"Lo de Cristina es un poco
grotesco"
Libro.
"Para bien y para mal, la difusión de los medios de comunicación masivos
alteró la vida cotidiana y la política", dice Sebreli en su último
trabajo.
Auténtico francotirador del mundo
intelectual, analiza con agudeza la actualidad política. Advierte que el
sistema político está destruido, cree que la Presidenta quiere dejar atrás el
peronismo histórico y sostiene que las masas en la calle no son garantía de
nada.
El pensamiento de Juan José Sebreli es siempre interesante. Diría también,
en determinadas circunstancias, fascinante. Obviamente no necesita
presentación, pero en su último libro representa las dudas, las respuestas y el
malestar de millones de argentinos.
Y, precisamente, de eso se trata. En El malestar de la política
(Sudamericana) Sebreli explora y responde a infinidad de quejas y
preocupaciones que acosan a los ciudadanos del mundo que nos ha tocado. Un
mundo donde “para bien y para mal la difusión de los medios de comunicación
masivos alteró la vida cotidiana y también las formas y el alcance de la
política transformada en espectáculo…”, escribe Sebreli.
—¿La llegada al votante depende entonces de la habilidad con que se
presenta el espectáculo? Si fuera así, sería algo aterrador.
Las respuestas de Sebreli siempre son rápidas y precisas:
—Sí, es verdad, y el espectáculo se ha introducido a tal punto en la política y
en la historia-espectáculo que aun los círculos más cerrados y herméticos que
existieron en el siglo XX (por ejemplo, el Vaticano y la realeza británica) a
través de los entierros del Papa o de Lady Di produjeron fenómenos mediáticos
espectaculares. Es decir que ya nada queda “afuera”. Y es evidente que los
políticos se ven, cada día más, en la obligación de ser carismáticos. Fijate
que en el deporte, que es hoy para la gente mucho más importante que la
política, los deportistas son, generalmente, galanes bellos. Antes un jugador
de fútbol era bastante feo. Además, nadie se ocupaba de su físico. Esto hoy ha
cambiado. Y en los políticos, la actuación, la verbalización, por ejemplo, son
fundamentales. La idea de que el carisma es algo inherente al personaje
carismático es muy relativa. Es evidente que tiene que haber una determinada
cualidad. Por ejemplo en los preludios de la Segunda Guerra Mundial, Winston
Churchill era un político impopular y Chamberlain, con sus falsas promesas de
paz, gozaba de carisma. Cuando estalló la guerra, los papeles se cambiaron y
Churchill pasó a ser un líder carismático no sólo en su país sino en el mundo.
Entre nosotros: en el caso de Evita, cuando escribí sobre ella consulté a mucha
gente que la había conocido en su época preperonista, en su época de actriz de
cine, teatro y radio, y todos coincidían en que era una chica ante la cual
nadie se daba vuelta por la calle para mirarla. Te estoy hablando de gente que
la conoció mucho. La prueba está en que no hizo carrera artística. No era una
gran actriz, pero muchas contemporáneas que tampoco eran grandes actrices, sin
embargo, hicieron carrera. Evita empezó a hacer carrera a partir de su relación
con Perón. Su actuación política en los últimos años fue decisiva. Sin embargo,
¡atención! no cualquiera puede convertirse en un mito. Perón quiso hacer lo
mismo con Isabel y fue un fracaso. Hay que tener “algo”. Pero ese “algo”, si no
puede canalizarse en una determinada circunstancia histórica, no sirve. Es
evidente que Churchill era tan inteligente cuando no era popular como cuando se
convirtió en una figura mundial. Y también, después de la guerra, siguió siendo
igualmente inteligente.
—Volviendo al caso de Evita (sobre quien vos también has escrito),
quizás su enorme carisma se debió asimismo a una muerte tan prematura. No hay
que olvidar que era muy joven y simbolizó una entrega de vida.
—La muerte de los héroes. El fuego de la pasión es indispensable. Evita, desde
muy chica, quería “ser” algo. ¿Qué podía entonces hacer una mujer en esa época?
Ponerse a estudiar en una universidad era muy difícil y, evidentemente, no
tenía esa vocación. La meta, entonces, era ser actriz. El teatro, el cine, eran
el vehículo para que una mujer de origen muy modesto y sin capacidades
intelectuales tomara ese camino. Era el único que le quedaba. Evita quiso
seguirlo. Sin talento artístico. Si no se hubiera producido la circunstancia
histórica de conocer a Perón que mencionábamos recién, y el hecho de que
también Perón estaba en la circunstancia histórica como para convertirse en un
personaje, las cosas habrían sido diferentes.
—Internet, la TV, el periodismo de investigación, ¿te parece que
impiden el secreto político?
—Sobre todo lo impiden las leyes sociales. Son un doble filo. Por una parte, es
evidente que la dictadura, los totalitarismos, se han hecho más difíciles con
estas relaciones mediáticas pero, por otro lado, también los sistemas perversos
tienen una difusión más fácil. Como ocurre con toda técnica: es un arma de
doble filo. Como dice un viejo refrán, “un cuchillo sirve para cortar la comida
y para asesinar”. Lo mismo pasa con las redes y las leyes tecnológicas.
—Por eso la famosa cineasta Leni Riefenstahl es tan fundamental en
la ascensión de Hitler.
—Y Goebbels, por supuesto. Estos son elementos fundamentales. Más allá de que
el propio Hitler era un actor que ensayaba sus discursos frente a un espejo y
siempre tenía un fotógrafo que llevaba a todas partes y al que le marcaba las
mejores poses. Hitler, en este sentido, resultó el primer caso. Además, fue el
primero que utilizó la radio y el cine como medios de expresión fundamentales. Nadie
lo había hecho hasta entonces. En ese aspecto, Hitler fue un verdadero
revolucionario. Perón y Evita lo imitaron. Fueron los primeros en utilizar la
radio y los noticiosos que, cada semana, se proyectaban en los cines antes de
la película principal. No existía la televisión, pero al menos una vez a la
semana estaban en pantalla. Sucesos argentinos se exhibía en todas las salas y
ellos siempre aparecían. Esta, como decía, fue una gran revolución. Luego llega
la televisión, que introduce a los personajes en el propio living de cada casa.
Se crea entonces una especie de familiaridad de ida y vuelta. La gente hoy mira
a los actores casi como si fueran parientes En aquel tiempo infundían respeto:
se les pedía un autógrafo. Había una distancia que ya no existe.
—Algo también me llamó la atención en tu libro cuando tocás este
tema. Y es tu convicción de que la educación no es un antídoto ante
determinadas teorías o regímenes políticos.
—La educación es necesaria –explica Sebreli–, pero no es suficiente. El ejemplo
paradigmático que siempre utilizo (aunque no compare los casos en forma
directa, como cuando hablo de Hitler) es el de la Alemania nazi. Es un caso que
debemos tener en cuenta porque, incluso para escribir y hablar de filosofía
acerca de la condición humana, esto es muy revelador. Alemania era un país muy
culto. Uno de los más cultos de Europa, con una gran universidad. Sin embargo,
Hitler ascendió (no por el voto de gente ignorante como campesinos que, a su
vez, también lo votaron) sino por el voto de la gente más culta. La universidad
estuvo con Hitler. Y grandes intelectuales del siglo XX, como Heidegger
(considerado, aun cuando no opino así, el filósofo más destacado), Karl
Schmidt, famoso jurista nazi (hoy a la orden del día gracias a Ernesto Laclau,
que es su admirador, y al kirchnerismo, que considera a Laclau su mentor
intelectual), también apoyaron a Hitler. Mussolini a su vez tuvo grandes
intelectuales a su lado: Pirandello, Ezra Pound (uno de los más grandes poetas
del siglo XX) y, en un determinado momento, Benedetto Croce, que luego se
alejó. Pero tampoco quiero olvidar a Montale… y estoy hablando de grandes
intelectuales y no de personajes mediocres que se ubicaban a su lado por
conveniencia.
—¿Y Stalin?
—Bueno, Stalin tuvo de su lado a la mayor parte de la intelectualidad
occidental. Casi hasta el fin contó con los franceses. Y aun luego del vigésimo
Congreso, en el que Stalin había dejado de ser un mito, muchos no lo
abandonaron. María Rosa Oliver, por ejemplo, luego de ganar el Premio Lenin,
envía una carta a Victoria Ocampo en la que le dice: “Aunque el premio hubiera
seguido llamándose ‘Premio Stalin’, yo me habría sentido orgullosa de
recibirlo”. En Argentina, la gran intelectualidad de la revista Sur –donde
también había un grupo comunista– tenía a María Rosa en el comité de redacción.
Y esto habla bien de Sur (fundada y dirigida por Victoria Ocampo), que era
también democrática. También en Sur colaboraban los nazis hasta la Guerra Civil
española: Ernesto Palacios, los hermanos Irazusta… en fin, nacionalistas
católicos. Nadie podrá negar que Sur fue una revista democrática.
—Pero me parece que vos eras el único intelectual que escribía en
“Sur” y, a la vez, en “Contornos”, de los hermanos Ismael y David Viñas, ¿no es
cierto?
—David Viñas me pidió que dejara de colaborar en Sur. Le dije que no; que yo
era un pensador libre y que, por lo tanto, no estaba ni en un grupo ni en otro.
Mirá lo que son las cosas. Después acabé peleado con Sur y con Contorno. Yo
siempre he dicho que no soy un ecléctico. Soy un dialéctico. Creo que el bien y
el mal están indisolublemente ligados. Que Sur es el bien y Contorno, el mal, y
viceversa. Bueno, yo siempre escribí lo que se me ocurrió hasta que en Sur hubo
algunas divergencias. Evidentemente todavía no estaba dado el tiempo como para
una libertad total como la que yo practicaba.
—¿Y con los hermanos Viñas por qué te peleaste?
—También por razones políticas. Dentro de Contornos formábamos un subgrupo con
otros escritores que hoy son personajes de culto: Oscar Masotta y Carlos
Correa. Incluso aun hoy hay un documental en el Malba sobre Carlos Correa.
Integrábamos entonces ese subgrupo muy raro: éramos marxistas, hegelianos y
apoyábamos críticamente al peronismo. Un peronismo que era absolutamente
imaginario, inventado por nosotros. Una cosa muy loca. Por eso, cuando me dicen
“¡vos fuiste peronista” es un disparate. Siempre fui antinacionalista,
antimilitarista, y ni siquiera tenía que ver con la izquierda peronista de los
años 70, que –sin decirlo– me copiaron muchas cosas.
—¿No aprobabas la lucha armada?
—¡Jamás! Nunca. No, no. Me pareció siempre una locura total.
—Y hablando de peronismo, ¿no creés que el kirchnerismo es otra
cosa? ¿Que no es peronismo?
—Bueno, es el neopopulismo que hoy se llama “neopopulismo latinoamericano”. En
cierto modo, Cristina está tratando de desprenderse del peronismo histórico.
Pero lo que ocurre es que ella imita a Chávez, que a su vez imita a Perón. Es
decir que ahí está todo muy mezclado. Yo creo que algunos elementos sí son
peronistas: el modelo económico es el del año 1946 al 50. Y lo digo porque la
gente olvida o desconoce que en 1950 Perón, en materia económica, dio un giro
de 180 grados sin decirlo. Me refiero al acercamiento con Estados Unidos, se
reconcilió con el campo y congeló los salarios (lo que provocó una serie de
huelgas reprimidas violentamente). En 1950-55 era otro Perón, aun cuando,
oralmente, seguía siendo el mismo. Desde el balcón hablaba contra el
imperialismo yanqui y, a su vez, recibía con honores al hermano del presidente
Eisenhower. Todo esto culmina con el contrato de la petrolera California. Como
te digo, otro Perón, pero había un desfasaje (igual que el que hay ahora) entre
“el relato” y “el hecho”. Otro hecho que asemeja al peronismo con el
kirchnerismo es la politización total, cosa que tampoco inventaron ellos. Me
refiero al toque totalitario del populismo. Ojo, no digo que el populismo sea
totalitario. Hay una diferencia. Por eso lo explico en uno de los capítulos de
este libro nuevo: bonapartismo o cesarismo plebiscitado. Los populistas
latinoamericanos y los peronistas creen que inventaron algo nuevo que en Europa
no existe y que nosotros somos algo excepcional. Eso es mentira. El populismo
existió bajo otros nombres en Europa y en el siglo XIX. El primero que lo
estudió fue Karl Marx, con la dictadura de Napoleón III. En un momento dado,
fijate que a esta Presidenta, a la que le gustan las citas pero que siempre ahí
se equivoca, habló de bonapartismo creyendo que se trataba de Napoleón
Bonaparte cuando, en realidad, era su sobrino, Napoleón III, que reinó junto a
Eugenia de Montijo. Pero, en fin… estos detalles nuestra Presidenta los ignora.
Luego, el filósofo más grande (a mi modo de ver) del siglo XX, Max Weber, habla
en la década del 20 (antes de que existiera Hitler) del “cesarismo”
plebiscitado. Esta es una definición exacta del peronismo, del kirchnerismo y
del chavismo.
—Y en cuanto a imagen, ¿cómo ves el carisma de Néstor y Cristina
Kirchner?
—Lo que pasa es que yo había escrito en tiempos de Néstor un artículo en PERFIL
en el que hablaba del “populismo frío”. Néstor no era carismático, aparecía muy
de vez en cuando, no arrastraba a la gente y yo decía “sí, por un lado, esto es
un populismo pero, por otro, aquí faltan elementos del populismo”. En esa época
le faltaban dos elementos: el líder carismático (había subido con el 20%) y la
movilización de masas. Tampoco había una propagandización total. Y estos son
elementos típicos del populismo. Me preguntaba: ¿hasta qué punto puede existir
un populismo frío? El populismo siempre es política apasionada. Pero, a partir
de los últimos tiempos de Néstor, siendo ya Cristina presidenta, empezó a
transformarse en un populismo propiamente dicho. Un populismo patético,
dramático, masas en la calle… Yo diría que el primer momento en el que el
kirchnerismo puede sacar las masas a la calle, gracias a una gran puesta en
escena, es el Bicentenario. Gracias a Fuerza Bruta y a esos espectáculos muy a
la manera de Lenni Riefenstahl aunque con un estilo más pop… bueno, ahí empieza
la cosa. Luego, ya en el gobierno de Cristina es un populismo típico, con
movilización de masas y demás. Crea también una serie de fuerzas de choque
armados: no hay que olvidar, por ejemplo, el Tupac Amaru de Milagro Sala con
sus batallones militantes de asesinos; los barrabravas, que son mercenarios
también asesinos. ¿Para qué está esa gente? ¿Para debatir? Mirá, es gente que
lo único que sabe es usar las armas. Es decir que Cristina tiene también hoy
para la gestión administrativa a La Cámpora. Es decir que tiene mucho poder,
cosa que no tenía el primer kirchnerismo. Ha cambiado mucho, y ella también ha
cambiado su estilo. Era una mujer que, aun cuando dijera cosas con las que
estábamos en completo desacuerdo, tenía un estilo muy sobrio, siendo muy buena
oradora, capaz de hablar un par de horas sin papeles. Ahora se ha convertido en
una especie de animadora de programas de TV, un poco grotesco, ¿no? Incluso
imitando un estilo de conversación que no cae muy bien porque se presta a la
parodia. En determinados momentos no sabés si es ella o su imitadora.
—Además, no creo que la ayude el exceso en el uso de la cadena
nacional.
—Es un error. La gente se cansa. Aunque Evita hablaba todos los días… pero era
distinto.
—También en tu libro “El malestar de la política” marcás una cosa
muy interesante cuando subrayás que no hay que confundir de pronto la multitud
en la calle con la multitud defendiendo causas nobles.
—Ese es un tema que hay que tocar: yo estuve el 8N en la calle y reivindico un
momento de alegría porque “no todo estaba perdido”; hay una sociedad que
todavía es capaz de protestar… me parece muy bien. Ahora, tengo dos
observaciones al respecto: primero, que si eso no canaliza en un sistema
político, se diluye. Y, lamentablemente, no hay un sistema político. Claro, el
tema de la calle, cuando no hay instituciones (como no las hay en Argentina
porque el Poder Judicial está completamente manoseado, y el Poder Legislativo
es una minoría insignificante) la gente no tiene a quien recurrir para sus
protestas. Solamente tiene tres canales: la calle, las redes sociales y los
medios. Pero los medios están acotados y corren el riesgo de desaparecer del
todo. Quedan entonces la calle y las redes sociales. Ya hemos visto que las
redes sociales son muy ambiguas porque pueden servir para una u otra cosa. Y la
calle también: mirá, yo comparo esta calle del 8N y la calle del 2001. En el
2001 no fui. No participé porque veía que era algo más vale negativo, ya que
era una manifestación antipolítica. La prueba está en aquel “que se vayan
todos”. Ahora, ¿cuál fue el resultado de esa gran movilización? Volvieron todos
y quedaron los peores. El político italiano de extrema izquierda Toni Negri
tiene una teoría, y es que las multitudes en la calle son el nuevo sujeto
histórico. Es decir, el equivalente de lo que era, para Marx, el proletariado.
A tal punto que Negri se vino a Buenos Aires porque veía que era ese ejemplo.
Yo le decía, en cambio, que si hubiera venido unos años antes habría
contemplado multitudes aun más grandes y compactas aclamando al dictador
Galtieri.
—Justamente en este libro te ocupás mucho de las movilizaciones.
—Sí. Y ahí habrás leído que las primeras manifestaciones espontáneas de calle
que se hicieron en el siglo XX tuvieron lugar en París y en Berlín, con la
gente entusiasmada porque se había declarado la Primera Guerra Mundial. Hay
incluso un documental en el que se ve partir los soldados al frente despedidos
con ramos de flores por sus familias cuando, en realidad, marchan hacia la
muerte. Te cuento esto porque las masas en la calle no son prueba de nada.
Pueden ser de lo bueno y de lo malo. En su momento me alegré mucho con la
Primavera Arabe: que sacaran a esos tiranos espantosos y sanguinarios. Pero… si
eso no lo canalizan, ¿qué va a venir ahora? Ese es el problema. ¿Los hermanos
musulmanes? Cuando destituyeron al sha de Persia, Reza Pahlevi, asumió el
ayatolá Khomeini, y entre un dictador moderno y un dictador medieval aparece el
peligro del que estoy hablando en este libro. Para mí la tarea fundamental es,
entre nosotros, reconstruir el sistema de partidos, que está totalmente
destruido. No hay partidos: el peronismo gobierna porque está en el poder y
tiene fuerza, pero está dividido en mil fracciones. El radicalismo, lo mismo.
Es decir que no hay partidos. El partido hegemónico, como va a suceder
posiblemente en las próximas elecciones, será entre una y otra fracción
peronista. Y eso no es democracia. Que quien gobierna el país sea una interna
de un partido… eso no es democracia. Prefiero el bipartidismo antes que el
partido hegemónico. ¿Por qué? Pues porque, si consigue afianzarse, el partido
hegemónico se convierte en partido único. Lo cual es una dictadura. Lo peor.
Prefiero incluso al bipartidismo un gobierno de concordancia. De coalición. Y
lo pienso en la medida en que los partidos no representan al electorado en su
totalidad. Me dicen que las coaliciones traen ingobernabilidad, pero los
presidencialistas duros también terminan mal.
© Escrito por Magdalena Ruíz Guiñazú y
publicado en el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado
1º de Diciembre de 2012.