La crueldad de las ciudades…
© Escrito por Marina Garber el miércoles 15/01/2025 y publicado por la Revista Acción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.
Dos años antes, en San Pablo, el
sacerdote Júlio Lancellotti, «el padre de los sin techo», decidió salir a
romper los bloques de piedra que la alcaldía de la ciudad había colocado bajo
un puente donde solían descansar personas en situación de calle. Munido de una
gran maza de hierro, el cura arremetió contra ese bosque hostil de pequeños
monolitos cortantes que el Gobierno de la ciudad había sembrado bajo el
viaducto.
En abril de 2019, en Buenos Aires, la
gestión del entonces jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, se ufanaba de
presentar en sociedad basureros presuntamente «inteligentes» cuya mayor virtud
consistía en un diseño hermético destinado a evitar «que la gente se meta y
saque basura», según lo expresó Eduardo Macchiavelli, entonces ministro de
Ambiente y Espacio Público. Los dispositivos solo podían ser abiertos mediante
una tarjeta magnética que estaría a disposición de los frentistas, encargados
de edificios o comerciantes, impidiendo así que los recicladores urbanos
pudieran acceder al interior para recuperar el cartón.
Estos son solo algunos ejemplos, pero
podría haber miles: las ciudades parecen estar volviéndose hostiles para sus
habitantes. No para todos, ciertamente, sino para los pobres, los marginales,
los sin techo, las bandas de jóvenes, los expulsados del mercado. Tan
ciudadanos, al menos formalmente, como el prototipo de vecino-propietario al
que suelen hablarle ‒y para el que suelen gobernar‒ las administraciones
locales, estos grupos, sin embargo, ven cada vez más restringido su derecho a
hacer uso de la ciudad. Las barreras no son legales, sino prácticas. La
arquitectura se ocupa así de ejercer una función excluyente que, en muchos
casos, se mimetiza con el paisaje urbano y pasa inadvertida.
A esta tendencia se la conoce como
«arquitectura hostil». Se trata, en palabras del arquitecto Jaime Sorin, de
«una de las formas que adoptan las grandes ciudades para expulsar a grupos
sociales del espacio público»: un conjunto de dispositivos que conforman algo
así como un manual de instrucciones de metrópolis cada vez más excluyentes
Prescriben y proscriben usos y derechos: indican cómo y por quiénes puede ser
utilizada y disfrutada la ciudad. El objetivo de estas prácticas es, para
Sorin, construir un espacio urbano elitista. Y su desarrollo coincide con la
consolidación de la ciudad neoliberal: una ciudad pensada cada vez más como un
ámbito de valorización financiera y menos como un espacio de encuentro e
intercambio social.
Pinches, puntas de lanza, piedras
punzantes; apoyabrazos en bancos que impiden que las personas se recuesten;
ornamentos sin otra función que obstaculizar el uso del mobiliario urbano;
alféizares inclinados o sembrados de varillas filosas de hierro para que nadie
pueda sentarse a conversar o esperar el colectivo; «pig ears» u orejas de cerdo
dispuestas en explanadas para ahuyentar a jóvenes skaters, como las que afean
el jardín del Museo de las Confluencias en Lyon, Francia; triángulos de metal
como el que desvirtúa el muro bajo que bordea el jardín Arco do Chego, en
Lisboa, para disuadir a las personas de que se sienten sobre el borde. O un
dispositivo electrónico llamado Mosquito, que emite ondas sonoras de alta
frecuencia ‒entre 16 y 18,5 kilohertz‒ que solo los jóvenes pueden oír, y se
utiliza para dispersar a los grupos que suelen reunirse en centros comerciales
y otros sitios de la ciudad. El sistema, que fue considerado «degradante y
discriminatorio» por un informe del Council of Europe, se promociona en el
sitio web de la empresa que lo fabrica como un «dispositivo antimerodeo» contra
los «comportamientos indeseados de los adolescentes».
Aquí, allá y en todas partes.
La noticia de la muerte del ciudadano
montevideano recorrió el mundo y se convirtió en un símbolo de la guerra
silenciosa entre algunas ciudades y sus habitantes. A raíz del caso, la
intendencia de Montevideo decidió crear un grupo de trabajo sobre arquitectura
hostil. En Brasil, Lancellotti logró que se sancione una ley que lleva su
nombre y que prohíbe el uso de estas técnicas.
En las ciudades de nuestro país, en
cambio, la arquitectura hostil encuentra un contexto favorable para
multiplicarse: sus artefactos y diseños constituyen una más de las múltiples
violencias que se ensañan con los menos favorecidos, una de las tantas
expresiones de la crueldad y el desprecio por el otro que intentan imponerse
como formas privilegiadas de la política.