La guerra que no tendrá lugar...
Cristina Fernández ha logrado reinstalar las Malvinas en
la agenda latinoamericana.
El 2 de abril de 1982 el ejército argentino ocupó las Malvinas, en poder de
Gran Bretaña desde 1833, desencadenando una guerra de 74 días, en la que
murieron 649 soldados propios y 255 británicos. El pacifismo más piadoso
califica cualquier guerra de absurda e injustificada, lo que es francamente
discutible, pero sí de plena aplicación al desatino de una dictadura militar
criminal, impotente, y analfabeta, encabezada por un general, Leopoldo
Galtieri, al que los sicofantes llamaban el Patton del Plata por un vago
parecido con el militar norteamericano de la II Guerra.
Los uniformados argentinos pensaron que la mejor forma de regresar a
los cuarteles o aún prolongar su mandato era hacerlo con la gloria de haber
recobrado el archipiélago del Atlántico Sur, que les excusara de responder por
los miles de desaparecidos de la guerra sucia. A los pocos días del desembarco
en la Gran Malvina, un coronel de la RAF declaraba a la televisión británica
que si se “imponía la sangre italiana”, los argentinos “evacuarían el
archipiélago, pero si prevalecía la española, habría guerra”.
Sea cual fuere la
que prevaleciera fue un crimen de lesa humanidad enviar a unos soldaditos de
reemplazo contra un ejército de profesionales. El resto de América Latina,
menos Chile, cuyo general Pinochet se cobró en material de guerra británico el
apoyo a Londres, y Colombia, que jugó a la neutralidad, respaldó aunque con lo
justo de entusiasmo a Buenos Aires.
La embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Jeane Kirkpatrick, anticomunista,
católica, y de origen celta, por ese orden, prefería a los golpistas, pero el
presidente Ronald Reagan le dio a la señora Thatcher lo que la primera ministra
pedía: la base de Ascensión, a medio camino entre Londres y Port Stanley, sin
cuyos bastimentos la guerra habría sido difícil de sostener.
La hija del
tendero de provincias, temerosa de que el enemigo se escabullera entablando
conversaciones interminables, una vez dueña de las islas, ordenó que se
torpedeara al crucero pesado General Belgrano, fuera de las aguas territoriales
de Malvinas, donde murieron más de la mitad de los argentinos en combate.
Europa, que no entendía muy bien esa guerra distinta y distante, dio apoyo de
oficio a los anglosajones, con la salvedad de España —por Gibraltar e Hispanoamérica—
e Italia —por sus emigrantes—, países cuyas opiniones públicas no se resolvían
a condenar la insensatez de Galtieri, el mismo que mientras los británicos
reconquistaban la isla principal, pedía entre vapores alcohólicos que se
aerotransportara unas tropas que no existían para socorrer al general Benjamín
Menéndez, jefe del cuerpo expedicionario.
El militar argentino era un cabecita
negra, y de quien se dice que Fidel Castro preguntó esperanzado “si era de los
que combatían”. En el bando derrotado se publicaron locuras como que los
gurkhas habían asesinado a 300 prisioneros argentinos, lo que jamás habría
consentido la oficialidad de Su Majestad y menos aún de un país que hasta unos
días antes del conflicto era tan famosamente pro-británico. Y en el bando
vencedor se supo que Thatcher estaba indignada por la escrupulosa equidistancia
con que la BBC informaba de la guerra.
El enfrentamiento hoy solo puede ser político: el respaldo, en esta ocasión
irrestricto de América Latina, desplegado con una condena del colonialismo
británico, que se redoblará en la próxima cumbre de las Américas en Cartagena,
así como algún cierre de puertos latinoamericanos a barcos de guerra y en
ciertos casos, mercantes, que icen la Union Jack; y económico: la viuda
Kirchner pretende impedir que Gran Bretaña comience a extraer, probablemente a
partir de 2016, el petróleo en aguas de la zona, con reservas evaluadas en unos
12.000 millones de barriles.
Pero ya ha logrado su primer objetivo: reinstalar
las Malvinas en la agenda latinoamericana, de forma que Londres no pueda
maniobrar sin darse de bruces con el problema. Y tampoco los apoyos internacionales
de 1982 están a la orden. El Washington de Obama ya ha declarado su neutralidad
y Europa tratará de mirar para otro lado, repitiendo el consabido mantra de la
negociación entre las partes.
Nadie ignora que las Malvinas —como Gibraltar— jamás dejarán de ser
británicas sin el consentimiento de sus 3.000 habitantes. Y solo un trato
económico mejor que el que reciben de Londres podría disipar el recuerdo de una
guerra tan cruel como innecesaria, que un aire porteño epitafió
quejumbrosamente: “Con Malvinas o sin Malvinas / grito tu nombre por las
esquinas / mientras que los generales / se dan al tango por los portales”.
© Escrito por Miguel Ángel Bastenier y publicado en el Diario El País de
Madrid el martes 3 de Abril de 2012.