Espectros del Subte A...
El Presidente
Victorino de la Plaza inaugurando el Subte de Bs. As. (01/12/1913)
No es fácil viajar en Buenos Aires. Pero no
conozco viaje más grato en el trasporte colectivo de la ciudad que el del Subte
A. En ciertas horas de la tarde, pareciera que hasta está por subir el propio
presidente Yrigoyen. Perón lo tomó varias veces, pero para esa época ya
existían la línea B, la C y la D. En el examen conspirativo al que Cortázar
somete a la línea A –en su momento a cargo de la Anglo-Argentina– podemos leer:
“Es cierto que entre Loria y Plaza Once se atisba vagamente un Hades lleno de
fraguas, desvíos, depósitos de materiales y raras casillas con vidrios
ennegrecidos”. No cambiaron mucho las cosas desde entonces, pues Cortázar quiso
dar una imagen tragicómica de la vida en la ciudad a partir de los viajes
metafísicos en la línea A.
Lo que sugería ese cuento cortazariano era
una crítica a la modernidad, a los aglomeramientos en las metrópolis. Hoy no
podemos imaginar en el proyecto de cambiar esos antiguos vagones de La
Brugeoise, fabricados en la ciudad de Brujas, Bélgica, ninguna reflexión
satisfactoria sobre la historia urbana que ha enhebrado este subterráneo. Estos
coches tuvieron muchas reparaciones a lo largo de una centuria, pero ninguna de
esas transformaciones dejaron de respetar el armazón original. Son la historia
misma del transporte subterráneo durante el siglo XX, un tesoro de la memoria
urbana, corporal, temporal e incluso olfativa de la ciudad. Cuando frenan en
las estaciones, hace casi un siglo que esos coches dejan el mismo ligero aroma
a lapacho friccionado, material del que están hechas las zapatas de freno. Hay
más continuidad urbana en ese perfume a madera rechinada que en casi ningún
otro juego con la historia de Buenos Aires que se nos ocurra hacer.
Cuando escucho el traqueteo del tren que se
acerca ensayo una plegaria subterránea. ¿Cómo llamarla? ¿Rezo por el antiguo
vagón? ¿Súplica para que aparezcan los vagones belgas, la esperanza de que
surjan de la boca oscura del túnel esas desgonzadas berlinas que se bambolean
de lo lindo, y no los sustitutos anodinos que fueron apareciendo con el tiempo?
A veces se presentan unos intrusos vagones –igual los respetamos– que provienen
de la fábrica Materfer, de la ciudad de Ferreyra, Córdoba. Fue primero la Fiat
la que los hizo; ahora, en otras manos, y en otros aires de época, esa fábrica
se inclina a producir máquinas cosechadoras y viales. ¡Pero si aparece el tren
de La Brugeoise, cartón lleno! ¿Es que está repleto? ¡Sí, pero entramos igual!
Una vez adentro, vaya lleno o vacío, el
vagón que vino de Brujas ofrece su escenografía (mejor decir su coreografía: ondulan,
se tuercen, se ponen tiesos, se reacomodan, tiemblan). Los bancos entablillados
con finos cortes de listones macizos y las paredes de madera, chocan
moderadamente entre sí. Mucho más de lo que lo hacen los pasajeros. Al viajero
iniciante podría parecerle un descalabro, pero es la centenaria dialéctica del
maderaje. Alguna vez, hubo asientos de esterilla, y aun antes, de cuero. Los
fabricantes utilizan ahora procedimientos que llaman “antivandálicos”, que
hacen de los asientos moldes fijos en serie, un tanto penitenciarios.
Los habitués del Subte A –nombre que ha
resistido a la desabrida adopción universal de la palabra Metro– toleramos la
abolición de la esterilla en los asientos y las respetuosas reformas que en una
centuria se hicieron en los talleres Polvorín (barrio de Caballito); eso prueba
que no somos fanáticos, agradecíamos si apenas lográbamos introducirnos en un
viaje entre maderas que chirrían, tan solo mascullantes, haciéndonos recordar a
los viajeros de antaño, a esas miles y miles de sombras con sombrero Panamá y
el desvanecido fieltro, como contemporáneos de una civilización extinguida. El
sombrero comenzó a desaparecer por efecto del transporte urbano (aunque ahora
las mochilas estudiantiles hacen que a ciertas horas todos los pasajeros tengan
doble espalda). Viajar no es fácil. Pero el Subte A, para quien sepa
entenderlo, ofrece el consuelo de sus farolas interiores de vidrio ondulante,
una orfebrería de estaño de diseño artístico, un vago art-nouveau a la belga.
Siempre el subte A fue semipenumbroso. Pero
al estar apenas unos metros bajo tierra, he allí una compensación. Si uno se
asoma por las ventanillas para ver oblicuamente las aperturas de salida, puede
percibir la gente que pasa por la calle desde el propio vagón. Es como en un
propiedad horizontal, proyectada en un amplio territorio para que no perdamos
de vista que la vida es eso mismo, la simultaneidad visible entre los que
marchan por arriba y los que marchan por debajo; todos viandantes, todos
complementándose, pues los unos serán los otros.
Hoy viajamos en el Subte A junto al piélago
de nuestros pasajeros antepasados. Millones de espectros mudos viajaron allí.
¿Cómo calificar el desprecio con que se habla de esos vagones? Se lee que hay
expertos barceloneses, expertos chinos, examinando esas supuestas ruinas
ciudadanas. ¿Sabrán que desde la escalinata de la Estación Congreso Roberto
Arlt hizo su aguafuerte sobre el Golpe de Uriburu? Dentro de algunos siglos,
otros espectros podrán hablar con algún técnico chino sobre estos episodios. Si
hasta algunos gerentes de la Anglo-Argentina algo llegaron a comprender. Pero
por el momento, la operación de demolición histórica sobre esta línea donde
ciertas estaciones conservan en el molinete gastados bastones de madera, donde
millones empujaron y dejaron las invisibles marcas de sus manos apuradas, es de
las más desdichadas acciones en las que puede empeñarse un gobierno municipal.
El futuro viajero perderá su historia a
cambio de un mendrugo de felicidad ilusoria, un poco de aire acondicionado para
sentirse un ciudadano beatificado, sin sospechar que ya era un pasajero
derrotado. Le habían dado los asientos de plástico premoldeados, unos minutos
menos de retraso en el viaje, y los domingos, el bálsamo de pasear con algunos
de los viejos trenes belgas por Caballito. Pero era ya un pasajero fosilizado.
El fáustico modernizador, no se crea, es también un museólogo. El amor a la
ciudad existe, pero es más verdadero cuando no se lo proclama con sospechoso
fervor. Incluso a “Mi Buenos Aires querido” se le va un poco la mano. Creo que
los que así lo deseemos, como síntoma cauto y efectivo de resistencia, debemos
prepararnos para hacer nuestros últimos viajes por los saltarines vagones de La
Brugeosie.
© Escrito por Horacio González, Sociólogo y
Director de la Biblioteca Nacional, el lunes 07/01/2013 en el Diario Página/12
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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