Mostrando las entradas con la etiqueta Revista La Vaca. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Revista La Vaca. Mostrar todas las entradas

domingo, 16 de julio de 2017

Hijos de represores: 30.000 Quilombos… @dealgunamanera...

Hijos de represores: 30 mil quilombos… 


¿Cómo nombrar a los hijos de militares argentinos que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los años 70? ¿Cómo heredaron las atrocidades que cometieron sus padres? En las entrevistas, las respuestas son distintas pero hay algo que se repite: casi nadie quiere hablar, el tema sigue siendo un tabú. ¿Es válida la categoría de víctima? El doctor en antropología de la UNSAM Máximo Badaró y el escritor Félix Bruzzone lo discuten en esta nota Anfibia.

© Escrito el Martes 18/02/2014 por Félix Bruzzone y Máximo Badaró, ilustraciones de Walter Montes de Oca y Publicado por la Revista Anfibia. (Página de Facebook)

Hay hijos de represores que no hablan porque no pueden, no quieren, no les importa, o no saben qué hicieron sus padres. Algunos rehúyen del pasado para pensar y actuar sobre el presente y el futuro pero a la vez se piensan como “hijos de”. Ni herencia ni destino: el parentesco también puede revelarse como una proyección de futuro que transforma la historia.

I

Cada tanto, en la casa de Daniela el teléfono suena y alguien dice:
— Tu papá es un hijo de puta.
Y corta.
A veces atiende ella.
Otras, su hija de trece años.
El mensaje siempre es el mismo.

II

El problema empieza con algunas preguntas.
¿Cómo nombrar a los hijos de los militares argentinos que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los años 70? ¿Cómo heredan esos hijos las atrocidades que cometieron sus padres? Para algunos de los psicólogos que tratan casos así, estas preguntas son el punto de partida.
Pablo Campos nos recibe en su consultorio de Villa Urquiza, un cuarto pequeño con biblioteca de caña. Acerca algunas sillas y nos hace sentar en ronda. Es flaco y movedizo, aunque escucha y reflexiona atento ante cada pregunta que le hacemos.
Considera que la pregunta que traemos es, ante todo, política. Hace tiempo que trabaja con hijos de militares involucrados en la dictadura. Se presenta como psicólogo orientado al esquizoanálisis, una teoría contrapuesta al psicoanálisis, inspirada en la obra de Gilles Deleuze y Felix Guattari. Trabaja sobre la transformación de la subjetividad, los deseos y las prácticas individuales mediante su integración en procesos colectivos.
Algunos años atrás formó un grupo de discusión en el que parientes de militares interactuaban con parientes de desaparecidos, ex integrantes de organizaciones armadas y ex presos políticos de la dictadura. La experiencia duró poco más de dos años.
Este grupo no buscaba “reconciliación”. Su objetivo era contribuir, desde la práctica psicológica colectiva, a la causa de memoria, verdad y justicia.
Pablo tiene una posición tajante sobre la actitud de los hijos de los militares que estuvieron involucrados en la dictadura: si no condenan a sus padres y se distancian de ellos, se vuelven cómplices de sus crímenes. Para él, el camino de estos pacientes debería ser impugnar el vínculo familiar y explorar en el pasado de sus padres para obtener datos que aporten a causas judiciales y permitan esclarecer, por ejemplo, el destino de los desaparecidos. Pablo dice que de esta forma se recompone la subjetividad, el deseo, la historia personal.
—Las prácticas psicoanalíticas que se basan en el eje “papa-mamá-hijo son pura paja” —dice.
El grupo se disolvió en 2006, por los conflictos internos que generaron la radicalización de algunos de sus miembros y los temores que despertó la desaparición de Julio López. Pablo entonces se mudó a un pueblo de la costa del Río de la Plata, donde sigue con sus trabajos sociales y, en sus ratos libres, pesca pejerreyes. Sólo algunos días viene a su consultorio de Capital.
Otra forma de percibir a los hijos de militares represores, opuesta a la de “cómplice”, es la de “víctima”.
Y es esa condición de víctima la que María José Ferré y Ferré y Héctor Bravo, dos psicólogos que durante muchos años trabajaron en una obra social de las fuerzas armadas, identifican en muchas de las conductas autodestructivas, ansiedades y adicciones de los hijos de militares que hasta el día de hoy pasan por su consultorio psicoanalítico.
“Aunque no lo sepan, ellos también son víctimas, son las otras víctimas”, dice María José, acentuando la pronunciación de “otras” y evitando que se cuele el paralelismo con los hijos de desaparecidos.
Pero el paralelismo igual se asoma y el estatus ya consagrado de la “víctima” parece ensancharse y confundirse. ¿Los hijos de los represores también son víctimas de la dictadura?

III

En esta crónica no hay ninguna historia que marque el ritmo del relato: muchos hijos de militares tienen dolor y silencio acumulado, pero no una historia colectiva que haya adquirido estado público.
Hay individuos dispersos que llegan al consultorio psicológico con ataques de pánico, fobias, adicciones o problemas de infertilidad, y meses o años después de la terapia se descubren víctimas, cómplices o acusadores de los crímenes, abusos o delitos que sus padres militares cometieron en los años setenta.
Estos hombres y mujeres conectan recuerdos y conflictos familiares con las tragedias de la historia argentina. Y en ese proceso, lo que sus padres infligieron a miles de personas en nombre de la patria se vincula con lo que produjeron también en sus casas.
Cuando esas conexiones se producen, el hogar se vuelve campo de concentración, y el jardín de la casa de la infancia, monte tucumano.

IV

En el patio, el padre de Sofía y otro gendarme arreglaban una bomba de agua. Ella escuchó la frase.
—Apretala que vomita.
En los años setenta, su padre había entrenado a los perros que se usaban contra la guerrilla. Frente al psicólogo, la frase vuelve a ser dicha, involuntariamente, cuando Sofía habla de sus problemas de infertilidad.
El psicólogo, atento a los pliegues y ramificaciones de la subjetividad en la historia, la toma y la transforma en otro tipo de bomba, una que poco a poco explota en el cuerpo, las palabras y los vínculos de Sofía. Las explosiones repercuten en lo que familia no dice, develan verdades y transforman para siempre la relación con el hombre que entrenaba perros asesinos y ahora aprieta mangueras para que “vomiten”. Y también la liberan.
El psicólogo luego dirá, también, que lo que le ocurrió a Sofía no es muy frecuente. Ni siquiera en el consultorio. Él estima que son uno de cada diez de estos hijos los que se acercan a una consulta. Y aun así, algunos pocos de ellos consiguen llegar al lugar al que llegó Sofía. Es poco lo que estos hombres y mujeres saben acerca de lo que hicieron sus padres. Y son escasas las posibilidades de las que disponen para conectar esas situaciones, esas palabras y esos silencios con aquella historia trágica.
Y a veces, razonablemente, no hay voluntad de hacer esa conexión. El sufrimiento propio se niega, se invisibiliza o se transmuta en argumentos que justifican las acciones de sus padres. Porque muchos de estos hijos creen que todas esas atrocidades son cosas del pasado. Y que la vida debe continuar.

V

Las dificultades para encontrar a personas que quieran conversar sobre el tema se repiten. La gran mayoría de aquellos con los que entablamos algún contacto, además de pedir anonimato, no responden mensajes o faltan a las citas. Así, encontramos al hijo de un represor de La Plata que ya en una oportunidad hizo público su caso. Empezamos a intercambiar mails. Al principio, parecían fructíferos, pero pasaba el tiempo y todo se diluía, como si el hombre se hubiera arrepentido. Más tarde, explicaría por qué: en aquella nota en la que contó su historia, no respetaron el anonimato. Publicaron el nombre real de su padre.

VI

—Se hacen los boludos, sus papás eran unos monstruos pero mis compañeros se hacían y se siguen haciendo los boludos —dice Daniela mientras enumera a sus compañeros de secundaria, la mayoría hijos de militares quienes, según ella, no relacionan el maltrato que recibieron siendo adolescentes, y sus adicciones y frustraciones personales de la vida adulta, con el rol que jugaron sus padres en la represión.
Daniela tiene alrededor de 50 años. Es hija de un ex represor. Elige una mesa ubicada al costado de la puerta trasera de este café, cercano a una estación de tren. Cada vez que entra alguien y deja que pase el frío de la calle, Daniela mira hacia la puerta, levanta los hombros y se desarremanga el pulóver. Cuando la puerta se cierra, se lo vuelve a arremangar.
Al principio habla con cierta timidez. Luego, cuando llevamos ya casi una hora de charla, confiesa.
—Hasta último momento dudé si venir. No sé, es la paranoia, a veces una duda de con quién se va a encontrar, y yo misma tengo altibajos. A veces no me dan ganas de recordar esta historia.
El café está lleno de gente y de ruidos. Entre los pocillos que se chocan y el soplido de la máquina de café, Daniela relata la tragedia familiar. Los recuerdos parecen dejarla sin aire. Habla pausado, regulando la respiración. Algunas veces cuenta algo, mira hacia la calle y se pierde. Otras veces repite:
—Mi viejo me cagó la vida.
Es nieta de europeos que llegaron a la Argentina después de la primera guerra mundial. Según cuenta ella, cuando su padre tiene que justificar lo que hizo durante la dictadura apela a la idea de haberlo hecho para asegurar el porvenir de su familia. Antes del 76, estaba por retirarse: ciertas presiones que ella desconoce lo hicieron seguir.
—Todo era muy loco. Papá pegándole a mamá, pegándome a mí, a mis hermanos, y después, haciendo que nos agacháramos adentro del auto, por las dudas que nos fuera a atacar la guerrilla. Para los que vivíamos en un barrio militar como el nuestro, esas cosas eran de todos los días.
Mira hacia la puerta, levanta los hombros, se arremanga el pulóver.
—Y en medio de todo eso, el cuidado extremo: me mandaron a Brasil, a lo de mi tía, y me quedé allá casi hasta el final de la dictadura.
Aquel viaje también tuvo la ambivalencia típica de los actos de su padre. La resguardaba de la “guerra”, pero también la segregaba de la familia por considerarla “la oveja negra”. Sus dos hermanos se supieron adaptar mejor a las circunstancias: el que se hizo rico en Europa y casi perdió relación con todos ellos, no se cuestiona las turbulencias de esos años de padecimiento. El otro formó una familia y admira a su padre.
Entre sus amigos de aquella época, con los que últimamente Daniela volvió a contactarse a través de Facebook, y con quienes cada tanto comparte algún asado, las cosas son parecidas. Hay uno, incluso, que no se acuerda de nada. Ni siquiera del grupo de amigos. Va a los asados, e interactúa con los demás, pero es un hombre sin memoria. Y, como sugiere Daniela, está ahí para que todos, de alguna forma, justifiquen que es perfectamente posible vivir sin recordar todo aquello.
Ella, en cambio, recuerda. Todo el tiempo. Tras horas de conversación sabremos que en 1981, a los 19 años, intentó suicidarse. También, que su primer marido, padre de su hija mayor, se suicidó a los 29.
Es psicóloga. Estudió la carrera “para entender algo de toda esta locura”. Sin embargo, ninguno de los psicólogos que la trataron asoció su condición de hija de represor con los traumas que padece. Más bien, le dijeron siempre, las respuestas habría que buscarlas en la muerte temprana de su primer marido, en la temprana orfandad de su hija.
Daniela militó inorgánicamente en distintas agrupaciones de izquierda y, si se tiene que definir políticamente, dice que es “anarquista”.
Se ríe. En su cara, la risa queda como torcida, a medio camino entre una risa plena y un gesto irónico, los ojos entrecerrados. Y cuenta, como en una especie de puesta en abismo de todo lo que viene diciendo, lo que le pasó una de las últimas veces que vio a sus padres.
Acababa de despedirlos en la puerta de su casa. No había sido un encuentro agradable. Nunca lo es. Días después, un vecino que suele ayudarla cuando ella tiene algún problema en la casa, le contó que escuchó lo que dijo su padre antes de subirse al auto.
En la vereda, mirando a su esposa: “A ésta también tendría que haberla hecho matar”.
Daniela cuenta que hace tres años mandó una carta a Madres de Plaza de Mayo: comentó su condición de hija de represor. Dijo que estaba dispuesta a brindar ayuda en lo que estuviera a su alcance. Nunca nadie le respondió.
Ahora, dice que siempre respetó a las Madres. Pero que la ausencia de respuesta a su mensaje fue una decepción. Piensa, dirá luego por mail, que (para ellas) “todo lo que viene de los militares es rechazado, incluso los hijos.”
Al día siguiente de la charla en el café, nos escribe: “Salí del bar y me sentí como perdida, y eso me pasa cuando algo me recuerda el dolor de ese tiempo, como en el aire, así como cuando salía de mi casa, pasaba muy seguido, corriendo con las pocas cosas que había rescatado y sin saber adónde ir. En esa época yo era la peor en todo, tanto maltrato psíquico y físico, tratando de disimular un poco y no me salía,  llevaba un dolor que no podía decir”.
A pesar del dolor, la frustración y el silencio, en ningún momento Daniela nombró la palabra “víctima”.

VII

En los relatos de la dictadura y postdictadura es notable la reticencia a la circulación de estas historias. El discurso sobre los 70 suele licuar a padres e hijos del mal en un mismo caldo. Y nadie parece querer hacerse cargo de los matices que hay, no ya detrás de las vidas de los represores, sino tampoco de las de sus vástagos.
Del año 2008 se puede traer un ejemplo bastante contundente de los problemas de poner estos asuntos en escena. Por entonces se estrenaba en Buenos Aires Mi vida después (Lola Arias), obra que cuenta las vidas reales de algunos hijos de los 70, y donde los actores y actrices son los propios protagonistas de esas vidas. Una de las protagonistas es Vanina Falco, hija del ex oficial de inteligencia de la policía federal Luis Falco, apropiador del ahora legislador porteño Juan Cabandié. Ella, que es una de las hijas de represores que logró separarse del campo de concentración a escala íntima que se vivía en su hogar y llegó a testimoniar en contra de su padre, y a poner su propia experiencia en escena cada vez que se representa Mi vida después, recuerda cómo en las primeras funciones se acercaba gente anónima a cuestionar su participación. No era un cuestionamiento por cuestiones “artísticas”, o de “fondo” (ella misma se ocupa, en la obra, de marcar algunas de las instancias del proceso judicial que condenó a su padre, y del cual ella formó parte activamente), sino de “figura”. El solo hecho de que hubiera una “hija de represor” arriba del escenario, para algunos, resultaba controvertido.
Vanina, entretanto, reconoce las dificultades que pueden tener los hijos que no encuentran un rumbo. Y, a falta de colectivos de contención, es ella misma quien a veces se convierte en punto de referencia para otros.
—Algunos se me acercan” —dice—. Pero cada uno tiene que hacer su camino. Porque es gente que está bastante tocada. Si sacan esto afuera es porque encontraron algo bastante tremendo, y no es fácil hacer algo con eso. Todos tenemos nuestro grado de locura, pero algunos están mucho peor y realmente no pueden salir.

VIII

Hay hijos de represores que no hablan porque no pueden, no quieren, no les importa, o no saben qué hicieron sus padres.
Otros hijos de militares de los 70, en cambio, están dispuestos a hablar, y quieren intervenir públicamente. No se reconocen como hijos de represores, ni como víctimas, ni como cómplices. No tuvieron en sus casas campos de concentración en escala íntima y, en general, nacieron en democracia. Miran el presente, y lo cuestionan. Sus padres han sido acusados y condenados por delitos de lesa humanidad en los juicios de los últimos años. Ellos se movilizan, desde entonces, para criticar las falencias jurídicas y las motivaciones políticas de estos juicios.
El 7 de Octubre de 2013, en la marcha frente a los Tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, este colectivo autodenomionado “Hijos y nietos de presos políticos” (presos políticos que vendrían a ser –la aclaración nunca dejaría de ser necesaria- sus propios padres y abuelos, muchos de ellos ex represores) se reúnen unas quinientas personas. Una primera línea, frente al atril por el que pasan los oradores del día, muestra señoras y señores, no muy jóvenes, pero enfáticos en sus gestos. Hay banderas argentinas y carteles hechos a mano. Uno de ellos, pequeño y artesanal, reza “¡NO! JUSTICIA TUERTA”.
Hay gente que vino desde lejos. Uno de los oradores, tucumano, cuenta las características de la lucha que llevan adelante en su provincia. Habla del rumor de los bombos como mantra, o liturgia, que mina la conciencia de los jueces que se preparan para juzgar (mal) a “los malos de los 70”.
Antes del acto contactaron a periodistas, pegaron afiches y grafitearon la ciudad. Bombos por ahora no suenan, aunque sí lo harán después, cuando el grupo invada las escalinatas de los tribunales y desate sus cánticos futboleros.
Los cuestionamientos básicos de “Hijos…” a la forma en que se están desarrollando los juicios contra ex represores apuntan a que los mismos, usualmente, pasan por alto las garantías constitucionales y, en muchos casos, a que los delitos que se juzgan muchas veces no son tales, o no están correctamente probados; y si lo son, si bien pueden enmarcarse dentro de alguna zona del accionar represivo estatal de la última dictadura, no deberían ser todos considerados como delitos de lesa humanidad, y por lo tanto considerarse prescriptos.

IX

Aníbal Guevara y Lorena Moore tienen menos de 35 años y forman parte de la mesa chica de “Hijos y nietos de presos políticos”. El padre de él cumple prisión perpetua en Marcos Paz. El de ella, en pocas semanas conocerá su sentencia. Apenas llega a este café en la esquina de Libertador y Coronel díaz, Aníbal ironiza sobre la esquina que se eligió para la reunión. Libertador y Coronel Díaz. Militares y oligarquía. “Este lugar no ayuda para cambiar el estereotipo sobre nosotros, pero más tarde justo tenemos una reunión acá cerca”.
Aníbal es músico. Nos cuenta que en su primera juventud solía llevar la remera del Che Guevara. Su padre no le decía nada, o zanjaba el asunto con el consabido “guarda que ese mató a mucha gente”. Su padre, por lo que él cuenta, sólo detuvo en sus respectivos domicilios, con actas correspondientes y a la luz del día, a cuatro personas que luego desaparecieron. Fue el único miembro de su unidad militar que se acercó a declarar en los juicios a las juntas en los años 80 y todos estiman que fue por esta participación como testigo que luego quedaría como imputado cuando a partir de 2003 se reiniciaron y ampliaron los juicios.
Aníbal cree que gente como su padre ni siquiera debería ser juzgada. Y al referirse a los juicios en su totalidad, estima que en casi todos los casos, aún en los que acusan a los monstruos máximos, hay errores procesales y presiones políticas que violan derechos y garantías constitucionales.
No reivindican el accionar de las fuerzas represivas ni sostienen la teoría de los dos demonios. Cuando formaron “Hijos…” querían diferenciarse de agrupaciones que cuando critican a los juicios contra los militares terminan haciendo una defensa de la dictadura, como la agrupación “Memoria Completa”, las apariciones públicas de Cecilia Pando o la revista “B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los 70”.
Lorena es abogada. Desde el comienzo de la charla nos dice que nunca pensó que ella iba a tener que usar su pasión por el derecho penal para el seguimiento de una causa contra su padre por violaciones a los derechos humanos. Para ella los juicios contra militares eran algo que sólo aparecía en los diarios y en la televisión, algo relacionado con gente que había cometido crímenes. Pero no era algo que tuviera que ver con su familia. Por eso insiste en mencionar lo extraño que le resulta tener que ir a un penal a visitar a su padre y, por ejemplo, compartir la sala de visitas con represores emblemáticos del dictadura militar como el Tigre Acosta, Miguel Etchecolaz o el propio Rafael Videla y sus familiares. “Imaginate, yo nunca pensé que algo así me podía pasar a mí”- dice.
En la marcha del 8 de octubre frente a los tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, Lorena recibe un llamado de la nieta del ex presidente de facto Bignone. “No pude ir, pero quiero que sepan que los apoyo”, les dice. Lorena la escucha durante media hora mientras piensa: “Todo bien, ¡pero tu abuelo fue presidente!”.
Aníbal refiere un caso similar, aunque más módico, que constata los matices en los que navega “Hijos…”: Una de las oradoras de la marcha frente a Tribunales es una mujer cuyo padre, también enjuiciado y condenado recientemente, era Teniente Coronel en los años 70. Se desempeñaba en una unidad militar cercana a Bahía Blanca que no participaba directamente en la represión, pero que estaba muy próxima a zonas operativas en las que se produjeron atrocidades de todo tipo contra miles de personas. “Con ella está todo bien –dirá Guevara-, pero también tenemos muchas discusiones porque, bueno, su viejo no era Teniente primero, como el mío, o Capitán, como el de Lorena,… ¡era Teniente Coronel!”. En muchas oportunidades Aníbal y Lorena llaman la atención sobre el hecho de que en la dictadura sus padres no ocupaban grados militares importantes ni tenían poder de decisión. Sólo obedecían órdenes.
Aníbal y Lorena dicen que su militancia surge de la necesidad de “hacerle el aguante” a sus padres inocentes (“pero no a los monstruos”- aclaran) y de buscar que los juicios sean ecuánimes.
Le preguntamos qué pasa si un familiar de un represor cuya culpabilidad en violaciones a los derechos humanos ha sido ampliamente probada judicialmente, se acerca a este grupo. Lorena piensa moviendo la cabeza y dice: “en realidad, los hijos de los que más tuvieron que ver ni se acercan, porque saben que son un quemo”. Aníbal aclarará, en un mail posterior a nuestro encuentro, que ellos no defienden personas, sino derechos.
Aníbal y Lorena saben que su militancia está repleta de ambivalencias. Saben que el riesgo de que sus actividades deriven en una defensa de los represores es grande. Y algunas veces, ellos mismos hacen poco para evitar esos riesgos, como cuando comparten actos con los grupos de los cuales buscan diferenciarse.
Otras veces, como el día de nuestra charla en ese café con reminiscencias aristocráticas, Aníbal y Lorena son explícitos en sus intentos de despejar cualquier sospecha de reivindicación de represores. Aníbal dice que si hubiese habido pruebas contundentes y un juicio justo que demostrase la culpabilidad de su padre, él no se opondría a la condena, la aceptaría. Redoblando la apuesta y criticando la irresponsabilidad de los altos mandos de la dictadura, Aníbal incluso dirá que “Videla es el responsable de que ahora mi viejo esté en cana”.

VIII

Una paciente llega tarde al consultorio de María José Ferré y Ferré. María José comenta que es muy habitual que los hijos de militares con los que trabaja no sean puntuales, o suspendan la sesión sobre la hora. Esta vez, la paciente llega bastante alterada, nerviosa, eléctrica. La excusa por la demora es “perdón, hoy estoy con 30.000 quilombos”.
Hasta 2007, hay confirmados alrededor de 15.000 desaparecidos víctimas de la represión ilegal de los años 70 en Argentina. Sin embargo, desde principios de los 80, el número emblemático que se lleva como bandera para reclamar por todos ellos es ese otro: 30.000.
La paciente no toma conciencia de la relación entre sus muchos “quilombos” y el número que usó para hiperbolizarlos hasta que María José, ya en la sesión, se lo plantea.
Los “30.000 quilombos” de la paciente que se atiende con María José resuenan entonces como producto, no sólo de una historia familiar complicada sino como resultado de todas las capas de discurso que hay alrededor de aquellos años. Son, también, los “30.000 quilombos” con los que tienen que lidiar personas como Aníbal y Lorena cada vez que visitan a sus padres en prisión, y cada vez que salen a la calle para llevar adelante la misión de utilizar la denominación “presos políticos” para designar a militares acusados de atrocidades cometidas en los años 70.
Quizá sean, también, muchos otros “quilombos” que están funcionando alrededor sin que los percibamos como tales (aunque sus efectos sean muy concretos), y con los que nos tropezamos al ensayar esta crónica. El silencio. La paranoia. Las ambivalencias de rehuir del pasado para pensar y actuar sobre el presente (y sobre el futuro) pero a la vez pensarse como “hijos de”. Quizá desatendiendo que en esa sola denominación está en marcha tanto la referencia a un pasado trágico como la reivindicación de un principio de acción política que en la Argentina ha adquirido dimensiones excepcionales: el parentesco sanguíneo como condición casi excluyente para el reclamo colectivo de justicia.
Pero el parentesco, lo sabemos, puede ser muchas cosas. Ni herencia ni destino, ni verdad revelada ni condena. El parentesco también puede ser una pregunta abierta, una proyección de futuro que transforma la historia.


Hijas de represores: las voces de las historias desobedientes…


Es una situación inédita en el mundo. Y una perspectiva para entender la historia argentina que jamás se había planteado: hijas e hijos de genocidas que se han ido conociendo en los últimos tiempos.

© Publicado el viernes 07/07/2017 por Revista La Vaca de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Desató esa necesidad de encuentro su rechazo a medidas de impunidad como el 2×1 que beneficiarían a sus propios progenitores condenados por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura.

Y todo lo que cada una y cada uno venía elaborando durante décadas, desde que supieron que sus padres habían sido responsables del horror. Nunca ninguna circunstancia similar en la historia ha tenido este tipo de respuesta, que va sumando nuevos casos semana a semana.

¿Qué vivieron? ¿Cómo piensan? ¿Cómo nació el grupo? ¿En qué han cambiado sus vidas? ¿Qué significa romper el silencio?

Audio Bloque 1:


Audio Bloque 2:





sábado, 7 de febrero de 2015

Luciano Arruga... El Estado lo Desapareció... De Alguna Manera...

Caravana para cambiar la historia...


Miles de personas marcharon el sábado 31 por las calles de La Matanza para conmemorar los seis años del secuestro, desaparición y muerte de Luciano Arruga. En una jornada impecable, con fuerte presencia juvenil, dos frases sintetizaron el corazón de la actividad: “La policía lo mató. El Estado lo desapareció”. Escraches, tres horas de movilización y 30 cuadras de recorrido dejaron en claro el principal objetivo de la movilización: construir condena social.

A las 10 de la mañana, Lomas del Mirador despertó. Sus calles matanceras, cubiertas de negocios y un cemento que golpea como el sol, suelen ofrecer un cuadro similar, uniforme, monótono a lo largo de los 364 días del año que cubren el ancho de la avenida Mosconi, su arteria principal. Las persianas se abren, los autos arrancan, algunos frenan, otros se saltan los semáforos en rojo, los colectivos atestados, la gente se putea, pocos piden permiso, y ese círculo humano y social que se pone en marcha y poco difiere del día anterior.

Un Truman Show conurbano. Mejor dicho: uno de muchos.

Pero hay un día, uno solo, que subvierte ese lienzo. Que lo toma, lo da vuelta, lo sacude y lo transforma. Por eso, cuando Lomas del Mirador, partido de La Matanza, corazón del Gran Buenos Aires, despertó, a las 10 de la mañana del 31 de enero de 2015, el mundo volvió a su lugar exacto, después de un año, luego del anterior 31 de enero, y del anterior a ese, y del otro, y así hace seis años.

Seis.

Así, envuelto en un sol que se mostró bondadoso a lo largo del día, durante 32 cuadras, La Matanza vibró bajo un solo nombre, escrito en las paredes, en las calles, en las plazas, colgado en los postes de luz y grabado en cada una de las miles de personas que participaron de una jornada memorable, impecable, sólida, histórica.

Un solo nombre. Una síntesis. Una cuestión nacional.

Luciano Arruga.

El mensaje

La caravana partió a las 12 del mediodía. Organizaciones de derechos humanos y sociales (APDH, H.I.J.O.S., Correpi, Ceprodh, La Poderosa, entre otras) y partidos políticos de todos los colores (estuvieron dirigentes como Christian Castillo, Vilma Ripoll, Pablo Ferreyra, Horacio Pietragalla, entre otros y otras), confluyeron en la placita de Perú y Pringles, en el barrio 12 de Octubre, a pocas cuadras donde Luciano Arruga vivió gran parte de su vida. Tenía 16 años y sufría un profundo hostigamiento policial cuando el 31 de enero de 2009 desapareció. No volvió a su casa. Su hermana Vanesa y su mamá Mónica lo buscaron por todos lados. Sólo sabían algo: a Luciano lo metieron en un patrullero y a Luciano lo vieron golpeado en el ex destacamento de Lomas del Mirador. Esa subdelegación policial, que dependía de la Comisaría 8º (ex Centro Clandestino de Detención en dictadura, conocido como “Sheraton”), no estaba autorizada a alojar detenidos. Sin embargo, Vanesa y Mónica ya habían escuchado cómo su hermano pedía ayuda cuando el 22 de septiembre de 2008 los policías de ese lugar – que no era ni más ni menos que un simple chalet barrial- lo detuvieron y lo torturaron.

El motivo: Luciano se negó a robar para la policía. Los oficiales le ofrecían “seguridad”, herramientas y dinero para efectuar robos. Luciano no quiso. Luciano dijo no.

Y el mensaje fue aterrador: Luciano desapareció.

Vecino, vecina

La Caravana era muy nutrida. En su gran mayoría, jóvenes. La salida de la plaza derivó en la avenida Mosconi, y de allí siguió hasta avenida San Martín. Familiares de víctimas de la represión policial y la violencia estatal encabezaban la marcha, con las fotos de sus hijos, de sus sobrinos, de sus nietos, de sus hermanos, de sus primos, unidos bajo los carteles de “Justicia”, y entrelazados, hombres y mujeres, niñas y niños, más fuerte que nunca.

Frente a ellos, un camión guiaba el recorrido. Llevaba los carteles para señalizar los lugares y albergaba los equipos de sonido. Allí, en la calle, Vanesa Orieta condujo la movilización.

Tomó el micrófono.

“Hoy nos encontramos marchando para que los vecinos y vecinas entiendan lo que significa en este barrio la violencia por parte de la policía y qué representa que un niño de 16 años estuviera desaparecido durante 5 años y 8 meses”, comenzó. “Luciano está desaparecido, vecino y vecina, por haberse negado a robar para la policía de este barrio. La misma policía que trata por medio de amenazas de incorporar a los jóvenes de los barrios humildes a redes delictivas manejadas por la policía. Vecino, vecina: usted lo sabe, sabe de las zonas liberadas, de los desarmaderos de autos, de los expendios de drogas, de los delitos cometidos en complicidad y con participación de la policía. Por lo tanto, vecino y vecina, dejemos de criminalizar a los pibes que vienen en los barrios y empecemos a poner el acento en esa policía que está al servicio del delito y somete a nuestros pibes a detenciones arbitrarias, a torturas, al gatillo fácil, a desapariciones forzadas. Empecemos a tener conciencia de que hoy, los pibes en los barrios humildes no son respetados”.

Vanesa hablaba, Vanesa explicaba, Vanesa caminaba. Vanesa conducía y hablaba a esa columna en movimiento que se extendía por cuadras, y que escuchaba, porque no podía no escuchar, porque era imposible no sentirse parte de un evento único y conmoverse con esa mujer que se ha convertido en una referente ineludible de una generación, que no paró de denunciar a todos los actores, a todos los policías, políticos, jueces, fiscales y médicos que no supieron ni quisieron decirle qué había pasado con su hermano, y que contribuyeron a que un niño de 16 años estuviera desaparecido casi seis años.

Por eso, a las 12 de la mañana, Lomas del Mirador no sólo estaba despierta.

Lomas del Mirador latía.

Los días previos

Las actividades que Familiares y Amigos de Luciano Arruga han organizado durante los 5 años de pedido de justicia se han convertido en auténticos festivales, con una convocatoria masiva brillante. Durante cinco años, la agrupación transformó ese evento en una ceremonia colectiva que enseñó cómo construir Justicia en uno de los lugares más picantes del conurbano bonaerense.

Pero los días, las semanas, los meses previos a la conmemoración de los seis años fueron movidos. El pasado 17 de octubre una noticia conmovió al país. Luego de 5 años y 8 meses de búsqueda y lucha inclaudicable, se supo dónde estaba Luciano. Una batería de medidas desatadas a raíz de la presentación de un hábeas corpus concluyó que Luciano estaba enterrado como NN en el Cementerio de la Chacarita. Luego, se supo que Luciano había sido atropellado a las 3.21 de la madrugada en el cruce de General Paz y Emilio Castro; que falleció el 1 de febrero de 2009 a las 8 de la mañana en el Hospital Santojanni; que había sido trasladado por el SAME; que fue catalogado como NN en la Morgue Judicial y ese fue su destino en el Cementerio.

Dos frases

Nada cerraba. Luciano intentó cruzar la General Paz por un lugar imposible. Vanesa, al cierre de la marcha, advirtió: “Quería que vieran ustedes mismos por donde quiso cruzar mi hermano”. Así fue: ese fue el sitio donde la actividad culminó. En ese lugar hay un terraplén de césped que sólo trepando se puede acceder a la vía rápida de la avenida. A metros del punto exacto donde Luciano fue atropellado, hay un paso a nivel. Luciano lo sabía: su casa está a 17 cuadras de allí.

Hay más. El conductor que atropelló a Luciano declaró que el joven “cruzó como desesperado”. Aclaró que “no estaba trotando ni caminando sino corriendo”. Y el punto que más llamó la atención de los funcionarios y actores judiciales que intervienen hoy en la causa: “Por lógica parecía que estaba escapando”. Pero, por si fuera poco, declaró un testigo que fue la primera persona que vio e intervino en el hecho. Fue un motociclista que, al detenerse en plena General Paz para evitar que Luciano fuera atropellado por otros vehículos, divisó una camioneta doble cabina de la Bonaerense estacionada con las balizas apagadas en la colectora de la avenida, a la altura del atropello.

Por eso, la principal hipótesis en la investigación que busca determinar que sucedió entre esas horas en las que Luciano fue visto por última vez en su barrio y las que fue atropellado, sigue la hipótesis policial.

Por eso, la convocatoria, las paredes y las banderas sintetizaban dos frases.

Una: “La policía lo mató”.

La otra: “El Estado lo desapareció”.

El villero que no quiso robar

Manzanas, bananas, agua, jugo. Algunos buscaban sombra. Otras preferían un gorro. Hizo calor y el sol, aunque menos violento que eneros anteriores, picó. Vanesa conducía, hablaba. El camión se movía a un ritmo lento para que la Caravana pudiera seguirlo a pocos metros. En la vereda, un integrante de Familiares y Amigos trepó por una escalera y colgó un cartel en un poste de luz. “31/01/09. Prohibido olvidar”, rezaba. Luego, se cruzó e hizo lo mismo en la mano de enfrente.

La Caravana dobló por avenida San Martín y se detuvo en la intersección con Indart. Allí, a media cuadra, funcionó el ex destacamento que detuvo, secuestró y torturó a Luciano Arruga. Allí fue visto la noche de su desaparición. Y así lo marcaba otro cartel colgado en otro poste de luz: “A 200 metros funcionó el destacamento donde fue torturado Luciano”. El verbo está en pasado. La lucha de Familiares y Amigos, que incluyó un acampe que soportó los peores climas y las peores provocaciones vecinales, logró expropiar ese lugar para instalar allí un centro cultural que lleve el nombre de Luciano. Por esa razón la voz de Vanesa se volvió ronca.

“En 2007 se inauguró en esa casa un destacamento bajo el pedido de más seguridad de un grupo de vecinos nucleados en VALOMI (Vecinos en Alerta de Lomas del Mirador). Debía ser una mera base de operaciones de la comisaría 8va. Pero en este lugar se llevaron adelante detenciones arbitrarias. No tenía instalaciones para albergar detenidos. Hace muy poco conseguimos la llave del ex destacamento. Ese lugar se va a convertir en un espacio de memoria social y cultural que va a llevar el nombre de un pibe de un barrio humilde”.

Vanesa respiró hondo y largó:

“¡Este espacio se va a llamar Luciano Arruga, en memoria de un villero que se negó a robar para la policía bonaerense!”.

La calle casi se hunde.

Escrache

La marcha y las señalizaciones siguieron. La Caravana continuó por avenida San Martín hasta el predio Monte Dorrego, un lugar de recreación y actividad deportiva donde un peritaje con perros ordenado en el marco de la investigación por la desaparición de Luciano arrojó un resultado positivo. Allí fue trasladado el destacamento que funcionaba en Indart luego de su cierre producto de la lucha y la movilización de Familiares y Amigos. En ese lugar hubo escrache.

“Luciano desaparece, la sociedad Arruga”, se podía leer en el suelo, frente a la subdelegación. Otras pintadas y frases ilustraron el lugar. Hubo cantos contra la policía y la denuncia implacable de Vanesa: “Basura, cobardes, asesinos. Vergüenza no tienen, porque si tuvieran, saldrían a denunciar los graves delitos que cometen sus compañeros. 

Esta familia no va a parar hasta que cada uno de sus compañeros termine preso”.

Práctica sistemática

La columna avanzó por San Martín hasta Ruta 3. El próximo destino fue la comisaría 8va, conocida como el Sheraton en tiempos de dictadura. De esa comisaría dependía el ex destacamento que secuestró y desapareció a Luciano Arruga. El joven, tras negarse a robar para la policía, comenzó a ser hostigado y a sufrir detenciones arbitrarias por parte de esa misma fuerza. “Los vecinos de Lomas tienen que tener en cuenta que es un hecho gravísimo”, sostuvo Vanesa. “Esto pasaba habitualmente en dictadura. Los mataban, los desaparecían. Esta es una marcha que viene a demostrar que no todos queremos silenciar la violencia por parte de la policía. Y esta marcha viene a demostrar tristemente que son muchos los familiares que denuncian la violencia institucional”.

Así fue. A lo largo de la movilización hablaron, entre otros y otras, Martín Bernhardt, hermano de Matías Bernhardt, asesinado por un policía federal en 2007; Angélica Urquiza, mamá de Jonathan “Kiki” Lezcano, asesinado por un policía federal en 2009; Celeste Lepratti, hermana de Claudio “Pocho” Lepratti, asesinado en 2001; familiares de Facundo Rivera Alegre, asesinado en Córdoba; sobrevivientes de Cromañón y de la tragedia de Once.

También hubo familiares de Ismael Sosa, el joven que viajó a Córdoba para ir a ver a La Renga y desapareció. Ni siquiera pudo entrar al recital. Denunciaron que fue reprimido por la policía en el primer control de ingreso. Su cuerpo apareció flotando en el río. “Todavía no tenemos noticias de lo que pasó”, afirmaron en la marcha. El lunes habrá una movilización a Plaza de Mayo a las 19.

Cambiar

Faltaba poco para que la movilización llegara al final. Faltaban pocas cuadras para que la nutrida caravana llegara hasta la intersección de General Paz y Mosconi (Emilio Castro del lado de Capital). Vanesa volvió a hablar, críticó al gobernador de la provincia de Buenos Aires y futuro precandidato presidencial, Daniel Scioli (“basura política”), como uno de los principales responsables políticos de la desaparición de Luciano, y sentenció: “Es necesario que un solo objetivo tengamos en común: defender los derechos humanos de los pibes. Nuestros enemigos son las policías torturando a nuestros pibes. Nuestros enemigos son los políticos que generan discriminación y criminalización. Nuestros enemigos son esa Justicia de mierda a la llegan nuestras causas y nunca avanzan. Esos son nuestros enemigos, no una familia que denuncia la violencia institucional. Son los que matan a nuestros pibes”.

Desde el comienzo de la movilización hasta el cierre, Vanesa Orieta jamás perdió el eje de su discurso, fuertemente político. Sus palabras focalizaron en una nueva agenda de derechos humanos, que subraye cuál es el sujeto de represión de esta época: pibes pobres de barrios pobres. “Somos todos del mismo lugar: sectores humildes”, puntualizó. “Hacia nosotros están dirigidas fundamentalmente la violencia y la represión. Y somos nosotros los que podemos cambiar ese todo de las cosas. Somos nosotros los que podemos cambiar la historia”.

Parte de la historia

La última parada fue General Paz y Mosconi. Tras más tres horas de marcha y más de 30 cuadras de movilización, las Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora tomaron la palabra. Primero, Norita Cortiñas: “No podemos concebir que Argentina siga siendo un país de impunidad”. Luego fue el turno de Elia Espen: “Con todo el dolor que pasamos, seguimos peleando. No hay que callarse”.

Un capítulo aparte se merece la organización de la jornada. Sólidos, ordenados, metódicos, anticipándose a cada movimiento, la seguridad de la movilización no tuvo fallas, y cada corte de calle demostró a las claras la rigurosa planificación previa de la actividad. Sin lugar a dudas, allí radica gran parte del éxito de una tarde admirable.

Pablo Pimentel, referente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de La Matanza (una de los organismos que acompañó a la familia desde el minuto cero), también habló: “Pasaron más de cinco años de impunidad. Los derechos humanos son para todos. 

Luciano tiene que ser la bisagra para equilibrar la balanza de la justicia. Luciano Arruga ya no es solamente de su familia. Luciano es parte de la historia argentina”.

Luego se leyó el documento de Familiares y Amigos, que llevó la adhesión de organizaciones sociales, partidos políticos y medios comunitarios y populares. El comunicado denunció la complicidad de los funcionarios políticos que posibilitaron que un joven de 16 años estuviera desaparecido durante casi seis años. También recordó la desidia de los actores judiciales que convirtieron la causa de Luciano en un monumento a la impunidad judicial: el juez Gustavo Banco y las fiscales Roxana Castelli y Celia Cejas, que este año afrontarán un jury de enjuiciamiento. “Vamos a ir hasta el final. El hallazgo del cuerpo puso al descubierto un entramado de complicidades”, leyeron.

La lucha

Mónica Alegre, mamá de Luciano, fue de las últimas oradoras. “Gracias a todos por estar, por hacernos el aguante, por acordarse del Negro todos los días y por hacerlo parte de ustedes”, dijo.

Vanesa fue la encargada de cerrar la jornada: “Acá hubo que luchar mucho, poner mucho el cuerpo y desgastarse. Y a pesar de eso, somos una familia que salimos adelante, con valor y fortaleza. Nosotros empezamos siendo un grupo de familiares y amigos que luchaban solos. Enfrentamos a la Bonaerense, fuimos perseguidos, golpeados, amenazados. Y fruto de seis años de lucha dio la posibilidad de visibilizar la causa de Luciano. Y también esta lucha dio la posibilidad que entendieran que había una familia que denunciaba que esto no se trataba de hechos aislados, sino de una problemática que se llevaba la vida de muchos pibes. Y todo este fue lo que hoy generó esta marcha”.

Vanesa agradeció a todas las personas que participaron de la movilización. Agradeció puntualmente a sus compañeras y compañeros por la impecable organización. Y esa porción de La Matanza, nuevamente despierta, luego de un año, y así hasta el próximo, se sumió en un grito unánime, completo, recargado:

“¡Luciano Arruga, presente! ¡Ahora y siempre!”.

© Publicado el domingo 01/02/2015 por http://www.lavaca.org