Hugo
Barrientos, anatomía de un hombre recio...
En los pasillos del estadio de Huracán, un club en el que se siente cómodo.
Su
sola presencia infunde respeto, cuando no temor. Define al fútbol como una
jungla y en ese marco se considera un guerrero. Leal, pero guerrero al fin.
Volvió a Huracán luego de una etapa muy movida en All Boys, donde se lo criticó
por jugar al borde y sufrió un doping. Pero nada lo movió de su eje.
La anatomia de un hombre recio también se
percibe en los detalles domésticos. Hugo Barrientos es de esas personas que,
cuando se presentan ante un desconocido, aprietan la mano dos niveles de
potencia más allá de lo establecido: convierten un saludo formal en una
demostración de fuerza, horadan una marca, delimitan un territorio. De una
intensidad similar, o mejor dicho superior, se lamentan algunos de sus rivales
cuando el mediocampista más áspero del fútbol argentino cruza sus piernas en
mitad de cancha: se quejan de que sus botines no tienen tapones sino cuchillas,
que a sus codos los carga el diablo, y que su juego no orbita alrededor de la
bravura, sino de la violencia.
En las últimas temporadas, el nuevo 5 de
Huracán quedó estigmatizado como un Darth Vader en pantalones cortos. Los suyos
lo veneran y los otros le temen, como si realmente conociera –y aplicara- el
poder del lado oscuro. El reciente paso por All Boys del futbolista que mejor
interpreta la dualidad del yin y el yang fue una combustión de energías
contrapuestas, la de haber alimentado su buen currículum profesional como
partícipe necesario de la epopeya de un club de barrio que se abrió paso entre
los más poderosos, pero al costo de haber multiplicado los expedientes de su
prontuario futbolístico particular: la sangrienta agresión a Rubén Ramírez en
un partido contra Banfield en diciembre de 2010, su persecución con perros de
caza a Giovanni Moreno, el día de febrero de 2011 en que el colombiano de
Racing se rompió los ligamentos cruzados en un duelo cargado de pólvora, y sus
dopings positivos frente a San Lorenzo e Independiente en dos fechas consecutivas
de mayo de 2012.
Pero semejante colección de desventuras no
hizo corrosión en su imagen, sino que la amoldó a lo que Barrientos realmente
es: un tipo con espíritu fugitivo que, como los inmigrantes centroamericanos
que atraviesan el desierto de Sonora y se filtran en Estados Unidos escapándose
de la persecución policial, hace de una cancha de fútbol el territorio en el
que corre por su supervivencia personal. En su rebeldía a la legalidad que lo
rodea, Barrientos es un apátrida que raspa tan al límite del reglamento que
resulta fácil imaginarlo en puntas de pie, en una noche sin luna, cambiando de
lugar los monolitos de la frontera que separa el juego vigoroso del negligente.
A veces se queda de un lado y a veces invade el otro, pero a los efectos de sus
reglas es indistinto: su patria es el borde.
-¿Qué pensás cuando te acusan de mala
leche?
-No lo soy, yo nunca golpeé para hacer
daño. Ser mala leche es ser mala persona o mal padre (tiene dos hijos: Gastón,
de 11 años, y Lourdes, de 7), o mal amigo, y yo soy todo lo contrario. Yo soy
buena persona.
-Pero jugás duro. Sos un tipo duro.
-Yo soy un guerrero dentro de la cancha;
pero un ángel fuera. Esto, el fútbol, es una jungla, resulta muy difícil, y no
hay que bajar los brazos.
-Te gusta jugar al límite.
-Siempre jugué al límite, siempre jugué
igual. El tema es no hacer daño, y yo no lo hago. Me gusta ganar, claro, y
veces al que golpean es a mí, pero yo aprendí a bancarme los golpes.
-¿Y cuál es tu límite?
-Ser leal, y yo lo soy.
-Ya tenés 35. Te quedan algunos años, pero
tu carrera está más o menos hecha. ¿Qué te enseñó este ambiente?
-Aprendí a escuchar, a pensar como pienso y
a conocer mucha gente, gente buena y gente mala.
Hugo empezó a moldear su personalidad de
guerrero (o de conspirador del reglamento, o de contestatario al orden
establecido, o de anarquista que descree de las leyes) en canchas de piedras y
de tierra, una geografía hostil que años más tarde se correspondería con su
juego de dientes afilados. No era pobreza eso que lo rodeaba, sino el rostro
menos amable de la Patagonia, el de la fiereza climática de Comodoro Rivadavia,
el lugar donde nació el 3 de enero de 1975: en la capital argentina del viento
y la sequedad no existían entonces estadios de césped, a diferencia de los
cuatro que se levantaron en los últimos años: los de Jorge Newbery, Huracán,
Petroquímica y el Municipal, donde la Comisión de Actividades Infantiles (CAI)
hace de local.
En su anterior paso por Huracán logró el
ascenso a Primera. Ahora quiere repetir.
Sus
reminiscencias apuntan al fútbol como el entretenimiento más divertido y
saludable, pero también como un ritual de sacrificio. “Te tirabas y te pelabas
hasta la oreja”, recuerda primero. “Me curtí desde chico”, decodifica
enseguida. Barrientos también es un caso de insurrección porque, a diferencia
de varios colegas de profesión, eligió un recorrido inverso al de los muchachos
que encuentran en el fútbol una solución a sus debilidades económicas: su
dedicación al deporte profesional le significó escaparse del confort de una
familia sin urgencias gracias al trabajo de su padre, Hugo, que le ponía el
cuerpo a la industria petrolera a 200 kilómetros de Comodoro, en medio de la
meseta patagónica; mientras su madre, Carmen, ama de casa; y su hermana,
Jorgelina (hoy en Estados Unidos), aportaban calidez femenina al hogar.
“Terminé el secundario y pensaba estudiar
el profesorado de Educación Física, o sea que vivía bien. Dedicarme al fútbol
me hizo conocer algunas dificultades que en mi casa no había. A nosotros no nos
faltaba nada, yo tenía auto y un cuatriciclo, y de repente el fútbol me hizo
vivir peor, pero yo elegí ese cambio, es lo que quería”, explica en una frase
que lo define como un self-made man: el fútbol no buscó a Barrientos, sino que
Barrientos buscó el fútbol.
Es posible que en esa decisión, seguramente
genética (su padre había sido futbolista en la liga local y abrió una dinastía
que siguió con sus tres hijos varones: Hugo, Pablo -su hermano talentoso, hoy
en Catania- y Leo –el menos conocido de la familia, en la actualidad en Jorge
Newbery de Comodoro, del Argentino B-), pero también porfiada y antojadiza,
nazcan las raíces indómitas de Barrientos: nunca hay que menospreciar a quienes
hicieron de una obsesión, y no de una vocación, su forma de ganarse la vida. Lo
que continuó fue, acaso, inevitable: plantarles bandera a los futbolistas que
eligieron su profesión a partir de su talento genético, marcarlos con énfasis
en mitad de cancha y, si es necesario, someterlos a una guerra de guerrillas
para sacarles la pelota. No está claro si es un futbolista-cacique o un
cacique-futbolista, pero sus piernas son boleadoras de carne y hueso.
Paradójicamente, Hugo, que creció en un
barrio de Comodoro cuya mención connota beatitud, Ceferino Namuncurá, empezó a
jugar en un club de nombre que causa ternura: La Proveeduría. No eran, todavía,
tiempos de partidos de once contra once, sino de baby fútbol. La Patagonia en
invierno obliga a refugiarse en gimnasios cerrados en los que aprendió a pisar
la pelota y a comandar a sus compañeros, aunque él no se asigne un mérito en
esa jefatura. El liderazgo, dice, no es un aprendizaje, sino un don innato e
intransferible.
-Yo no me hice líder, yo nací líder. Lo
mismo que capitán: se nace capitán, no se hace. Yo fui capitán en casi todos
los clubes en los que jugué: la CAI, Rafaela, Huracán, Instituto y All Boys.
Solo no lo fui en Newell’s ni en Olimpo.
Barrientos pasó entonces de La Proveeduría,
donde era delantero y hacía dupla ofensiva con su coterráneo Andrés Silvera, a
su club preferido de Comodoro, Jorge Newbery, y de allí al equipo que amasa,
cocina y sirve lo mejor del sur argentino: la CAI. Ya jugaba en cancha grande,
ya era volante central y ya se desvivía por ser un continuador de la épica de
Blas Giunta, el cinco de Boca que -Hugo se admiraba por televisión- jugaba en
estado de ebullición, con venas hinchadas no de sangre sino de lava hirviendo,
como a él le gusta.
-Veía que los futbolistas de Primera eran
de Trelew para el norte del país, y me daba bronca: nadie se fijaba en los del
sur. Entonces me propuse romper esa línea imaginaria. Somos de una camada de
Comodoro que llegó a Primera: el Cuqui Silvera, Sixto Peralta, Mario Santana,
Alexis Cabrera (campeón de la Mercosur 2001 y de la Sudamericana 2002 con San
Lorenzo, y de los Panamericanos 2003 con la Selección), Emanuel Trípodi, mi
hermano Pitu y yo.
Con la camiseta de la CAI comenzó a
peregrinar por canchas de Cipolletti, General Roca, Bahía Blanca, Esquel y
otros clubes paradigmáticos del Argentino B, un torneo en el que hasta Eric
Cantoná, Roy Keane o Andoni Goikoetxea se sentirían intimidados. Y fue en
Trelew, en 1999, contra el Racing doméstico, donde dio su primera vuelta
olímpica y festejó su ascenso al Argentino A. En realidad, Hugo ya había
debutado a los 15 años en la liga local, en 1992, por lo que se trata de uno de
esos pocos futbolistas que conocen el organigrama completo de los torneos de
AFA: liga local, Argentino B, Argentino A, B Nacional y Primera A.
En el medio, en 1996, y con 19 años,
Barrientos ya había tenido un flirteo con el fútbol porteño: se entrenó en
Ferro junto a otro muchacho de Comodoro, David Jones (hoy también en Newbery),
pero el posterior paso del técnico Oscar Garré a Lanús abortó la transferencia.
La revancha se haría esperar: recién en 2000, Atlético de Rafaela divisa en los
bajos fondos del fútbol patagónico a un joven con aura de guerrero y lo
contrata. Para Barrientos, que no era un niño sino un joven de 23 años,
comienza la gran aventura: deja el bienestar de su pago chico y recorre 2.000
kilómetros hasta una de las zonas más ricas de la Argentina, la cuenca lechera,
donde es recibido como un extraño, casi como un intruso. Por primera vez tenía
que demostrar ese liderazgo que él creía connatural ante compañeros que no solo
no lo conocían, sino que lo desestimaban.
-Me costó, era diferente a lo que había
vivido. Por suerte me apadrinaron Gustavo Semino (hoy en Crucero del Norte,
Misiones) y Carlos Bonet (el paraguayo que jugó los Mundiales 2002 y 2006), y
también me hablaban mucho Cachín Blanco (el técnico), (Angel) Comizzo y Rubén
Forestello, pero otros compañeros me pegaban muy duro en los entrenamientos.
-¿Tan duro? Suena raro escucharlo de vos.
-Directamente era maltrato. Hoy es
diferente, a los más chicos los cuidás, pero antes era maltrato. Además no
cobré durante un par de meses, el club estaba endeudado y encima sufrí una
doble operación de hombro. Hubo un momento en que pensé dejar todo y volverme.
Pero Barrientos no abdicó. Barrientos nunca
abdica. El fútbol es más que una profesión, es una misión en su vida, y muy
pronto consiguió el segundo ascenso de su carrera, con Atlético de Rafaela a
Primera División, en 2003. Comenzaba una trayectoria en la A, en la que sumaría
seis equipos (el mismo Rafaela, Olimpo, Instituto, Huracán, Newell’s y All
Boys), seis mudanzas (Rafaela-Bahía Blanca-Córdoba-Buenos Aires-Rosario-Buenos
Aires), 185 partidos, 10 goles, 8 expulsiones, un descenso (con Instituto, en 2006)
y otro ascenso, el tercero en su cuenta personal, esta vez con Huracán a
Primera División, en 2007.
No parece la trayectoria de un futbolista,
sino una montaña rusa; pero como en la vida de Barrientos nunca hay excesos
suficientes, también hubo tiempo para una operación de ligamentos en la pierna
derecha: “Estaba a punto de firmar para Rosario Central, en diciembre de 2008,
pero en la revisación médica me encontraron esa lesión que arrastraba desde
hacía dos años y yo desconocía. Llamé al doctor Jorge Batista, de Boca, que es
un fenómeno, me operó, y a los cinco meses ya estaba jugando”. Su rehabilitación,
sin embargo, no fue en ningún equipo, sino en un country de Pilar, junto a
Silvera, Martín Cardetti y algunos muchachos amateurs. Curiosamente, faltaba un
par de años para que la hinchada de All Boys cantara con ritmo de tarantela:
“Esta es la banda de Hugo Barrientos, la que te rompe los ligamentos, se mueve
para acá, se mueve para allá, esta es la banda más loca que hay”.
-¿Nunca te preguntás si actuás bien o mal
dentro de una cancha?
-Sí, claro: yo aprendí a perdonar y a pedir
perdón.
-¿Y a quiénes les pediste perdón?
-A mis padres, a mi familia, a mis
compañeros y a mis colegas. Igual, aprendí que el único que realmente perdona
es Dios.
-¿Sos creyente?
-Sí, mucho.
-¿A Rubén Ramírez no le pediste perdón
después de aquel codazo?
-No. Esa jugada se amplificó mucho por la
sangre, que lo hizo más alevoso. Se habló demasiado. Yo reaccioné a un golpe
previo de él.
-¿Te lo volviste a cruzar?
-No. Pero aparte creo que las cosas
terminan ahí, en la cancha.
-¿Y lo de Giovanni Moreno?
-Se lesionó solo, están las imágenes. Ni
tarjeta amarilla me sacaron. Ese es mi estilo.
-Pero había un clima muy denso.
-A él lo tenían como un ídolo, como un
jugador a explotar. Hablar es gratis, las cosas quedan ahí. Yo nunca golpeé
para dañar. Tengo las puertas abiertas de todos los clubes en los que jugué. En
All Boys me tienen casi como ídolo.
En All Boys atravesó momentos difíciles,
pero los hinchas lo adoptaron como ídolo.
-¿Cómo convive un futbolista cuando el control
antidoping le da positivo?
-Fue un momento complicado. Una parte del
periodismo, además, me jugó muy feo. Pero si hay doping, está bien que haya
sanción.
-¿Qué fue lo que pasó?
-Ya está, listo, tengo que cumplir la
sanción y empiezo jugando otra vez para Huracán.
-¿Qué es peor para un futbolista? ¿El día
siguiente a un doping positivo o estar involucrado en la lesión de un rival?
-Hay cosas contra las que no se puede
luchar. Yo me hago cargo de todo lo que hago y digo, pero después el periodismo
te puede hacer una fama y listo, ¿qué puedo hacer?
-¿Nada te derriba?
-Nada. No soy de madera, pero hay que tener
la cabeza fuerte. El fútbol es muy lindo, pero también tiene sus cosas feas. No
hay que bajar los brazos. Ni loco, los bajo.
-¿No te deprimís nunca?
-No, siempre hay que tener una sonrisa en
la cara. La vida es una sola.
-¿Y ahora cómo sigue tu carrera?
-Como siempre. Volví a Huracán porque
quiero ascender de nuevo. Lo de 2007, en Mendoza, fue la gloria. Somos
candidatos, aunque también están Rosario Central, Instituto y Gimnasia. Y
después voy a ser director técnico.
En julio de 2012, y en medio de la sanción
que debía cumplir por su caso de doping, el futbolista protegido por los
propios y descalificado por los otros volvió a Huracán, a la Primera B
Nacional, a ese vestuario de Parque de los Patricios en el que, rodeada de una
escenografía de vírgenes María, botines, duchas, camillas para masajes,
heladeras, percheros y piletas para lavar la ropa, sobresale una frase escrita
contra la pared, al lado de la puerta: “Un equipo de hombres es invencible”.
Parece el mantra de algún líder recio, de dientes apretados, de esos que,
cuando estrechan la mano, convierten un saludo en una demostración de fuerza. Y
que con sus piernas hace lo mismo.
© Escrito por Andrés Burgo y publicado por
la Revista El Gráfico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en la edición del
mes de Agosto de 2012. Fotos: Emiliano
Lasalvia y Alejandro Del Bosco.