Entre pentecostales y corruptos…
Jair Bolsonaro.
Para
que exista un Bolsonaro, tiene que haber millones de ciudadanos que ya no
suscriben un pacto que los obligue.
© Escrito por Beatriz Sarlo el domingo 14/10/2018 y publicado por el Diario
Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Los
resultados de la elección presidencial de Brasil indican un triunfo de Bolsonaro, tan amplio como para justificar su bravata de que el 28 de octubre, día
de la segunda vuelta, estará festejando en la playa. Aquellos que venimos de una tradición
laica aprendimos, una vez más, la lección sobre los pentecostales, cuyo peso en
Brasil se trasladó a la cantidad de representantes en el Congreso,
donde antes de la última elección eran más de setenta. Hace tres décadas ya se
había fundado en Brasil una Asociación de Evangélicos. Pero los pentecostales y
evangélicos no son la causa. Se necesita una perspectiva inversa para averiguar
qué les da poder a Bolsonaro y a los pentecostales. Ambos expresan sentimientos
colectivos sobre la política.
Cuando,
en 1992, el sociólogo británico David
Lehmann me contó sus investigaciones sobre los
pentecostales en Brasil, para mí eran todavía una novedad. Lehmann debió
persuadirme de su importancia. Pocos años después, Pablo Semán investigó
a los pentecostales y otras formas de religión popular en Argentina. Hizo
trabajo de campo en las villas y describió el crecimiento local del pentecostalismo
"por la capacidad que tiene para movilizar y combinar los preexistentes
supuestos culturales de grupos afectados por diversas formas de
pobreza".
La
cultura y la cultura política, que hemos considerado occidental con sus
coloridos clivajes regionales, hacen crisis frente a las iglesias evangélicas.
¿Por qué fue Bolsonaro el candidato del capitalismo liberal recalcitrante y,
también, de los pobres que llenan los templos pentecostales? En un escenario
nuevo, el fundamentalismo religioso es una influencia cercana, barrial,
asistencial, consoladora, bien diferente de los avatares contemporáneos de la
política, que deja en el abandono a las masas que, en otras circunstancias,
pudo dirigir. Los pentecostales crecen en comunidades heridas y desdichadas,
aunque no solo allí. Su
victoria es una consecuencia, no simplemente una causa.
Twitter.
Como Trump, Bolsonaro desplegó su campaña en Twitter, una plataforma que distribuye
la ilusión de pertenencia. Quizá solo un concierto de rock o una gran final de
fútbol mantengan todavía la capacidad de forjar un vínculo intenso y vivido.
Pero, más allá de esos acontecimientos del show-business o del deporte, la
unión por simpatía y los afectos comunitarios se desvanecen en el pasado. En
estas condiciones, los políticos, Trump
o Macri, Bolsonaro o Cristina Kirchner,
usan Twitter para instalar, una vez más, la sensación de pertenencia colectiva
a algo, sea lo que fuere. Además, Twitter corre con la ventaja de que no
pide lealtades profundas ni permanentes, sino compromisos de
corta duración: exactamente lo que las sociedades contemporáneas ofrecen a
quienes viven en su inmenso reducto de lealtades débiles y reacciones extremas
pero volátiles.
Sin
duda, Twitter reparte noticias falsas porque no se rige por los principios de
verdad o mentira, sino por los más subjetivos de creencia o desconfianza. En un
mundo veloz, su mayor cualidad proviene de la brevedad y la simplicidad
intelectual de los mensajes. Miguel Lago afirmó que Brasil es el primer país
que entra en la “hiperhistoria”, un tiempo en que ya no se distingue entre
realidad y virtualidad. Bolsonaro, con su estilo corto y de impacto, es
“prácticamente un youtuber”(piaui.folha.uol.com.br/extremo-centro-x-extrema-direita/). Leer una página de diario es una aventura compleja, hoy reemplazada por
el shock.
Bolsonaro
está dotado para el shock por una naturaleza que fue perfeccionada por la
ideología. Lo que piensa se adhiere, palabra por palabra, a un sentido común
que, hasta hace poco, habríamos llamado arcaico o reaccionario. No domesticada
por lo que se considera políticamente correcto, su “sinceridad” nace del
hartazgo de los sermones bien pensantes. Tal padre no quiere tener un hijo
homosexual; tal hombre blanco no quiere que su hija se case con un negro. Así de sencillo. Trump adivinó que sus
votantes sentían lo mismo que él ante los progresos del igualitarismo.
Bolsonaro detectó algo parecido en Brasil.
Como Trump y otros casos, Bolsonaro se aprovecha de los votantes hartos de
la política y los políticos. Ese no es su problema, sino el nuestro.
La corrupción.
El
elemento novedoso y decisivo es la corrupción. Una estudiante pobre y negra
describió un significativo cambio: después del escándalo del Lava Jato, sus
padres no votaron al PT, como lo habían hecho hasta entonces, “porque ellos son
de una época cuando los políticos no iban presos, y, desde que empezaron a ir a
la cárcel, se decepcionaron por completo” (piaui.folha.uol.com.br/arrastao-da-direita-redefine-o-pais).
Bolsonaro no acusa solamente a Lula de corrupto. Sus posiciones describen de ese modo a
toda la política. En esto coincide con un sentido común que también conocemos
en Argentina: “todos los políticos llegan para llenarse”. Sin embargo, que el
alejamiento de la política tome como argumento la corrupción, no impide que ese
argumento exprese de verdad una época en que los gobiernos populistas, incluso
los de carácter progresista como el de Lula, declinaron dar una batalla por la
decencia y, que, para gobernar, compraron voluntades y establecieron alianzas en
un complejo sistema de partidos como el brasileño. Después de años, enfrentaron
el hecho de que los propios compañeros se habían hundido en ese sistema de
tolerancia. No se trataría de sobresueldos, que se discutieron en España y de
los que allá se acusó al Partido Popular, sino de coimas. Si hay sentencias
apoyadas en las pruebas que se han mostrado, se trata de enriquecimiento
privado y per cápita de los políticos.
Por
su parte, los
intelectuales del kirchnerismo, reunidos en Carta Abierta, han elegido un
camino fácil. Podrían haber razonado que sus dirigentes
necesitaban el dinero para hacer una política que, sin tales recursos, sería
impracticable. Desecharon ese camino exculpatorio, difícil, pero posible. No
hablan de lo que se llama financiamiento ilegal de la política. Simplemente,
niegan todo acto de corrupción que embarre los costosos atuendos y mansiones de
quienes gobernaron entre 2003 y 2015.
Convengamos
que, como salida, es la menos inteligente. Les será difícil demostrar que las
pruebas, en cada una de las causas, son falsas. Y que todos los juicios a la
corrupción se ocupan, como afirma Carta Abierta 26, de “oscuros eventos de
ilicitud que se dan por anticipadamente acontecidos en el seno de los gobiernos
kirchneristas, sin más recursos probatorios que los tan asiduamente llamados
relatos. ¿La penumbra jurídica y el parloteo comunicacional no constituyen una
realidad ultraficcional…?” No es una buena defensa de la inocencia de CFK ante
las acusaciones que comparte con De Vido,
mano derecha de su esposo, Néstor Kirchner.
Y
mejor no atribuir todo a una conspiración de la derecha dirigida únicamente
contra los progresistas, ya que el miércoles pasado llegó la noticia de que, en
Perú fue detenida Keiko
Fujimori, bajo cargos penales similares a los de su padre,
presidente durante diez años. Hasta el momento, ambos son acusados de
corrupción, no de ser populistas-distribucionistas-antiimperialistas.
Bolsonaro
descubrió que ese tipo de defensa más que mejorar la situación del acusado la
empeora, porque se combina con el talante antipolítico de los votantes a los
que convoca. Para
que exista un Bolsonaro, tiene que haber millones de ciudadanos que ya no
suscriben un pacto que los obligue. Hace más de una
década, en La política después de los partidos,
escribió Isidoro
Cheresky: "La
actual adhesión al líder es más directa y menos comprometida. Se expresa como
opinión o como voto, pero no requiere participación".
Bolsonaro no pide militancia ni compromiso de larga duración. Le parece
estupendo que sus votantes estén hartos de la política y los políticos. Ese no
es su problema. Esa es justamente su inapreciable ventaja. Por eso, el problema es
nuestro.
(Fuente: www.perfil.com). El periodismo profesional es costoso y por
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