El eterno retorno... del peronismo…
El peronismo logró vencer a la coalición Juntos por el
Cambio y frustrar la reelección de Mauricio Macri. El fracaso económico del
gobierno y la reunificación del peronismo explican el retorno de este último al
poder más rápido de lo que hasta hace poco se esperaba.
© Escrito por María Esperanza Casullo el domingo 27/10/2019 y publicado por Nueva
Sociedad de la Ciudad de Buenos Aires, República Argentina.
El domingo 27 de octubre, Argentina se dio
nuevo gobierno. Lo hizo mediante un acto eleccionario en el cual el país
asistió a varias novedades: por primera vez en su historia nacional, fue
derrotado un presidente en funciones que buscaba su reelección; por primera vez
desde la recuperación de la democracia en 1983, un presidente no peronista
logró llegar a las elecciones luego de cuatro años de mandato con posibilidades
de ser reelegido; por primera vez un ex-presidente (en este caso,
ex-presidenta) va a asumir como vicepresidente de la nación; por primera vez,
asumirá un presidente que no ha pasado por ninguna función ejecutiva o electiva
previa. También será la primera vez que el peronismo llegue al poder derrotando
a un presidente en ejercicio (en 1989, Raúl Alfonsín no era candidato; en 2003,
Néstor Kirchner no compitió contra Fernando de la Rúa, quien había renunciado
dos años antes). Con la asunción del nuevo gobierno, el próximo 10 de
diciembre, Argentina llegará a 36 años de estabilidad democrática, no solo con
elecciones libres sino con alternancia en el poder.
Pero
comencemos por el principio: ¿cómo puede explicarse que Mauricio Macri haya
logrado lo que solo otros dos presidentes latinoamericanos pudieron antes, vale
decir, ser derrotado en su intento reeleccionista?
En
enero de 2016 publiqué un artículo en Nueva Sociedad titulado
«El
gobierno de Mauricio Macri: entre lo nuevo y lo viejo», en el que intentaba sistematizar las dimensiones con
las cuales evaluar la gestión del entonces nuevo gobierno. Argumentaba que
Cambiemos (la coalición integrada por Propuesta Republicana, la Unión Cívica
Radical y la Coalición Cívica) había llegado al gobierno con algunas promesas
sustantivas que habían concitado apoyo en la población, entre ellas, la
reducción de la inflación, una mayor liberalización económica (sobre todo, la
posibilidad de comprar dólares y de acceder a bienes de consumo limitados por
el «estatismo» kirchnerista) y, en especial, la perspectiva de derrotar
políticamente, y de manera definitiva, al kirchnerismo (una popular consigna
antikirchnerista era «No vuelven más»). De estas tres cuestiones dependería su
éxito o fracaso.
Es
evidente que el resultado adverso en las urnas del domingo 27 de octubre solo
puede explicarse como resultado de haber incumplido totalmente las dos primeras
promesas. No obstante, la resiliencia política de Cambiemos hacia el futuro se
explica a partir del éxito (parcial) en el cumplimiento de la tercera.
Resulta
tal vez redundante, pero necesario, recentrar el análisis de la derrota de
Juntos por el Cambio (el nuevo nombre de Cambiemos) en su gestión de gobierno,
ya que aquí se cifra la causa principal. El gobierno de Macri no solo no
disminuyó la inflación (aunque en la campaña había dicho que eso era «muy
fácil»), sino que la aumentó (el gobierno kirchnerista se retiró con una
inflación de alrededor de 25% anual; la última medición del Instituto Nacional
de Estadística y Censos antes de las elecciones alcanzó un 6% mensual). No
llovieron las inversiones privadas, como había prometido el gobierno market-friendly, y
la gestión económica macrista disminuyó las posibilidades de consumo de la
mayoría de la población.
En
un país en el que el acceso al consumo es una demanda prácticamente universal,
no solamente los bienes de primera necesidad y suntuarios resultaron más caros
en términos reales sino que su oferta se empobreció: menos variedad de marcas y
de productos en los supermercados y nula apertura a las marcas aspiracionales
globalizadas que sus votantes buscaban. No solo no se instaló en Argentina un
Apple Store, ni vinieron H&M o Forever 21, sino que de repente se volvió
difícil para grupos sociales enteros comprar queso o lácteos. A punto que tal
que Cristina Fernández de Kirchner ironizó: «Estos son malos
capitalistas, conmigo
sí había capitalismo (...)
que no me jodan más con lo del capitalismo».
Si
bien en algunos sectores aumentó la oferta de servicios (por ejemplo, en el
mercado de transporte aéreo, con el ingreso de las llamadas low cost),
cabe señalar que el gobierno de Macri fue mucho más «proempresas» que
«promercado», para utilizar la útil clasificación de James Bowen. La
concentración empresarial en los sectores de servicios públicos, bancario, de
telefonía celular y de medios de comunicación fue una constante. El deterioro
de las condiciones de vida de las mayorías (que incluyó la caída de cuatro
millones de personas bajo la línea
de pobreza y el crecimiento de
la pobreza hasta alcanzar al 35% de la población) no condujo al «círculo
virtuoso» en el cual un menor salario real dinamizaría la demanda de empleo,
que se suponía frenada por el alto costo laboral argentino.
En
síntesis: Argentina cerrará este ciclo de gobierno con una caída
del PIB proyectada para
este año de 3,1%. Finalmente, y casi como una cruel ironía, Macri terminó su
mandato reinstalando controles de cambios: la posibilidad de ahorrar en la
moneda estadounidense fue la demanda que había unificado a sus votantes desde
que el gobierno de Fernández de Kirchner implementó el llamado «cepo» en 2012.
El cepo actual es aún más restrictivo que el de entonces: solo se pueden
comprar 200 dólares mensuales por persona.
No
puede resultar sorprendente, por lo tanto, que el núcleo del voto del peronismo
hayan sido las zonas geográficas de Argentina más impactadas por el deterioro
productivo y socioeconómico de estos cuatro años. La victoria de Alberto
Fernández, cuya candidatura permitió reunificar al peronismo, se construyó con
los votos de las zonas industriales y populosas del Conurbano bonaerense
(profundamente afectadas por la caída del empleo) y las provincias del sur y el
norte del país. La Patagonia, en particular, resultó adversa para el macrismo,
que una y otra vez la consideró una región de privilegios indebidos, por
ejemplo, por recibir subsidios a las tarifas de gas y electricidad. Tampoco resulta
sorprendente que el núcleo del voto de Juntos por el Cambio se haya distribuido
en espejo: las zonas agrícola-ganaderas del centro pampeano del país fueron,
son y seguramente serán el corazón del proyecto político del macrismo en la
oposición.
Pero
el macrismo no sólo no pudo entregar buenos resultados macroeconómicos: resultó
llamativo durante estos cuatro años su desapego (que bordeó en la displicencia)
hacia la gestión del Estado. El gobierno de Cambiemos no tuvo prácticamente
políticas insignia novedosas ni dejará tampoco leyes reformadoras de gran
relevancia. En salud, educación, tecnología y política social, su gestión fue o
bien la clausura de políticas enteras, o bien una continuidad desganada
del statu quo anterior, cualquiera fuese este. No hubo
reformas de fuste o creación de nuevas capacidades estatales en prácticamente
ningún área. La inversión en infraestructura de transporte, vivienda y
saneamiento ambiental fue módica. Por momentos pareció como si el gobierno de
Macri hubiese estado auténticamente convencido de que el único y fundamental
deber de su gobierno era retirar al Estado lo más posible, con
la convicción de que desaparecido este obstáculo, las fuerzas del mercado
desarrollarían autónomamente el país. Se abrió el debate del aborto pero no se
aprobó y, en la campaña, el oficialismo hizo un giro «provida».
Queda
aún la tercera promesa de Macri: derrotar definitivamente y para siempre al
kirchnerismo (primero) y al peronismo (luego de 2017), con la paradoja de que
Macri buscó un candidato a vicepresidente peronista (antikirchnerista), Miguel
Ángel Pichetto, y que varias provincias «amarillas», como Córdoba o Santa Fe,
donde ganó Macri, tienen también gobernadores peronistas. En esta meta podemos
encontrar (paradójicamente, ya que fue derrotado por el revitalizado adversario
peronista) los mayores éxitos del macrismo.
Juntos
por el Cambio alcanzó 40% de los votos en unas elecciones disputadas en medio
de una grave crisis económica porque la coalición respondió con mucha claridad
a la pregunta de a quién representaba: a los y las votantes cuya primera
prioridad ideológica es enfrentarse, de plano y definitivamente, con el
peronismo, con votantes peronistas a los que imaginan radicalmente distintos de
ellos mismos, y con la dimensión plebeya, contestataria y popular que el
peronismo (tanto en sus versiones neoliberal durante la década de 1990 como
nacional-popular durante el kirchnerismo) no tiene empacho en traer a la arena
política.
El
giro hacia el antiperonismo puro y duro se reforzó en el último mes antes de
las elecciones, durante el cual Macri llevó adelante una larga gira por todo el
país bautizada «Sí se puede». En ella inauguró una fase de «liderazgo
carismático» (que incluyó, por ejemplo, besar el pie descalzo de una seguidora
sobre el escenario) que pocos anticipaban, pero que fue eficiente en movilizar
a su base más fiel. Si bien la coalición Juntos por el Cambio fue derrotada,
conservó una buena porción de votos, ganó en las provincias agroganaderas del
país (Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos), en San Luis y la Ciudad de Buenos Aires,
y se aseguró un bloque muy nutrido en el Congreso. No es poca cosa. El precio,
sin embargo, fue la consolidación de un discurso con ribetes clasistas –e
incluso racistas–, cuyo desenvolvimiento en la esfera pública habrá de ser
monitoreado.
Lo
que viene es una incógnita, ya que hay pocos elementos del pasado con los
cuales establecer comparaciones o analogías, y el peronismo siempre se
reinventa a sí mismo. Como en los últimos años, la economía será el principal
desafío del nuevo gobierno: la deuda externa, asumida en su totalidad por el
gobierno de Macri, deberá ser renegociada. Alberto Fernández deberá negociar
con los actores económicos y sociales del país a fin de que todos acepten
perder algo: los acreedores deberán resignar ganancias, los sectores
agroexportadores tal vez deberán pagar más impuestos y las bases sociales del
peronismo deberán tal vez aceptar que la mejoría en su calidad de vida y sus
ingresos no será todo lo rápida que ellos se imaginan hoy.
Además,
ambos bloques deberán maniobrar en una situación en la cual las diferencias
ideológicas entre los votantes –en las elecciones más polarizadas desde 1983–
parecen haberse solidificado de manera abierta, al aire libre, en el reino de
lo dicho y no de lo insinuado. Lo esperable no es la desaparición de los
antagonismos políticos (no es esa la «cultura» argentina) pero sí, al menos, su
canalización en los espacios del Congreso y la negociación sectorial
institucionalizada. También es una incógnita cómo funcionará la encarnación
actual del peronismo, de la cual el kirchnerismo es una parte fundamental pero
no la conductora, y Fernández de Kirchner fungirá, de manera inédita, como
vicepresidenta (tal vez valga la pena recordar que el peronismo en el poder
hasta ahora se ha verticalizado siempre bajo la figura de la autoridad
presidencial).
Por
el momento, vale la pena señalar que, en una región que está en este momento
sumida en serias turbulencias políticas, Argentina vivió una elección
presidencial en la que dos visiones de país distintas –una de centroizquierda y
otra de centroderecha– se enfrentaron pacíficamente.
Esta elección libre no es poca cosa: al ejercerla, la sociedad argentina decidió que un gobierno que teóricamente venía a hegemonizar la política nacional por cien años durará sólo cuatro.
Esta elección libre no es poca cosa: al ejercerla, la sociedad argentina decidió que un gobierno que teóricamente venía a hegemonizar la política nacional por cien años durará sólo cuatro.
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