La muerte de un héroe
del 83...
En el año que se
cumple el 40 aniversario de la restauración democrática muere uno de sus más
destacados artífices.
© Escrito por Esteban Schmidt el viernes
10/03/2023 y publicado en su Newsletter
en Substack, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República
Argentina.
Esteban Schmidt
Ayer fui al entierro de Enrique Vázquez, quien murió el martes a los setenta años por las secuelas de una ACV que sufrió el sábado en su casa de Ingeniero Maschwitz. Hasta el viernes pasado sostenía un programa de radio de una hora, pequeño, artesanal, desde su living, y con una audiencia naturalmente ínfima dado el alcance del medio. Fue internado primero en el hospital de Garín, próximo a su hogar, luego en el sanatorio Nuestra Señora del Pilar, que está en la cartilla de la obra social de los trabajadores de prensa, a ver si mejoraba su suerte.
Su ataúd llegó desde la cochería en un Volkswagen Vento blanco adaptado para estos traslados. En el vidrio de uno de los lados se leía, sí, Enrique Vázquez, esas letras intercambiables, de acrílico en el mejor de los casos, con nombres propios, que son tan irresistibles a la vista como el cajón. Gente grande, arriba de los cincuenta la inmensa mayoría, en su despedida, que se reunió a la entrada de la primera de las capillas donde la iglesia certifica, en el cementerio de la Chacarita, la partida de un cristiano.
El hijo de Enrique, Rodrigo, un joven robusto y calvo, de camisa blanca, pantalón negro del que sobresalía en su bolsillo trasero un paquete de tabaco para armar, y cuando ya éramos muchos, anunció que el cura le había pedido que liberara la vereda inmediata a la capilla porque impedía el normal funcionamiento, lo cual era cierto, e implicó para muchos de los convocados la confirmación de que la capilla era el punto de encuentro señalizado por la cochería y nada más.
“Yo a mi viejo no lo voy a meter acá adentro” dijo Rodrigo, y nos trasladamos a una plazoleta que se encuentra frente a esa capilla y que de mis anteriores visitas al cementerio, una hace muy poco a despedir a mi vecino Oscar, uruguayo, hincha de Peñarol, y remisero, no habría podido recordar. Pero ahí está esa plazoleta, para despedidas laicas y contreras, lo cual me parece práctico recordar de aquí en más, y que sirvió para detenerse otro buen rato, y charlar con sus hijos, compañeros de trabajo, viejos amigos y conocidos.
El hijo de Enrique llevaba un parlante subwoofer en su mano, como un valijín, de aquí para allá, lo cual alimentó la expectativa de que intervendría el ambiente en algún momento, con alguna canción o quién sabe. A Enrique, que no le faltaron palabras, quien fue un orador elocuente, como lo describieron sus hijos en su propio Facebook, fue despedido como si fuéramos todos muditos, como si nada importante pudiera ser dicho, o como si hablar y decir cosas con peso fuera algo completamente al pedo en la Argentina. Sí había pena verdadera, nadie estaba ahí para impresionar a alguien, sino para despedir una vida. Quien no estaba acongojado, estaba donde interpretaba que correspondía estar, más allá de comodidades personales.
Así como los diarios brindaron la noticia para cumplir, o por las dudas, y se abastecieron de Twitter o de un mismo cable de Telam que se abasteció de Twitter, exhibiendo profunda ignorancia y ausencia de criterio, sorprendieron también la falta de señales institucionales, como Radio Nacional, de la que fue subdirector, de la Universidad de Buenos Aires, de cuya carrera de Comunicación fue director, o de la Unión Cívica Radical, partido al cual Vázquez unió su biografía. (Acotación de la Redacción: Estuvo presente Gustavo López)
Lo que brinda protección también te achica la cancha, lo sabe cualquier héroe, pero atención: eso no es lo mismo que elegir no ser libre de ninguna manera o no tener ideas propias jamás.
Pensé, entonces, que el estilo Gatica, de Vázquez, “monito las pelotas” se había cobrado vidas en su carrera y que muchos podían no encontrar el incentivo necesario para despedirlo más allá de que pudieran reconocer, si sacaran los ojos del celular o del espejo, que Enrique fue uno de los héroes del ‘83, como muchos de los que faltaron.
Como dijo Facundo Suarez Lastra, a mi lado, bajo un sol tremendo, cuando los enterradores soltaron las sogas, “en estos momentos uno tiene que concentrarse en lo más importante de una vida”.
Aun en la plazoleta, con el Vento estacionado, los asistentes, unos cincuenta, hicieron su pasada personal, como quien no quiere la cosa, por al lado del auto, para otorgar un pensamiento último al amigo muerto. En nombre de la cochería, había un jovencito de traje que trataba de manejar los tiempos de cada estación. Rodrigo interpretó, por el merodeo insistente del chico, que era la hora de partir y caminamos unos 300 metros a una zona de tumbas abiertas, y bastante frescas, cavadas esa mañana por un bobcat detenido y sin maquinista que, a pocos metros, con su aspecto de dinosaurio metálico, revelaba el carácter industrial del cementerio y rompía la ilusión de una ceremonia sin tiempo.
Para Rodrigo, encontrar la que sería la tumba de su padre no fue fácil. Dijo que había hecho todo el recorrido previamente, pero al llegar ya había demasiados rectángulos abiertos. Los números tallados en el suelo estaban cubiertos de polvo así que le pasamos los zapatos para despejarlos, pero los enterradores no tenían dudas de dónde debían cumplir su siguiente misión, de hecho llevaban un tiempo esperando. Debieron esperar aún más, Rodrigo les dijo: “me van a matar pero me olvidé algo” y empezó a correr esos 300 metros de regreso sorteando tumbas hacia la zona de las capillas donde había estacionado su auto y donde había quedado aquello que no quería dejar pasar en la ceremonia.
Así fue, minutos después, llegó muy agitado, pero en cierto modo feliz de poder cumplir con su padre y acomodó un cigarro Cohíba en la tapa del cajón, lo cual naturalmente fue visto como un acto que justificaba cualquier demora; luego sí, los municipales soltaron amarras, y el ataúd, que nunca cae recto, aportó una desprolijidad más al acto de volver a la tierra después de una vida jugando a los indios y los vaqueros.
Vázquez escribía la columna de política en la Revista Humor desde el año 81, y eso quedará de él, como Francisco de Laprida declaró la independencia con su voz; e hizo un programa de radio llamado El árbol y el Bosque que fue todo lo que se podía esperar de la radiodifusión democrática acompañado de periodistas de gran nivel entonces, e ideas propias como Hugo Paredero, Diego Bonadeo, y Sandra Russo. Suena ridículo que haya terminado sus días dirigiéndose solo a un centenar de oyentes o pidiendo que le den click a unas notas en Infobae para que del medio le soliciten nuevas colaboraciones.
Era muy activo en su perfil en Facebook donde mantenía viva sus micro militancias en contra del maltrato animal, en contra de la sociedad de la UCR con el PRO y en contra de los diarios nacionales cuyos papelones editoriales, problemas gramaticales, errores ortográficos y de congruencia, describía con gracia y sin ninguna piedad. Como cualquier persona de bien, Enrique estaba perfectamente hinchado las pelotas de la justificación de cualquier cosa en nombre de una causa superior, por lo tanto, si es que alguna vez lo fue, ya no era un hombre de Estado, no era el hombre de las explicaciones sino el de las quejas.
Diego Barovero, un buen amigo de Enrique y mío, historiador que historia en vivo, antes de que las cosas amarilleen, y que rescata siempre lo mejor de una vida, liberando los hechos y las personas de las pasiones para ver a qué sirvieron, y que acompañó ayer sus restos, dijo de él: “su compromiso con la libertad, la verdad y la justicia siempre serán un norte”.
Con Enrique Vázquez fuimos colegas de una profesión extraña donde se parasita a los hombres públicos y sus acciones pero en la que si se tiene suerte, y huevos, puede uno darse el lujo de transparentar la vida pública presente y ayudar a abrirle paso a una vida pública futura mucho mejor. Así fue como se lució en sus columnas contra la dictadura militar sin dejar de alentar la expectativa con la candidatura de Raúl Alfonsín. Tuvo la oportunidad de lucirse y hacer historia. Y lo hizo. No mariconeó, ni se paró en el medio a ver qué decían por un lado el general Trimarco y por otro el doctor Tróccoli y trazar una bisectriz.
En oportunidad de un artículo que escribí para la revista Seúl
en 2021 sobre la salida de Marcelo Longobardi de Radio Mitre, Enrique me dijo:
A medida que pasan los años, no encuentro mejor momento de la cultura, de la política, que aquel que se abrió con Serú Girán y la Revista Humor en el 78, Tiempo de Revancha en el 80 y Teatro Abierto en el 81. La guerra de Malvinas vino a echarle un balde de lava a una sociedad civil que quería salir de la mugre de la violencia armada y del terrorismo estatal. Y la Argentina, aunque no había conocido la libertad plena aún, ya era una fiesta de libertad en los teatros, en las casas. Algo muy bueno estaba por empezar, y Enrique Vázquez, entre muchos otros (y de pie para mencionar a Andrés Cascioli y Tomás Sanz, también) con gran osadía y manejo escénico pudo infundir coraje a la clase media que leía Humor, revista que quincena a quincena reducía a los milicos del proceso a la cagada moral y cultural que fueron.
Ah, antes de que el cajón quede cubierto de tierra, Rodrigo conectó el parlante a su celular y todos escuchamos Owner of a lonely heart, de Yes, una canción lanzada en 1983, y que se ve, se siente, lo definió un montón.
Que brille, entonces, para Enrique Vázquez la luz que no tiene fin.