabrán que desde la escalinata de la Estación Congreso Roberto Arlt hizo su aguafuerte sobre el Golpe de Uriburu? Dentro de algunos siglos, otros espectros podrán hablar con algún técnico chino sobre estos episodios. Si hasta algunos gerentes de la Anglo-Argentina algo llegaron a comprender. Pero por el momento, la operación de demolición histórica sobre esta línea donde ciertas estaciones conservan en el molinete gastados bastones de madera, donde millones empujaron y dejaron las invisibles marcas de sus manos apuradas, es de las más desdichadas acciones en las que puede empeñarse un gobierno municipal.

El futuro viajero perderá su historia a cambio de un mendrugo de felicidad ilusoria, un poco de aire acondicionado para sentirse un ciudadano beatificado, sin sospechar que ya era un pasajero derrotado. Le habían dado los asientos de plástico premoldeados, unos minutos menos de retraso en el viaje, y los domingos, el bálsamo de pasear con algunos de los viejos trenes belgas por Caballito. Pero era ya un pasajero fosilizado. El fáustico modernizador, no se crea, es también un museólogo. El amor a la ciudad existe, pero es más verdadero cuando no se lo proclama con sospechoso fervor. Incluso a “Mi Buenos Aires querido” se le va un poco la mano. Creo que los que así lo deseemos, como síntoma cauto y efectivo de resistencia, debemos prepararnos para hacer nuestros últimos viajes por los saltarines vagones de La Brugeosie.

© Escrito por Horacio González, Sociólogo y Director de la Biblioteca Nacional, el lunes 07/01/2013 en el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 

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