Amor y espanto…
Felices Pascuas… Raúl Alfonsín. Dibujo: Pablo Temes
El Gobierno mantiene buen nivel de
imagen. Lo ayuda el temor al pasado. Cuál es su oportunidad.
© Escrito por Manuel Mora
y Araujo el domingo 16/034/2017 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires.
El
país convive con sus muchos problemas reales y con las ofertas de la política.
Pero la situación política tiende a definirse. La Argentina tiene gobierno y su
gobierno es respaldado por una parte significativa de la sociedad.
Y ésta es la Argentina: la sociedad –sociedad “bipolar”, la llamé alguna vez– se mueve de un estado de ánimo al opuesto o, como dice Jorge Fontevecchia en su editorial de ayer, de una subjetividad de época a otra.
Y ésta es la Argentina: la sociedad –sociedad “bipolar”, la llamé alguna vez– se mueve de un estado de ánimo al opuesto o, como dice Jorge Fontevecchia en su editorial de ayer, de una subjetividad de época a otra.
Por
sobre esa sociedad, en parte orientándola, en parte alimentándose de ella, un
sistema político que alterna entre alinearse detrás de liderazgos fuertes o
funcionar como una máquina adaptativa sin rumbo propio; y al lado de él, los
“factores” de poder que se nutren de la actividad productiva, el trabajo y los
sin trabajo (empresarios, sindicatos, organizaciones sociales). Bastante igual
a sí misma, la sociedad casi parece condenada al ciclo del eterno retorno.
Pero
cada tanto aparece algo nuevo que concita altas expectativas de que “esta vez
podrá ser distinto”. Fue novedoso en su momento Alfonsín, fue novedoso Menem,
fue novedoso el kirchnerismo. Pero finalmente, con cada uno de ellos terminó
prevaleciendo el retorno. Ahora estamos ante el incierto y sorprendente ciclo
de Macri. La sociedad espera más de él de lo que parecen esperar los dirigentes
y los comentaristas e interpretadores.
El macrismo presenta una impronta novedosa en los ciclos políticos argentinos. No llegó al gobierno con un proyecto definido y con una sociedad entusiasmada con ese proyecto. Alfonsín y Menem entusiasmaron a la sociedad desde el primer día: Kirchner tardó un poquito, pero también la entusiasmó. Macri no. El respaldo que lo llevó al gobierno, y que todavía mantiene, está más basado en lo que excluye que en lo que ofrece. A sus seguidores no los mueve el amor sino el espanto (no el amor al proyecto macrista sino el espanto de la alternativa a Macri, el kirchnerismo). Por eso esta dualidad: las voces de la sociedad dicen que las cosas andan mal, que el Gobierno no las resuelve, pero sigue prefiriendo a este gobierno.
El cambio de contexto nunca es fácil. A Alfonsín le tomó dos años llegar a los juicios a las juntas, hasta que las intervenciones militares en los procesos políticos quedaron desterradas para siempre. A Menem le tomó unos dos años estabilizar la economía. El kirchnerismo fue menos lineal; sus éxitos económicos iniciales se cimentaron bajo la presidencia de Duhalde y la gestión de Lavagna, pero su impronta populista, de ejercicio discrecional del poder, y su propensión a despilfarrar el producto de los primeros buenos años de gobierno llegaron con la presidencia de Cristina.
Ahora parece estar perfilándose un contexto más definido que el del primer año del gobierno de Macri. El estilo político más institucional que de liderazgo, el clima de diálogo y respeto al pluralismo, la diversidad de voces en los medios de prensa, la actitud abierta hacia el mundo externo, todo eso parece ya descontado y –por lo menos en esta fase del ciclo– la sociedad lo acepta y lo valora. Eso está y es parte del presente. Un programa explícito de política económica sólo lo hay a medias, y se agota en algunas premisas básicas, prolegómenos y generalidades. Pero ahora surge una definición desde un sector del elenco gubernamental que es la base de una política económica: la prioridad es combatir la inflación, estimular la economía vendrá después.
El macrismo presenta una impronta novedosa en los ciclos políticos argentinos. No llegó al gobierno con un proyecto definido y con una sociedad entusiasmada con ese proyecto. Alfonsín y Menem entusiasmaron a la sociedad desde el primer día: Kirchner tardó un poquito, pero también la entusiasmó. Macri no. El respaldo que lo llevó al gobierno, y que todavía mantiene, está más basado en lo que excluye que en lo que ofrece. A sus seguidores no los mueve el amor sino el espanto (no el amor al proyecto macrista sino el espanto de la alternativa a Macri, el kirchnerismo). Por eso esta dualidad: las voces de la sociedad dicen que las cosas andan mal, que el Gobierno no las resuelve, pero sigue prefiriendo a este gobierno.
El cambio de contexto nunca es fácil. A Alfonsín le tomó dos años llegar a los juicios a las juntas, hasta que las intervenciones militares en los procesos políticos quedaron desterradas para siempre. A Menem le tomó unos dos años estabilizar la economía. El kirchnerismo fue menos lineal; sus éxitos económicos iniciales se cimentaron bajo la presidencia de Duhalde y la gestión de Lavagna, pero su impronta populista, de ejercicio discrecional del poder, y su propensión a despilfarrar el producto de los primeros buenos años de gobierno llegaron con la presidencia de Cristina.
Ahora parece estar perfilándose un contexto más definido que el del primer año del gobierno de Macri. El estilo político más institucional que de liderazgo, el clima de diálogo y respeto al pluralismo, la diversidad de voces en los medios de prensa, la actitud abierta hacia el mundo externo, todo eso parece ya descontado y –por lo menos en esta fase del ciclo– la sociedad lo acepta y lo valora. Eso está y es parte del presente. Un programa explícito de política económica sólo lo hay a medias, y se agota en algunas premisas básicas, prolegómenos y generalidades. Pero ahora surge una definición desde un sector del elenco gubernamental que es la base de una política económica: la prioridad es combatir la inflación, estimular la economía vendrá después.
Aparece
también una actitud más firme ante la práctica tan argentina de los paros y la
protesta activa en la calle, y va perfilándose una conducta firme ante las
presiones gremiales. En estos frentes el Gobierno exhibe una determinación que
no se le conocía: acepta confrontar. Sale a pelear con jugadores duchos en la
pelea –sindicatos, docentes, piqueteros– y toma el riesgo, ya que una derrota
se pagaría cara.
Y condensando todo eso, endurece su discurso. Se lo nota más confiado; de hecho, los números de las encuestas lo tranquilizan y, en el frente político, la atomización de los opositores lo favorece.
De fondo.
En la
calle se cree que este gobierno es menos “politiquero” que otros, pero se
entiende que eso debería conducir a enfocarse en los problemas de fondo. Muchos
gobiernos se conforman con la noción de que gobernar es ejercer el poder, es
estar ahí. La mayoría debe enfocarse en atender innumerables problemas de todos
los días. Algunos, en cambio, definen su razón de ser en términos de producir
transformaciones de magnitud en algún aspecto que afecta a la sociedad. La
sociedad espera algo así de este gobierno. El contexto es apropiado, y el
momento es oportuno, para que el Gobierno invierta más esfuerzo y pensamiento
estratégico en algunos temas fundamentales que hacen a la realidad de la
Argentina.
El diagnóstico parece claro: nuestro país no puede vivir complacido ante los niveles de pobreza abrumadores que persisten y se agravan, ante la deplorable calidad educativa presente, ante los niveles de corrupción asombrosos que conocemos. Son problemas universales, sobre los cuales en el país y fuera de él muchos think tanks, investigadores y organizaciones sociales trabajan continuamente; no hay que inventar la pólvora, hay que definir políticas y actuar.
La corrupción está a la orden del día. Es un buen momento para intentar un salto adelante y para instalarse en el mundo como una nación que busca respuestas efectivas. Es un buen momento porque la corrupción es un mal endémico en casi todo el mundo, y es probablemente el más universal factor que produce pérdida de legitimidad y falta de confianza en el sistema político.
Si el gobierno de Macri logra institucionalizar medidas anticorrupción, respaldadas en un consenso político razonablemente creíble, ésa podría ser su marca en la historia. No podrá hacerlo solo, deberá convocar a otros sectores políticos y sociales, pero puede liderar esa gran cruzada.