Hijos de represores: 30 mil quilombos…
¿Cómo nombrar a los hijos de militares argentinos
que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los años 70? ¿Cómo
heredaron las atrocidades que cometieron sus padres? En las entrevistas, las
respuestas son distintas pero hay algo que se repite: casi nadie quiere hablar,
el tema sigue siendo un tabú. ¿Es válida la categoría de víctima? El doctor en
antropología de la UNSAM Máximo Badaró y el escritor Félix Bruzzone lo discuten
en esta nota Anfibia.
© Escrito el Martes
18/02/2014 por Félix Bruzzone y Máximo Badaró, ilustraciones de Walter Montes de Oca y Publicado por la Revista Anfibia.
(Página de Facebook)
Hay hijos de
represores que no hablan porque no pueden, no quieren, no les importa, o no
saben qué hicieron sus padres. Algunos rehúyen del pasado para pensar y actuar
sobre el presente y el futuro pero a la vez se piensan como “hijos de”. Ni
herencia ni destino: el parentesco también puede revelarse como una proyección
de futuro que transforma la historia.
I
Cada tanto, en la
casa de Daniela el teléfono suena y alguien dice:
— Tu papá es un
hijo de puta.
Y corta.
A veces atiende
ella.
Otras, su hija de
trece años.
El mensaje siempre
es el mismo.
II
El problema empieza
con algunas preguntas.
¿Cómo nombrar a los
hijos de los militares argentinos que cometieron violaciones a los derechos
humanos durante los años 70? ¿Cómo heredan esos hijos las atrocidades que
cometieron sus padres? Para algunos de los psicólogos que tratan casos así,
estas preguntas son el punto de partida.
Pablo Campos nos
recibe en su consultorio de Villa Urquiza, un cuarto pequeño con biblioteca de
caña. Acerca algunas sillas y nos hace sentar en ronda. Es flaco y movedizo,
aunque escucha y reflexiona atento ante cada pregunta que le hacemos.
Considera que la
pregunta que traemos es, ante todo, política. Hace tiempo que trabaja con hijos
de militares involucrados en la dictadura. Se presenta como psicólogo orientado
al esquizoanálisis, una teoría contrapuesta al psicoanálisis, inspirada en la
obra de Gilles Deleuze y Felix Guattari. Trabaja sobre la transformación de la
subjetividad, los deseos y las prácticas individuales mediante su integración
en procesos colectivos.
Algunos años atrás
formó un grupo de discusión en el que parientes de militares interactuaban con
parientes de desaparecidos, ex integrantes de organizaciones armadas y ex
presos políticos de la dictadura. La experiencia duró poco más de dos años.
Este grupo no
buscaba “reconciliación”. Su objetivo era contribuir, desde la práctica
psicológica colectiva, a la causa de memoria, verdad y justicia.
Pablo tiene una
posición tajante sobre la actitud de los hijos de los militares que estuvieron
involucrados en la dictadura: si no condenan a sus padres y se distancian de
ellos, se vuelven cómplices de sus crímenes. Para él, el camino de estos
pacientes debería ser impugnar el vínculo familiar y explorar en el pasado de
sus padres para obtener datos que aporten a causas judiciales y permitan
esclarecer, por ejemplo, el destino de los desaparecidos. Pablo dice que de
esta forma se recompone la subjetividad, el deseo, la historia personal.
—Las prácticas
psicoanalíticas que se basan en el eje “papa-mamá-hijo son pura paja” —dice.
El grupo se
disolvió en 2006, por los conflictos internos que generaron la radicalización
de algunos de sus miembros y los temores que despertó la desaparición de Julio
López. Pablo entonces se mudó a un pueblo de la costa del Río de la Plata,
donde sigue con sus trabajos sociales y, en sus ratos libres, pesca pejerreyes.
Sólo algunos días viene a su consultorio de Capital.
Otra forma de
percibir a los hijos de militares represores, opuesta a la de “cómplice”, es la
de “víctima”.
Y es esa condición
de víctima la que María José Ferré y Ferré y Héctor Bravo, dos psicólogos que
durante muchos años trabajaron en una obra social de las fuerzas armadas,
identifican en muchas de las conductas autodestructivas, ansiedades y
adicciones de los hijos de militares que hasta el día de hoy pasan por su
consultorio psicoanalítico.
“Aunque no lo
sepan, ellos también son víctimas, son las otras víctimas”, dice María José,
acentuando la pronunciación de “otras” y evitando que se cuele el paralelismo
con los hijos de desaparecidos.
Pero el paralelismo
igual se asoma y el estatus ya consagrado de la “víctima” parece ensancharse y
confundirse. ¿Los hijos de los represores también son víctimas de la dictadura?
III
En esta crónica no
hay ninguna historia que marque el ritmo del relato: muchos hijos de militares
tienen dolor y silencio acumulado, pero no una historia colectiva que haya
adquirido estado público.
Hay individuos
dispersos que llegan al consultorio psicológico con ataques de pánico, fobias,
adicciones o problemas de infertilidad, y meses o años después de la terapia se
descubren víctimas, cómplices o acusadores de los crímenes, abusos o delitos
que sus padres militares cometieron en los años setenta.
Estos hombres y
mujeres conectan recuerdos y conflictos familiares con las tragedias de la
historia argentina. Y en ese proceso, lo que sus padres infligieron a miles de
personas en nombre de la patria se vincula con lo que produjeron también en sus
casas.
Cuando esas
conexiones se producen, el hogar se vuelve campo de concentración, y el jardín
de la casa de la infancia, monte tucumano.
IV
En el patio, el
padre de Sofía y otro gendarme arreglaban una bomba de agua. Ella escuchó la
frase.
—Apretala que
vomita.
En los años
setenta, su padre había entrenado a los perros que se usaban contra la
guerrilla. Frente al psicólogo, la frase vuelve a ser dicha, involuntariamente,
cuando Sofía habla de sus problemas de infertilidad.
El psicólogo,
atento a los pliegues y ramificaciones de la subjetividad en la historia, la
toma y la transforma en otro tipo de bomba, una que poco a poco explota en el
cuerpo, las palabras y los vínculos de Sofía. Las explosiones repercuten en lo
que familia no dice, develan verdades y transforman para siempre la relación
con el hombre que entrenaba perros asesinos y ahora aprieta mangueras para que
“vomiten”. Y también la liberan.
El psicólogo luego
dirá, también, que lo que le ocurrió a Sofía no es muy frecuente. Ni siquiera
en el consultorio. Él estima que son uno de cada diez de estos hijos los que se
acercan a una consulta. Y aun así, algunos pocos de ellos consiguen llegar al
lugar al que llegó Sofía. Es poco lo que estos hombres y mujeres saben acerca
de lo que hicieron sus padres. Y son escasas las posibilidades de las que
disponen para conectar esas situaciones, esas palabras y esos silencios con
aquella historia trágica.
Y a veces,
razonablemente, no hay voluntad de hacer esa conexión. El sufrimiento propio se
niega, se invisibiliza o se transmuta en argumentos que justifican las acciones
de sus padres. Porque muchos de estos hijos creen que todas esas atrocidades
son cosas del pasado. Y que la vida debe continuar.
V
Las dificultades
para encontrar a personas que quieran conversar sobre el tema se repiten. La
gran mayoría de aquellos con los que entablamos algún contacto, además de pedir
anonimato, no responden mensajes o faltan a las citas. Así, encontramos al hijo
de un represor de La Plata que ya en una oportunidad hizo público su caso.
Empezamos a intercambiar mails. Al principio, parecían fructíferos, pero pasaba
el tiempo y todo se diluía, como si el hombre se hubiera arrepentido. Más
tarde, explicaría por qué: en aquella nota en la que contó su historia, no
respetaron el anonimato. Publicaron el nombre real de su padre.
VI
—Se hacen los
boludos, sus papás eran unos monstruos pero mis compañeros se hacían y se
siguen haciendo los boludos —dice Daniela mientras enumera a sus compañeros de
secundaria, la mayoría hijos de militares quienes, según ella, no relacionan el
maltrato que recibieron siendo adolescentes, y sus adicciones y frustraciones
personales de la vida adulta, con el rol que jugaron sus padres en la
represión.
Daniela tiene
alrededor de 50 años. Es hija de un ex represor. Elige una mesa ubicada al
costado de la puerta trasera de este café, cercano a una estación de tren. Cada
vez que entra alguien y deja que pase el frío de la calle, Daniela mira hacia
la puerta, levanta los hombros y se desarremanga el pulóver. Cuando la puerta
se cierra, se lo vuelve a arremangar.
Al principio habla
con cierta timidez. Luego, cuando llevamos ya casi una hora de charla,
confiesa.
—Hasta último
momento dudé si venir. No sé, es la paranoia, a veces una duda de con quién se
va a encontrar, y yo misma tengo altibajos. A veces no me dan ganas de recordar
esta historia.
El café está lleno
de gente y de ruidos. Entre los pocillos que se chocan y el soplido de la
máquina de café, Daniela relata la tragedia familiar. Los recuerdos parecen
dejarla sin aire. Habla pausado, regulando la respiración. Algunas veces cuenta
algo, mira hacia la calle y se pierde. Otras veces repite:
—Mi viejo me cagó
la vida.
Es nieta de
europeos que llegaron a la Argentina después de la primera guerra mundial.
Según cuenta ella, cuando su padre tiene que justificar lo que hizo durante la
dictadura apela a la idea de haberlo hecho para asegurar el porvenir de su
familia. Antes del 76, estaba por retirarse: ciertas presiones que ella
desconoce lo hicieron seguir.
—Todo era muy loco.
Papá pegándole a mamá, pegándome a mí, a mis hermanos, y después, haciendo que
nos agacháramos adentro del auto, por las dudas que nos fuera a atacar la
guerrilla. Para los que vivíamos en un barrio militar como el nuestro, esas
cosas eran de todos los días.
Mira hacia la
puerta, levanta los hombros, se arremanga el pulóver.
—Y en medio de todo
eso, el cuidado extremo: me mandaron a Brasil, a lo de mi tía, y me quedé allá
casi hasta el final de la dictadura.
Aquel viaje también
tuvo la ambivalencia típica de los actos de su padre. La resguardaba de la
“guerra”, pero también la segregaba de la familia por considerarla “la oveja
negra”. Sus dos hermanos se supieron adaptar mejor a las circunstancias: el que
se hizo rico en Europa y casi perdió relación con todos ellos, no se cuestiona
las turbulencias de esos años de padecimiento. El otro formó una familia y
admira a su padre.
Entre sus amigos de
aquella época, con los que últimamente Daniela volvió a contactarse a través de
Facebook, y con quienes cada tanto comparte algún asado, las cosas son
parecidas. Hay uno, incluso, que no se acuerda de nada. Ni siquiera del grupo
de amigos. Va a los asados, e interactúa con los demás, pero es un hombre sin
memoria. Y, como sugiere Daniela, está ahí para que todos, de alguna forma,
justifiquen que es perfectamente posible vivir sin recordar todo aquello.
Ella, en cambio,
recuerda. Todo el tiempo. Tras horas de conversación sabremos que en 1981, a
los 19 años, intentó suicidarse. También, que su primer marido, padre de su
hija mayor, se suicidó a los 29.
Es psicóloga.
Estudió la carrera “para entender algo de toda esta locura”. Sin embargo,
ninguno de los psicólogos que la trataron asoció su condición de hija de
represor con los traumas que padece. Más bien, le dijeron siempre, las
respuestas habría que buscarlas en la muerte temprana de su primer marido, en
la temprana orfandad de su hija.
Daniela militó
inorgánicamente en distintas agrupaciones de izquierda y, si se tiene que
definir políticamente, dice que es “anarquista”.
Se ríe. En su cara,
la risa queda como torcida, a medio camino entre una risa plena y un gesto
irónico, los ojos entrecerrados. Y cuenta, como en una especie de puesta en
abismo de todo lo que viene diciendo, lo que le pasó una de las últimas veces
que vio a sus padres.
Acababa de
despedirlos en la puerta de su casa. No había sido un encuentro agradable.
Nunca lo es. Días después, un vecino que suele ayudarla cuando ella tiene algún
problema en la casa, le contó que escuchó lo que dijo su padre antes de subirse
al auto.
En la vereda,
mirando a su esposa: “A ésta también tendría que haberla hecho matar”.
Daniela cuenta que
hace tres años mandó una carta a Madres de Plaza de Mayo: comentó su condición
de hija de represor. Dijo que estaba dispuesta a brindar ayuda en lo que
estuviera a su alcance. Nunca nadie le respondió.
Ahora, dice que
siempre respetó a las Madres. Pero que la ausencia de respuesta a su mensaje
fue una decepción. Piensa, dirá luego por mail, que (para ellas) “todo lo que
viene de los militares es rechazado, incluso los hijos.”
Al día siguiente de
la charla en el café, nos escribe: “Salí del bar y me sentí como perdida, y eso
me pasa cuando algo me recuerda el dolor de ese tiempo, como en el aire, así
como cuando salía de mi casa, pasaba muy seguido, corriendo con las pocas cosas
que había rescatado y sin saber adónde ir. En esa época yo era la peor en todo,
tanto maltrato psíquico y físico, tratando de disimular un poco y no me
salía, llevaba un dolor que no podía
decir”.
A pesar del dolor,
la frustración y el silencio, en ningún momento Daniela nombró la palabra
“víctima”.
VII
En los relatos de
la dictadura y postdictadura es notable la reticencia a la circulación de estas
historias. El discurso sobre los 70 suele licuar a padres e hijos del mal en un
mismo caldo. Y nadie parece querer hacerse cargo de los matices que hay, no ya
detrás de las vidas de los represores, sino tampoco de las de sus vástagos.
Del año 2008 se
puede traer un ejemplo bastante contundente de los problemas de poner estos
asuntos en escena. Por entonces se estrenaba en Buenos Aires Mi vida después
(Lola Arias), obra que cuenta las vidas reales de algunos hijos de los 70, y
donde los actores y actrices son los propios protagonistas de esas vidas. Una
de las protagonistas es Vanina Falco, hija del ex oficial de inteligencia de la
policía federal Luis Falco, apropiador del ahora legislador porteño Juan
Cabandié. Ella, que es una de las hijas de represores que logró separarse del
campo de concentración a escala íntima que se vivía en su hogar y llegó a
testimoniar en contra de su padre, y a poner su propia experiencia en escena
cada vez que se representa Mi vida después, recuerda cómo en las primeras
funciones se acercaba gente anónima a cuestionar su participación. No era un
cuestionamiento por cuestiones “artísticas”, o de “fondo” (ella misma se ocupa,
en la obra, de marcar algunas de las instancias del proceso judicial que
condenó a su padre, y del cual ella formó parte activamente), sino de “figura”.
El solo hecho de que hubiera una “hija de represor” arriba del escenario, para
algunos, resultaba controvertido.
Vanina, entretanto,
reconoce las dificultades que pueden tener los hijos que no encuentran un
rumbo. Y, a falta de colectivos de contención, es ella misma quien a veces se
convierte en punto de referencia para otros.
—Algunos se me
acercan” —dice—. Pero cada uno tiene que hacer su camino. Porque es gente que
está bastante tocada. Si sacan esto afuera es porque encontraron algo bastante
tremendo, y no es fácil hacer algo con eso. Todos tenemos nuestro grado de
locura, pero algunos están mucho peor y realmente no pueden salir.
VIII
Hay hijos de
represores que no hablan porque no pueden, no quieren, no les importa, o no
saben qué hicieron sus padres.
Otros hijos de
militares de los 70, en cambio, están dispuestos a hablar, y quieren intervenir
públicamente. No se reconocen como hijos de represores, ni como víctimas, ni
como cómplices. No tuvieron en sus casas campos de concentración en escala
íntima y, en general, nacieron en democracia. Miran el presente, y lo
cuestionan. Sus padres han sido acusados y condenados por delitos de lesa
humanidad en los juicios de los últimos años. Ellos se movilizan, desde
entonces, para criticar las falencias jurídicas y las motivaciones políticas de
estos juicios.
El 7 de Octubre de
2013, en la marcha frente a los Tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, este
colectivo autodenomionado “Hijos y nietos de presos políticos” (presos
políticos que vendrían a ser –la aclaración nunca dejaría de ser necesaria- sus
propios padres y abuelos, muchos de ellos ex represores) se reúnen unas
quinientas personas. Una primera línea, frente al atril por el que pasan los
oradores del día, muestra señoras y señores, no muy jóvenes, pero enfáticos en
sus gestos. Hay banderas argentinas y carteles hechos a mano. Uno de ellos,
pequeño y artesanal, reza “¡NO! JUSTICIA TUERTA”.
Hay gente que vino
desde lejos. Uno de los oradores, tucumano, cuenta las características de la
lucha que llevan adelante en su provincia. Habla del rumor de los bombos como
mantra, o liturgia, que mina la conciencia de los jueces que se preparan para
juzgar (mal) a “los malos de los 70”.
Antes del acto
contactaron a periodistas, pegaron afiches y grafitearon la ciudad. Bombos por
ahora no suenan, aunque sí lo harán después, cuando el grupo invada las
escalinatas de los tribunales y desate sus cánticos futboleros.
Los
cuestionamientos básicos de “Hijos…” a la forma en que se están desarrollando
los juicios contra ex represores apuntan a que los mismos, usualmente, pasan
por alto las garantías constitucionales y, en muchos casos, a que los delitos
que se juzgan muchas veces no son tales, o no están correctamente probados; y
si lo son, si bien pueden enmarcarse dentro de alguna zona del accionar
represivo estatal de la última dictadura, no deberían ser todos considerados
como delitos de lesa humanidad, y por lo tanto considerarse prescriptos.
IX
Aníbal Guevara y
Lorena Moore tienen menos de 35 años y forman parte de la mesa chica de “Hijos
y nietos de presos políticos”. El padre de él cumple prisión perpetua en Marcos
Paz. El de ella, en pocas semanas conocerá su sentencia. Apenas llega a este
café en la esquina de Libertador y Coronel díaz, Aníbal ironiza sobre la
esquina que se eligió para la reunión. Libertador y Coronel Díaz. Militares y
oligarquía. “Este lugar no ayuda para cambiar el estereotipo sobre nosotros,
pero más tarde justo tenemos una reunión acá cerca”.
Aníbal es músico.
Nos cuenta que en su primera juventud solía llevar la remera del Che Guevara.
Su padre no le decía nada, o zanjaba el asunto con el consabido “guarda que ese
mató a mucha gente”. Su padre, por lo que él cuenta, sólo detuvo en sus
respectivos domicilios, con actas correspondientes y a la luz del día, a cuatro
personas que luego desaparecieron. Fue el único miembro de su unidad militar
que se acercó a declarar en los juicios a las juntas en los años 80 y todos
estiman que fue por esta participación como testigo que luego quedaría como
imputado cuando a partir de 2003 se reiniciaron y ampliaron los juicios.
Aníbal cree que
gente como su padre ni siquiera debería ser juzgada. Y al referirse a los
juicios en su totalidad, estima que en casi todos los casos, aún en los que
acusan a los monstruos máximos, hay errores procesales y presiones políticas
que violan derechos y garantías constitucionales.
No reivindican el
accionar de las fuerzas represivas ni sostienen la teoría de los dos demonios.
Cuando formaron “Hijos…” querían diferenciarse de agrupaciones que cuando
critican a los juicios contra los militares terminan haciendo una defensa de la
dictadura, como la agrupación “Memoria Completa”, las apariciones públicas de
Cecilia Pando o la revista “B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los
70”.
Lorena es abogada.
Desde el comienzo de la charla nos dice que nunca pensó que ella iba a tener
que usar su pasión por el derecho penal para el seguimiento de una causa contra
su padre por violaciones a los derechos humanos. Para ella los juicios contra
militares eran algo que sólo aparecía en los diarios y en la televisión, algo
relacionado con gente que había cometido crímenes. Pero no era algo que tuviera
que ver con su familia. Por eso insiste en mencionar lo extraño que le resulta
tener que ir a un penal a visitar a su padre y, por ejemplo, compartir la sala
de visitas con represores emblemáticos del dictadura militar como el Tigre
Acosta, Miguel Etchecolaz o el propio Rafael Videla y sus familiares.
“Imaginate, yo nunca pensé que algo así me podía pasar a mí”- dice.
En la marcha del 8
de octubre frente a los tribunales de la Ciudad de Buenos Aires, Lorena recibe
un llamado de la nieta del ex presidente de facto Bignone. “No pude ir, pero
quiero que sepan que los apoyo”, les dice. Lorena la escucha durante media hora
mientras piensa: “Todo bien, ¡pero tu abuelo fue presidente!”.
Aníbal refiere un
caso similar, aunque más módico, que constata los matices en los que navega
“Hijos…”: Una de las oradoras de la marcha frente a Tribunales es una mujer
cuyo padre, también enjuiciado y condenado recientemente, era Teniente Coronel
en los años 70. Se desempeñaba en una unidad militar cercana a Bahía Blanca que
no participaba directamente en la represión, pero que estaba muy próxima a
zonas operativas en las que se produjeron atrocidades de todo tipo contra miles
de personas. “Con ella está todo bien –dirá Guevara-, pero también tenemos
muchas discusiones porque, bueno, su viejo no era Teniente primero, como el
mío, o Capitán, como el de Lorena,… ¡era Teniente Coronel!”. En muchas
oportunidades Aníbal y Lorena llaman la atención sobre el hecho de que en la
dictadura sus padres no ocupaban grados militares importantes ni tenían poder
de decisión. Sólo obedecían órdenes.
Aníbal y Lorena
dicen que su militancia surge de la necesidad de “hacerle el aguante” a sus
padres inocentes (“pero no a los monstruos”- aclaran) y de buscar que los
juicios sean ecuánimes.
Le preguntamos qué
pasa si un familiar de un represor cuya culpabilidad en violaciones a los
derechos humanos ha sido ampliamente probada judicialmente, se acerca a este
grupo. Lorena piensa moviendo la cabeza y dice: “en realidad, los hijos de los
que más tuvieron que ver ni se acercan, porque saben que son un quemo”. Aníbal
aclarará, en un mail posterior a nuestro encuentro, que ellos no defienden
personas, sino derechos.
Aníbal y Lorena
saben que su militancia está repleta de ambivalencias. Saben que el riesgo de
que sus actividades deriven en una defensa de los represores es grande. Y
algunas veces, ellos mismos hacen poco para evitar esos riesgos, como cuando
comparten actos con los grupos de los cuales buscan diferenciarse.
Otras veces, como
el día de nuestra charla en ese café con reminiscencias aristocráticas, Aníbal
y Lorena son explícitos en sus intentos de despejar cualquier sospecha de
reivindicación de represores. Aníbal dice que si hubiese habido pruebas
contundentes y un juicio justo que demostrase la culpabilidad de su padre, él
no se opondría a la condena, la aceptaría. Redoblando la apuesta y criticando
la irresponsabilidad de los altos mandos de la dictadura, Aníbal incluso dirá
que “Videla es el responsable de que ahora mi viejo esté en cana”.
VIII
Una paciente llega
tarde al consultorio de María José Ferré y Ferré. María José comenta que es muy
habitual que los hijos de militares con los que trabaja no sean puntuales, o
suspendan la sesión sobre la hora. Esta vez, la paciente llega bastante
alterada, nerviosa, eléctrica. La excusa por la demora es “perdón, hoy estoy
con 30.000 quilombos”.
Hasta 2007, hay
confirmados alrededor de 15.000 desaparecidos víctimas de la represión ilegal
de los años 70 en Argentina. Sin embargo, desde principios de los 80, el número
emblemático que se lleva como bandera para reclamar por todos ellos es ese
otro: 30.000.
La paciente no toma
conciencia de la relación entre sus muchos “quilombos” y el número que usó para
hiperbolizarlos hasta que María José, ya en la sesión, se lo plantea.
Los “30.000
quilombos” de la paciente que se atiende con María José resuenan entonces como
producto, no sólo de una historia familiar complicada sino como resultado de
todas las capas de discurso que hay alrededor de aquellos años. Son, también,
los “30.000 quilombos” con los que tienen que lidiar personas como Aníbal y
Lorena cada vez que visitan a sus padres en prisión, y cada vez que salen a la
calle para llevar adelante la misión de utilizar la denominación “presos
políticos” para designar a militares acusados de atrocidades cometidas en los
años 70.
Quizá sean,
también, muchos otros “quilombos” que están funcionando alrededor sin que los percibamos
como tales (aunque sus efectos sean muy concretos), y con los que nos
tropezamos al ensayar esta crónica. El silencio. La paranoia. Las ambivalencias
de rehuir del pasado para pensar y actuar sobre el presente (y sobre el futuro)
pero a la vez pensarse como “hijos de”. Quizá desatendiendo que en esa sola
denominación está en marcha tanto la referencia a un pasado trágico como la
reivindicación de un principio de acción política que en la Argentina ha
adquirido dimensiones excepcionales: el parentesco sanguíneo como condición
casi excluyente para el reclamo colectivo de justicia.
Pero el parentesco,
lo sabemos, puede ser muchas cosas. Ni herencia ni destino, ni verdad revelada
ni condena. El parentesco también puede ser una pregunta abierta, una proyección
de futuro que transforma la historia.
Hijas de represores: las voces de las historias desobedientes…
Es una situación inédita en el mundo. Y
una perspectiva para entender la historia argentina que jamás se había
planteado: hijas e hijos de genocidas que se han ido conociendo en los últimos
tiempos.
©
Publicado el viernes 07/07/2017 por Revista La Vaca de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires.
Desató esa necesidad de encuentro su rechazo a
medidas de impunidad como el 2×1 que beneficiarían a sus propios progenitores
condenados por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura.
Y
todo lo que cada una y cada uno venía elaborando durante décadas, desde que
supieron que sus padres habían sido responsables del horror. Nunca ninguna
circunstancia similar en la historia ha tenido este tipo de respuesta, que va
sumando nuevos casos semana a semana.
¿Qué
vivieron? ¿Cómo piensan? ¿Cómo nació el grupo? ¿En qué han cambiado sus vidas? ¿Qué significa romper el silencio?
Audio Bloque 1:
Audio Bloque 2:
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