Entre San Agustín y Santo Tomás...
San Agustín y santo Tomás de Aquino.
Lo del obispo
Bargalló demuestra que la castidad que la Iglesia impone a sus súbditos es una
agresión a la condición humana. Un cerrojo a la naturaleza del cuerpo, que
tiene tantos derechos como el espíritu. Pero la cosa ya es irremediable, de tan
lejos viene. ¿Por qué tanto empeño en proteger y demostrar la virginidad de
María? Otros hombres de la Iglesia (muy superiores al obispo de Merlo-Morón)
han sentido la tentación del pecado, de la lujuria. Y no se han ido a esconder
a una playa exclusiva, carísima de México, para realizarlo y luego callar, sino
que lo han confesado abiertamente, incluso con una prosa que suele sorprender
por su belleza. Otros hombres –más consagrados a su Dios que el obispo
Bargalló– sufrieron la tentación carnal y se entregaron a ella y lo dijeron
valientemente, sin andar fraguando mentiras, tonterías escasamente creíbles
para salir del paso. Me voy a referir a uno de ellos, al autor de las Confesiones,
a San Agustín, a quien el obispo de Merlo habrá leído seguramente tanto como
yo, que no he dejado de hacerlo desde muy joven, desde que cursaba en Viamonte
430, en la vieja Facultad de Filosofía y Letras, la materia Fenomenología e
Historia de las Religiones.
San Agustín vivió entre los años 354 y 430. Las Confesiones
es el más íntimo y hermoso de sus libros y seguramente uno de los más
auténticos que el catolicismo ha hecho nacer. Se trata de un libro fascinante,
sobre todo en sus primeras partes, en las que un joven demasiado joven no puede
sobrellevar las exigencias de la pubertad y a la vez adorar a su Dios aceptando
las exigencias terribles que éste le impone a su cuerpo. De esta forma, el
libro se convierte en una amarga queja (como si Job surgiera otra vez ante
Dios, cuestionándolo) que un ardiente pecador le presenta a su Creador. “Quiero
acordarme ahora de mis fealdades pasadas y de las carnales torpezas de mi alma.
Y lo hago, no porque ame estos pecados, sino para amarte a ti, Dios mío (...)
Pues en mi adolescencia ardía en deseos de hartarme de las cosas más bajas. No
dudé en embrutecerme con varios y oscuros amores” (Libro II, Capítulo I). Y
sigue adelante el que luego será recordado como el Santo de Hipona. Pero decir
“sigue adelante” es injusto con él. Porque cualquiera que se pone a escribir
puede adelantar en su tarea. Agustín, por el contrario, inicia el Libro III con
un texto digno de la mejor literatura, erótica. No sólo la prosa es subyugante,
sino el ambiente que, en pocas palabras, pinta: “Llegué a Cartago y me encontré
en medio de una crepitante sartén de amores impuros” (Libro III, Capítulo I).
¿Leyeron eso? “Una crepitante sartén de amores impuros.” ¿Qué se freía en esa
sartén? ¿Qué comida exquisita, irresistible?
El texto pareciera extraído de la
mejor prosa de un autor caribeño. García Márquez lo aceptaría. Sigue: “Pues
aunque mi verdadera necesidad eras tú, Dios mío que eres alimento del alma, yo
todavía no sentía tal hambre (...) La salud de mi alma no era buena y, llena de
úlceras, se lanzaba desesperadamente fuera de sí, restregándose con el contacto
de las cosas sensibles” (Ibid.). A los dieciséis años, ¿quién puede contener a
este púber que se desboca tras la lujuria? Agustín compara el deseo con las
marejadas, con las corrientes profundas de un mar incontenible que lo lleva a
playas que no desea y, a la vez, desea sin poder frenarse, sin nada que le dé
la fuerza para hacerlo. Sigue: “Pero una vez más volvía a preguntarme: ‘¿Quién
me ha hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma
bondad? ¿Pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien? (...)
¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? (...) Y si la puso el diablo, ¿quién
hizo al diablo?” (Libro VII. Cap. III. Subr. nuestro).
Y aquí nos arrostra su
texto decisivo: “Pero entonces, ¿dónde está el mal? ¿De dónde viene y por qué
se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y su semilla? (...) ¿De dónde viene,
pues, el mal, si Dios hizo todas las cosas y siendo bueno las hizo buenas? (...)
Pero tanto el Creador como su creación son buenas. ¿De dónde procede el mal?
¿Es que, acaso, era mala la materia de dónde sacó el universo? (...) ¿Y por qué
esto? ¿Acaso Dios no tenía poder para transformarla y cambiarla de todo modo
que no quedase de ella rastro del mal? ¿No es acaso omnipotente?” (Libro VII.
Cap. V). La formulación es extrema, la queja alcanza su mayor densidad: ¿Por
qué existe el mal? Si Dios es pura bondad y es omnipotente, ¿por qué no
destruye el mal? Si no lo hace, ¿Dios quiere el mal? ¿Hay mal en Dios, ya que
tanto lo tolera? ¿Se solaza Dios con el mal? En suma, las quejas de Agustín se
resumen en afirmar que no puede evitar el pecado de la carne, huir de la
lujuria, que su pubertad es una marejada impura que lo ahoga y, en esas aguas,
él es un pecador que goza. Y si eso que a él le ocurre es, para Dios, el mal,
¿quién lo creó? Sólo El pudo hacerlo. ¿Por qué lo hizo? Y si es totalmente
bueno y omnipotente, ¿por qué no lo elimina? ¿Acaso tolera el mal porque
también está en El? ¿Con qué derecho su Dios lo lleva a decir algo tan
desgarrador como: “Pobre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a
la muerte”? (Libro VIII. Cap. V).
Pequeño obispo de Morón, ése es el coraje. Usted, sugerimos,
debió decir: “Sí, pequé. Yo, un hombre entrado en la cincuentena, me vi
arrastrado al pecado de la carne. ¿Qué podemos pedirles a nuestros jóvenes
curas? Yo, al menos, incurrí en la lujuria con una mujer, divorciada y con una
vida hecha. ¿Qué tiene de malo? ¿No es peor arrastrar a nuestros jóvenes curas,
a los púberes que alojamos tras las paredes de nuestros monasterios, a vejar
niños? ¿No es peor que viejos sacerdotes de vieja y ajada fe también lo
hagan?”. Así habría sido respetado y hasta tendría un lugar en la historia de
la Iglesia. Pero no: usted sucumbió a Santo Tomás de Aquino, que aún es el
Padre de la Iglesia y cuya Summa Teológica es la verdad suprema. ¿Qué dice el
santo de Aquino? La Summa consiste en una serie enorme de preguntas que el
Santo responde. Formula la pregunta, luego las objeciones y por fin la
solución. Todo está resuelto ahí. Se ocupa de cuestiones que el obispo de Morón
debió consultar antes de irse a México a bañarse en aguas de lujuria. Por
ejemplo: La abstinencia, ¿Es la abstinencia un mal? La castidad, ¿es la castidad
una virtud? La virginidad, ¿consiste la virginidad en la integridad de la
carne? ¿Es ilícita la virginidad? ¿Es la virginidad una virtud? ¿Es la
virginidad más excelente que el matrimonio? Las especies de la lujuria: ¿Es
pecado mortal la fornicación simple? ¿Es la fornicación el pecado más grave?
¿Existe pecado mortal en los besos y en los tocamientos? ¿Es pecado mortal la
polución nocturna?
Bien, nos detenemos aquí. El obispo Bargalló sabía todas
estas cosas. Sabe que la Iglesia cree en Santo Tomás. Entonces, ¿por qué
abandonó la abstinencia? La castidad. ¿Ignoraba que la virginidad es una
virtud? ¿Cómo se entremezcló con una divorciada? ¿Ignoraba que la fornicación
simple y la compleja y vaya a saber cuántas más son pecado? ¿Ignoraba que los
besos y los tocamientos son lujuria? ¿En cuántos besos y tocamientos incurrió
con esa divorciada? ¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Acaso por evitar el pecado
mortal de la polución nocturna del que sólo se huye por medio de la fornicación
simple?
Entre San Agustín y su corazón desgarrado y Santo Tomás y
sus leyes inquisitoriales se mueve la Iglesia. El cardenal Bergoglio dijo que
había “tristeza en la Iglesia” por las acciones del obispo de Merlo. El
cardenal Bergoglio debe tener la Summa de Aquino clavada en el centro de su
corazón, aniquilándolo. La Iglesia debe volver a la angustia agustiniana y –con
ella– entrar en el siglo XXI. Debe también volver a la humildad del profeta de
Nazareth y su desdén por las riquezas y decidirse a luchar contra la pobreza y
la injusticia. De lo contrario morirá. Y si persiste en seguir como hasta ahora
sería deseable que lo haga o que, al menos, se vuelva impotente y deje al mundo
seguir su rumbo, hacia el desastre o hacia la vida, pero sin castradores
medievales.
©Escrito por José
Pablo Feinmann y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires el domingo 1º de Julio de 2012.
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