El negocio...
Con Chip Delaney y Bernardo Fernández
En estos días, el Reino Unido celebra la última vez
que ganó una guerra. Como suele suceder, la victoria se debió más a los errores
argentinos que al talento británico. El error determinante de la derrota fue el
incidente de las Georgias del Sur. Si se hubiera mantenido el plan de invasión
original, es probable que Gran Bretaña hubiera perdido las Malvinas. Meryl Streep
no habría ganado otro Oscar y la vergonzosa retirada de los militares y sus
secuaces del poder se habría postergado.
Desde los años 70, Londres había perdido interés por
sus colonias. En noviembre de 1976, un grupo perteneciente a la Fuerza Aérea
Argentina hizo tierra en la isla de Thule y construyó una pequeña base donde
pusieron a flamear la celeste y blanca. No fue hasta diciembre que los
británicos supieron lo que había pasado. Hubo protestas diplomáticas, se
discutió la legitimización de la ocupación, pero no se llegó a nada. El primer
ministro James Callaghan se negó a mandar a los Royal Marines a terminar con el
asunto. En la ONU,
diplomáticos de ambos países discutían la posibilidad de transferir la
soberanía de las Malvinas a Argentina, reteniendo Gran Bretaña la
administración local. Todas estas señales les hicieron pensar a los militares
argentinos que era posible recuperar las Malvinas mediante una invasión.
En 1981 el gobierno militar se caía a pedazos, en el
plano internacional la administración Carter y diversos organismos de derechos
humanos habían puesto al descubierto al terrorismo de estado; el gobierno de
Reagan no tenía interés en Latinoamérica; la economía estaba en ruinas, la
deuda externa había trepado a casi 50 mil millones y se habían acabado los
créditos; la industria nacional era otra desaparecida; la pobreza y la
desocupación escalaban posiciones día tras día y la población comenzaba a
superar el miedo y protestaba airadamente por las calles.
El Plan Original. Para la recuperación de Malvinas
se había pergeñado la
Operación Goa. El nombre proviene de la provincia más pequeña
de la India que
en 1961 llevó a cabo una acción militar que terminó con los 451 años de dominio
portugués. Este plan preveía la invasión para mayo o julio de 1982, cuando el
invierno austral sopla con su máxima furia y con la custodia del Malvinas, el
rompehielos HMS Endurance, ya retirado de servicio. Se había ideado también la
ocupación previa de las islas Georgias del Sur disimulada como un
emprendimiento civil. Cuando la planificación le fue encargada al vicealmirante
Juan José Lombardo, actualmente procesado por delitos de lesa humanidad, el
marino dijo que debía desestimarse la operación encubierta a fin de no perder
las ventajas del factor sorpresa y darles a los ingleses la oportunidad de
reforzar las islas.
El 20 de marzo, Lombardo se enteró horrorizado que
un grupo de trabajadores del empresario Constantino Davidoff habían
desembarcado en la isla con un contrato para desguazar una estación ballenera.
Era la cobertura para un grupo de combate, Los Lagartos, que lideraba un
oficial de destacada participación en la guerra sucia: el teniente Alfredo
Astiz, un hombre a quien le encanta aumentar su fama con declaraciones
escandalosas. Esa sed de protagonismo lo llevó a izar en aquella remota isla la
bandera argentina que alertó a los ingleses. Así, un buen plan, pensado para
ser ejecutado en el momento oportuno, fue reemplazado por un mal plan ejecutado
en el momento menos oportuno.
Mientras tanto, en Londres. El periódico ruso
Estrella Roja bautizó a Margaret Thatcher como “la Dama de Hierro”, pero en 1982
estaba un poco oxidada. Con ya tres desgastantes años en el poder y a uno de
las siguientes elecciones, su administración estaba en serios problemas. Las
medidas económicas que implementó produjeron una aguda recesión y niveles
inéditos de desempleo. La desregulación del mercado financiero, las
privatizaciones, la flexibilización laboral, el desmantelamiento de la
industria y el ataque frontal que dirigió contra los sindicatos hicieron que su
popularidad se desplomara. Una guerra era exactamente lo que necesitaba, y ésta
no podía pintar mejor: bajo su mando, el león británico enfrentaría nuevamente
a una pandilla de torturadores fascistas como lo hizo Churchill contra los
nazis. Hizo flamear el emblema canalla de Alfredo Astiz y, con dotación
completa, las naves del imperio se hicieron a la mar en Southampton.
Los enteraos. Los andaluces tienen un mote para ese
tipo que sabe de todo y de todo da cátedra: “El enterao”. En la Argentina, al “enterao”
debería considerárselo plaga nacional. Cualquier cosa que suceda genera espontáneamente
una cantidad de “especialistas” en la materia que se trate. Durante la guerra
de Malvinas surgieron por todas partes como flores venenosas. Las tácticas y
estrategias bélicas eran pan comido para nuestros entendidos que discurrían
sobre armas, equipamiento, aviación militar con el fondo de la marchita de
Malvinas “Argentinos a vencer”, aunque desde el principio estábamos vencidos.
Pero lo más grave fue el triunfalismo. Quien osó
manifestarse en contra de la guerra, quien no profesó una fe ciega en el
triunfo argentino, quien puso en duda la justicia de la gesta, el heroísmo de
nuestros militares o el valor de nuestros soldados, fue blanco del oprobio,
tachado de traidor, expulsado de taxis, distanciado por sus amigos. Era la Argentina contra Inglaterra,
los íbamos a llenar de pepinos y el que no saltaba era un inglés. Y fue así
nomás, porque durante 73 días celebramos la guerra como una fiesta: les
ganamos, les hundimos, les rompimos el culo y los derrotamos con nuestra viveza
y con nuestro ingenio. Una lástima, el día 74 perdimos.
La derrota. En cuanto aparecieron tres soldaditos
por las Georgias, Astiz sacó la bandera blanca. El general Mario Menéndez
cumplió su juramento, defender las islas hasta las últimas consecuencias: la
llegada de los Royal Marines. Los militares argentinos, después de siete años
de una dictadura criminal y sangrienta que destruyó la economía y la industria,
la cultura, la educación y las vidas de miles de personas, dieron con la guerra
de Malvinas la última demostración de su acabada ineptitud y de su irremediable
estupidez. Sólo en este sentido les ganamos a los ingleses, porque mientras
nuestros genios militares salían de la Rosada con el rabo entre las patas, Thatcher
ganaba las dos siguientes elecciones gobernando y destruyendo la economía
inglesa durante ocho años más. Hoy Gran Bretaña no podría llevar adelante otra
campaña como la del 82, porque simplemente no tiene con qué.
Una de las industrias que Thatcher destruyó fueron
los astilleros. Ciudades enteras no saben qué hacer con los grandes
establecimientos que se derrumban en las aguas. La única esperanza es que algún
inversor árabe o chino los convierta en shoppings gigantescos. No tiene ahora
de dónde sacar 42 naves de guerra, 22 naves auxiliares y 62 barcos mercantes.
Entonces tenía dos portaaviones, hoy ninguno. El poder marítimo de Gran Bretaña
estaba basado en una industria que, como la Atlántida, yace hoy en
el fondo del mar. La
Argentina, cuyas fuerzas armadas han quedado reducidas a un
símbolo en el que nadie cree, no le pueden hacer la guerra ni a un cuartel de
bomberos.
Ahora Cristina. Debemos saber que las guerras nunca
se hacen por los motivos declamados. En 525 a.C. el dramaturgo griego Esquilo lo dijo:
“En la guerra, la primera víctima es la verdad”. Todas las guerras se hacen en
nombre de Dios, siempre por poder y dinero. Afortunadamente no hay muchas
posibilidades de que estalle una guerra, pero aún así la verdad agoniza. A Gran
Bretaña le conviene el conflicto. Está en franca decadencia, Alemania le ha
sacado enorme ventaja en todas las cuestiones de política y economía
internacional. Cameron tiene que calmar a los sectores más duros de su propio
partido mientras arregla sus entuertos con los vecinos de Europa. El conflicto
le brinda la oportunidad de reeditar el viejo orgullo británico, la última
victoria.
La administración K ya lleva 9 años en el poder.
Cristina ha demostrado una gran capacidad para reciclarse y superar las crisis,
muchas veces provocadas por su propia interna, y para resistir los embates de
una oposición empresaria de considerable poder, pero que no cuenta con una
oposición política mínimamente capaz o significativa. El desgaste se siente.
Malvinas es un tema que promueve la adhesión al gobierno. Sí lo hizo con
Galtieri, que no dejó de darle palos a los trabajadores hasta dos días antes de
la invasión, qué no hará por Cristina.
Las Malvinas están en el inconsciente colectivo, las
bases las quieren, son un factor aglutinante e insuflan entusiasmo, y esas son
cosas que nunca le sobra a ningún gobernante. La estrategia K ha consistido en
un constante trabajo en la base, cosa que no sabe hacer ningún otro sector
político, incluido el resto de los peronistas. Cristina y David Cameron
“malvinizan” la agenda política porque la pelea les da grandes beneficios y
distrae la atención de temas urticantes.
Lo que en verdad está en juego. En el manejo de la
cuestión el gobierno nacional tuvo algunos aciertos: los acuerdos con Mercosur
y Unasur y dejar en claro que el tema es la explotación de los recursos
naturales. Pero también algunas metidas de pata: prohibir la entrada de
productos británicos, cuando hay insumos industriales básicos de ese origen es
perjudicial para nuestra industria. El morenismo no afloja. No dejar entrar a
nuestros puertos a naves inglesas puede ser una medida celebrada por la
popular, pero le quita a Ushuaia muchos ingresos como puerto antártico, lugar
que Punta Arenas no deja de ambicionar y que podemos perder. El bloqueo a
buques ingleses puede producir situaciones incómodas en la región. Con toda
seguridad, Chile no se va a plegar, Uruguay ya ha dicho que no, y en la medida
en que perjudique las economías de otros vecinos, también se retirarán.
Borges dijo sobre la guerra del 82 que era “la pelea
de dos calvos por un peine”. La ironía, acertadísima en el momento, puede dejar
de serlo si a los pelados les crece el pelo. Lo que está en juego en el futuro
es la Antártida. La
zona está protegida por un tratado internacional que prohíbe su explotación.
Pero es dudoso que siga siendo eficaz cuando comiencen a escasear los recursos
que allí se encuentran. Entonces lo que prevalecerá serán las posiciones ya
consolidadas y, como siempre, la fuerza.
Ahora la cuestión es insistir y presionar para que
haya negociaciones. Hay que discutir hasta el fin con un interlocutor que está
muy entrenado en política internacional. Esas difíciles negociaciones deben ser
conducidas con inteligencia, con prudencia y considerando el futuro.
La gran incógnita es si nuestros gobernantes podrán
resistir la tentación de la grandilocuencia y los gestos heroicos y si
enterados y triunfalistas son capaces de cerrar la boca.
© Escrito por Ernesto Mallo (*) y publicado por el Diario
Perfil de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires el sábado 31 de Marzo de 2012.
(*) Escritor.