Una visita a la isla de los silencios…
En 1979, la isla fue usada para llevar prisioneros que
había que esconder por la visita de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos. Denunciada desde la democracia, fue ubicada por sus sobrevivientes y
recién ahora, tras más de treinta años, finalmente inspeccionada por la
Justicia.
El apostadero de Prefectura de San Fernando aparece al borde de la costa,
contra el fondo de un camino de tierra. De a poco llega un fiscal, los abogados
de las querellas y los defensores de los marinos de la Escuela de Mecánica de
la Armada. Un prefecto toma nota de los nombres. Hay veinte lugares
disponibles. Luego van llegando siete sobrevivientes del centro clandestino.
Todos suben a bordo de una embarcación para hacer el recorrido de tres horas
que los sobrevivientes hicieron encapuchados y engrillados, más de treinta y
cinco años atrás. “¡Lancha rara era esa! –dice uno de los siete, Víctor
Basterra–. ¡Mas que lancha, era un lanchón! Nos habían tirado una lona encima,
siempre con capucha, pero la lona era para que no nos viera la gente.”
El viaje es hacia la isla El Silencio, ubicada en la segunda sección del
Delta en la localidad de San Fernando, donde funcionó transitoriamente un
centro clandestino de detención. Entre agosto y septiembre de 1979, el GT3.3.2
llevó ahí a unos 40 prisioneros para esconderlos durante la visita de la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos a la ESMA. La isla fue numerosas
veces denunciada. Lo hicieron los sobrevivientes y el CELS, que documentó la
relación del predio con el Arzobispado de Buenos Aires y la venta de la isla al
GT de la ESMA. En los ’80, casi a tientas, un grupo de sobrevivientes logró
encontrar finalmente su ubicación, pero la Justicia tardó treinta años en hacer
algo. Recién la allanó en 2013, y lo más sorprendente para quienes estuvieron
en uno y otro momento fue que todo estaba como en 1979, como congelado en el
tiempo. Hallaron la piedra de afilar machetes, un buggy derruido, un mueble de
cocina y la cocina económica. La isla pasó por varias manos desde aquel
momento. La Justicia investiga las trasferencias. Sobre la isla pesa una orden
de no innovar y un pedido de los sobrevivientes para que se expropie. La semana
pasada, el TOF 5 a cargo del juicio oral de la ESMA hizo una inspección ocular.
Hacia allí fue el barco.
“Siempre hemos declarado la existencia de la isla”, dice durante el viaje
Enrique “Cachito” Fukman. “La primera vez que se hizo algo fue hace dos años.
Por eso preguntamos cuáles son los motivos por los que la Justicia en estos
treinta años nunca allanó. Lo que pensamos es que tiene que ver porque
obviamente está involucrada la Iglesia en toda esta situación: al haber sido
una isla de la curia, aclaremos que en la década del ’60, a esta isla, venía
(Antonio) Caggiano por ejemplo que era el Arzobispo de Buenos Aires. Se hacían
almuerzos con los seminaristas. Con esto estamos diciendo que por acá pasaba la
cúpula del Episcopado.”
En el viaje, se van presentando otros que viajaron a la isla en distintos
momentos de 1979. Hay dos de la “perrada”, Alfredo Ayala “Mantecol” y Leonardo
“Bichi” Martínez, parte de los detenidos obligados a hacer tareas de
mantenimiento en la ESMA y en estructuras satélites, como estas casas
operativas o en las robadas y revendidas para el saqueo. Hay tres que fueron
asignados al “trabajo esclavo”: Fukman, el “Sueco” Carlos Lordkipanidse y Angel
“Taita” Strasseri. Y hay dos “capuchas”, Víctor Basterra y Osvaldo Barros, dos
de los 15 a 20 detenidos-desaparecidos que permanecían encapuchados,
engrillados y hacinados abajo de la Casa Chica de la isla. Era en una
estructura construida entre los pilotes, con paredes de barro, donde la mayoría
pasaba los días tirados en lonas sobre el suelo de tierra.
“Antes de la venta, esta isla se la dieron a (el cura Emilio) Graselli, que
era el que ya la estaba administrando. Casi podríamos decir que fue un armado
previo para hacer el negocio con la Armada: porque se la vende a la Armada en
una venta fraudulenta. El GT la compra, no a nombre de ninguno de ellos sino
usando los documentos de (Marcelo Camilo) Hernández, que era un secuestrado que
había sido liberado y estaba en el exterior. Entonces la compra era
fraudulenta. Y Graselli sabía.”
La mayor parte de los sobrevivientes viaja ahora en cubierta. Basterra cada
tanto se para, da vueltas. Son casi las once de la mañana y el sol es fuerte.
Los prefectos sirven un plato de galletas. El Bichi Martínez tiene una foto. Es
de los que mas estuvo en la isla. Los de mantenimiento habían viajado con el
prefecto represor Héctor Febres un fin de semana a evaluar arreglos. Volvieron
más tarde con chapas y maderas. En la foto, a Bichi se lo ve elegante, con ropa
de sábado a la noche, entre tres suboficiales. Los Verdes. La escena es de un
club de la zona, parte de un baile, según cuenta, un día en el que después de
hostigarlos, los suboficiales eran capaces de llevarlos a pasear.
“Cuando volvimos nos trajimos todos los elementos para trabajar en la
reparación de la casa –dice Mantecol–. Reparamos la Casa Grande, el piso y los
techos. Me acuerdo varias anécdotas, como cuando encontramos un panal de
abejas. Abajo de la casa cambiamos los postes deteriorados. Pusimos un baño en
condiciones. Le pusimos ducha porque no tenía. Pero lo primero fue el muelle:
arrancamos por ahí, porque era un pedazo de madera. Y después hicimos de nuevo
el puentecito que iba de una a otra casa.”
Como en 1979, el viaje a la isla toma tres horas. La última escala es a
unos mil metros de la isla, en el puesto de Prefectura ubicado entre el Paraná
Mini y el Chañá-Mini. Los jueces ya llegaron, en helicóptero.
La casa sin aire
La isla El Silencio sigue teniendo las dos casas. En la Casa Grande
alojaron al grupo de secuestrados enrolados en el trabajo forzado y lo que el
GT llamó proceso de recuperación. En la Casa Chica, a unos metros de distancia
y separada por el pequeño puente, estaba el resto de los prisioneros,
tabicados, ubicados entre paredes húmedas, un hueco ganado a la tierra, en
condiciones deplorables. Entre los que estaba el grupo Villaflor, Juan Carlos
Anzorena y el vasco Urretavizcaya.
En aquellos días, la isla tenía sus rutinas. En la cocina estaban tres
prisioneras, Thelma Jara de Cabezas, Blanca “Betty” García Alonso de Firpo y
Lucía Deón. Thelma llegó un poco más tarde que el resto de los detenidos,
después de una gira de falsas entrevistas y propaganda en Uruguay. Las tres
mujeres hacían comida para los prisioneros y para los guardias. Dicen que
Thelma decía que cuando comían cosas sabrosas se ponían de mejor humor. En esos
días también comieron mejor los de Capucha: muchas veces recibían mejor comida,
porque se las llevaban sus compañeros, porque los guardias no querían ni
siquiera acercarse por el olor.
“El grupo de tareas tenía plantaciones”, dice Fukman. “Había de álamos y
antes había sauces y fornio, una planta de hojas muy filosas con la cual
después se hace hilo. Lo primero que nos hacen hacer es abrir una picada a
machetazos. Vos decís ¿cómo nos daban machetes? Muy sencillo, íbamos en fila
desmalezando y ellos estaban a los costados con los fusiles automáticos. ¿Viste
las películas que aparece el tipo con el fusil y los esclavos? Bueno, igual
pero esto no era una película.”
La isla así pensada parece una unidad productiva aparentemente importante.
¿Cómo era eso del tractor?, les preguntó Obligado a los sobrevivientes. Ellos
dijeron que después de desmalezar, un grupo cortaba árboles con motosierras;
otro hombreaba los cortes y los cargaban en un tractor. El tractor acercaba los
cortes a la costa, los bajaban y los subían a una lancha.
–¿De qué empresa era esa lancha? ¿Los vendían? –preguntaron los periodistas.
–Era una empresa privada. Lo vendía el GT. El GT tenía mano de obra gratis
con esto, ¡qué más querían!. Y el otro trabajo que hacíamos era cortar las
hojas de fornio. Tenías que usar guantes porque sino te cortabas, porque es muy
filosa. Había que juntar todo. Llevarlas a la costa y después se la llevaban.
La estadía de ellos en la isla duró alrededor de un mes, aunque algunos de
la “perrada” volvieron a hacer trabajos esporádicos. Mientras estuvieron todos,
cuentan, los trabajos se hacían a la mañana. Después se almorzaba. Y a la tarde
había partido o como dicen ellos: falsos partidos. “Se hacían los falsos
partidos: nos decían que si ganábamos nos mataban, pero por más que nos decían
así siempre ganábamos.”
Abajo
En el muelle había un cartel con el nombre El Silencio. Desde la costa
todavía se ve la Casa Grande, sostenida por los pilotes típicos del Delta. En
un costado, una cocina vieja apoyada a una escalera reemplaza los primeros
escalones. Por ahí suben, con dificultad, el juez Obligado, la jueza Adriana
Paliotti y Leopoldo Bruglia. Un secretario pregunta en voz alta quién es quién
y mientras calcula cuánto más puede resistir esa escalera que es una de las
entradas a la casa. Suben los sobrevivientes. Y el resto.
–Esta es la entrada que estaba habilitada en ese momento –dice uno, a modo
de guía.
–Mostrar, muestre lo que quiera –le dice el juez–, pero no haga
valoraciones.
–Esta es la Casa Grande... –intenta seguir.
—¡Un minuto que lo van a filmar! –lo interrumpen.
–Esto es lo que se llamó la Casa Grande –comienza de nuevo– que es el lugar
donde estábamos aquellos que estábamos en estado de esclavitud. Los “capucha”
estaban en la otra casa. A esta se subía por este lado. Y se entraba por acá,
directamente en lo que es la cocina.
Adentro está todo como estaba, lo que impresiona. El mueble en esquina. La
cocina económica. Los techos. Los pedazos de madera de la galería que Mantecol
alguna vez cambió. También hay huellas de posters más nuevos. Y marcas que
indican que la casa recientemente se usó. El Sueco Lordkipanidse pasa de un
cuarto al otro. Les habla a los jueces. Les dice dónde estaban ellos. Dónde las
mujeres. Dónde dormían los suboficiales. Acá está el mismo mueble, dice. Los
baños.
Osvaldo Barros, como perdido, entra buscando la puerta de un baño, el único
momento en el que estuvo en la Casa Grande porque estaba en la Capucha, y ese
momento fue el único día que los llevaron a ducharse.
El Sueco entonces pasa a otro cuarto. Y vuelve a pasar. Y de pronto dice,
bueno, ya está, salgamos de acá.
Tardó tres horas en llegar. O tres décadas. Ahora está ahí. Entró hace
relativamente poco. El fiscal Guillermo Friele en la puerta dice que lo más
importante de este lugar es eso: que no cambio nada. Que es como entrar a la
ESMA. El Sueco también piensa lo mismo, pero no está tan seguro de las razones:
“No sé hasta qué punto esto es un mensaje”.
En la casa chica un secretario pregunta algunos datos. Víctor Basterra saca
una foto. “Esta parte de arriba era la habitación de los guardias –dice
Basterra–. Muchas noches los guardias venían todos borrachos, se ponían a
bailar, a zapatear. Caía una nube de polvo sobre nosotros. Provocó gritos,
ataques de nervios porque era un ruido infernal. Me acuerdo que una noche fue
tal el lío que hicimos, los gritos que pegamos nosotros, que vino un oficial y
paró un poco lo que estaban haciendo arriba los guardias.” El piso se movía.
Abajo había varios sobre el suelo, pero también había dos cuchetas de metal con
las mujeres. Uno de esos gritos era de la Gallega, María Elsa Garreiro
Martínez, la esposa de Raimundo Villaflor, tenía la cara pegada a la viga del
techo, el piso de la casa de arriba.
El secretario del juzgado escucha. Hace cuentas mentales otra vez. Esta vez
dice algo, el terror, el estado de pánico.
© Escrito por Alejandra
Dandan el domingo 15/03/2015 y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires.
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