La derrota cultural K…
Cómo el propio Gobierno demuestra en la gestión que la batalla por una sociedad justa era, más que nada, retórica. Del dicho al hecho.
No
es lejano el recuerdo de cuando se hablaba de la “batalla cultural”
ganada por el kirchnerismo. Apenas tres años después de aquel juicio
impactante, con la misma contundencia y el mismo apoyo empírico aquella vez
alegados, podemos proclamar la noticia, en principio muy buena, de su
derrota. Necesito aclarar por qué digo que la noticia es “muy buena,” por
qué digo que es “contundente,” y por qué digo sólo “en principio”.
La noticia es muy buena porque, finalmente, el kirchnerismo dejó claro que era más un obstáculo que un medio para alcanzar una sociedad más justa, más igualitaria y sobre todo más fraterna. Luego del huracán de su paso por diez años, los niveles de pobreza y desigualdad son dramáticos en términos históricos, y con tendencia al empeoramiento (la diferencia de ingresos entre el 20% superior y el 20% inferior era de 7,36 en 1961, 10,24 en 1986, 12,28 en 2009, y en grave declive desde entonces, si las simuladas cifras oficiales nos permitieran confirmarlo); todos los servicios públicos básicos aparecen abandonados; y los lazos sociales se han corroído hasta los niveles de horror que comprobamos durante los últimos saqueos: vecindarios armados contra un “enemigo interno”, nacido y criado en su propio vientre.
La
noticia es contundente porque hoy ya no es necesario hacer esfuerzos de
“desenmascaramiento”. Para cualquiera –salvo para el núcleo duro de su
militancia– el kirchnerismo es, más que la contracara, la caricatura de los
ideales que alguna vez predicó. Años atrás, cualquiera podía entender de
qué hablaba el kirchnerismo cuando sacaba el pecho y contraponía el
intervencionismo estatal (con el que se identificaba) al neoliberalismo
menemista (al que repudiaba con el fanático fervor de los conversos). Hoy, en
cambio, el kirchnerismo representa la falta de luz en verano, ante los primeros
calores; la falta de gas en invierno, ante los primeros fríos; tarifas
subsidiadas para los ricos y caras para los más pobres; una red de transporte
que nos condena al sufrimiento, con trenes que luego de la masacre siguen
rodando salvajes, amenazantes: un insulto que se graba día a día sobre la piel
de un pueblo cansado. Pese a la retórica estatista, fue el kirchnerismo el que obligó
a ese pueblo a recurrir al abuso de los proveedores privados. En manos privadas
hubo que recalar para proveerse de los bienes dignos que antes garantizaba un
Estado bueno: primero salud y educación, luego transporte y seguridad,
enseguida el agua porque bajaba sucia, y –la novedad de estos días– generadores
de electricidad particulares.
Años
atrás, hablar de las continuidades existentes entre menemismo y kirchnerismo
resultaba una provocación que corría en desventaja, una injuria que debía
demostrarse ante interlocutores impávidos. Hoy, esa continuidad es demasiado
obvia como para ser demostrada. No sólo porque el elenco es casi el mismo
(repásese la lista de los principales legisladores, gobernadores, intendentes),
sino, sobre todo, porque la estructura económica y social del país no difiere
mucho de la que entonces predominaba: la economía está tan concentrada y más
extranjerizada que durante el menemismo; el país quedó maniatado a la voluntad
de los Repsol, los Chevron, las compañías mineras contaminantes y los
empresarios del juego. Es decir, seguimos dependiendo de las decisiones de
un puñado de empresarios ricos, envueltos en negocios sucios, y aplaudidos por
la misma farándula excitada de los años idos.
Carcomida
la retórica K sobre el Estado, la de los derechos humanos pasó a ser la última
frontera de su legado. La debacle en la materia fue brutal: medidas y
nombramientos sucedidos uno tras otro, sin respiro, sin compensación y sin
matices: la ley antiterrorista, aprobada –para no dejar dudas– como primera ley
del cristinismo. Enseguida llegaron el espionaje sobre militantes sociales
(Proyecto X), organizado por el Ministerio de Seguridad; el uso de las fuerzas
armadas para resolución de conflictos internos; los nombramientos de Sergio
Berni en el Ministerio de Seguridad, César Milani al frente
de la Inteligencia, Alejandro Granados en la Seguridad de la Provincia,
Alejandro Marambio en el Servicio Penitenciario. No eran errores ni excesos,
sino una política consistente, rotunda y sin fisuras, que se coronó días atrás
con Hebe de Bonafini abrazada a Milani, nuevo jefe del
Ejército, y un coro de partidarios celosos balbuceando tonterías.
Los
hechos señalados sólo ilustran el fin de la fábula. Dejo constancia de que
hasta aquí no mencioné siquiera a la corrupción; no he dicho nada sobre los
diez años de mentiras del Indec; nada del hiper-presidencialismo; nada sobre la
hostilidad con los campesinos e indígenas; nada sobre el modo en que
desalientan, ridiculizan y atacan a la participación popular, a las ONG, a los
grupos ambientalistas; nada sobre el modelo extractivista, clientelista y
consumista de desarrollo. No es necesario hacer más esfuerzos argumentativos.
Quien no quiera convencerse no será convencido por nadie, pero ya no es
necesario convencer a más gente. (Hasta hace poco, muchos veían estos
problemas, pero los balanceaban diciendo que el peronismo era liderazgo, la
única garantía de gobernabilidad en un país desbocado. Pero luego de meses de
una presidenta ausente, con pánico de contaminar su investidura con algún
problema; luego de saqueos que recorrieron el país en medio de la falta de luz,
gas, agua, trenes, policía, es difícil seguir repitiéndolo. El peronismo no
garantiza la gobernabilidad, y es parte fundamental de los problemas que la
ponen en crisis).
El
kirchnerismo perdió la batalla cultural, pero el problema es que el mal contra
el que peleamos lo trasciende largamente. De allí que la buena nueva de su
derrota sea buena sólo “en principio.” Las bases de la desigualdad estructural,
que el kirchnerismo consolidó como nadie, nacieron antes que él, y seguirán
luego de su duelo. Resolver la desigualdad no requiere sólo medidas que no
se toman, sobre una estructura de miseria sólida e intacta, sino disposiciones
morales y actitudes sociales –un ethos extendido– que hace años quedaron
exhaustas. Por eso la derrota del kirchnerismo no significa victoria. La
disputa por una sociedad justa, igualitaria, fraterna la venimos perdiendo
desde hace años.
© Escrito por Roberto Gargarella, Doctor en Derecho, el Domingo
12/01/2014 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires.