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viernes, 21 de junio de 2013

Alfredo Di Stéfano... La Saeta Rubia… De alguna Manera...


La Saeta Rubia…


Siendo yo niño, le vi debutar en el Bernabéu, entonces llamado Chamartín. Se lo había disputado el Barcelona pero la cordura balompédica llegó al club más laureado del mundo: el Real Madrid. Con él (1953) se consiguieron –si no recuerdo mal– cinco copas de Europa, gracias, todo hay que decirlo, a los Olsen, Joseíto, Mateos, Kopa, Rial y Gento, Muñoz- Zárraga, Juanito Alonso, Marquitos, Lesmes… Componían el ra, ra, ra del gol. Y cuando llegó la Saeta Rubia, oiga, la leche. Eran días de vino y rosas y entonces el estadio a reventar no precisaba de remontadas porque el club blanco era una apisonadora, ganaba en buena lid, y las mocitas madrileñas iban alegres y risueñas porque juega su Madrid. ¡Hala Madrid!

Ahora me entero que don Alfredo, presidente de honor del club blanco e inmaculado, se va a casar a sus 85 años de edad, con una costarricense, 53 años menos que él. Con dos cojones y un palito aunque esté marchito. Conocía a Sara, su primera mujer, que falleció hace más de una década. Era argentina, che. Tuvieron varios hijos. Que, hoy, ante el anunciado compromiso quieren que se incapacite al padre. Pero la vida sigue aunque ya va hacia el ocaso. Di Stéfano ostenta la cualidad de un genio como todos los genios. Irrepetible. Con él logré una entrevista insuperable –por él, se entiende– de más de dos horas de duración para el Cambio16 primigenio de los años 80. 

Sabía de mi madridismo y de mi seriedad informativa, mal está en decirlo. Don Santiago Bernabéu, en mis primerizos tiempos periodísticos, solía decirme: “Santiago, ya sé qué eres del régimen; del régimen del Real Madrid”. De aquella entrevista con Di Stéfano –nunca fue prolijo en este género periodístico– me quedo con su aseveración: “No me lesionan porque yo era un chico del arrabal de Buenos Aires, donde las piedras eran los balones que te llegaban rebotando por los adoquines, y tenías que saltar para que no te rompieran los tobillos”. 

Un fenómeno. Nada que ver, con todos mis respetos, con Maradona y la mano de Dios; ni Cruyf, ni Messi, ni Ronaldo… Y, luego, su célebre juego de tacón, taconazo, que debía estar en el museo de cera entero el borceguí. Recuerdo un partido en que le vino una pelota al área, y él, en magistral pirueta, puso las dos manos en el suelo hasta elevar las piernas y con las botas por el aire remató yendo el balón a rozar el larguero. Excuso decir que se cayó el campo. Era el arte personificado. El pundonor. La abnegación. Todo terreno. Bajaba a la defensa para preparar el ataque a la portería contraria; paraba el balón, oteaba el horizonte, miraba a sus compañeros, se cagaría en sus muertos (era muy mal hablado), y a celebrar el gol del Real Madrid. 

En su ocaso, Don Santiago, que no se casaba con nadie, no le quiso renovar y la Saeta Rubia –nombre con que el presidente blanco puso a su barca de Santa Pola, daremos– hubo de terminar su carrera en el Español. Como inolvidable recuerdo gráfico, he aquí la portada en sepia de aquella colección que guardo “Ídolos del Deporte”, nº 1, al precio de 2,50 ptas. que mi padre me regalaba los domingos caminando a Chamartín. Su boda con una costarricense se me antoja un signo de gratitud del ex futbolista por haberle cuidado durante su postrera vida. Lo que valdría este genio en el mercado actual. Nada. El amor o la gratitud ni se compran ni se vende.

© Escrito por Santiago López Castillo el viernes 24/05/2013 y publicado por la Revista Cambio16 de la Ciudad de Madrid, España.