La fornicación…
Encabezo deliberadamente esta nota con
un título chocante; lo es porque la palabra empleada ha caído en desuso y puede
causar extrañeza. No cito la definición del catecismo sino la del diccionario:
“tener ayuntamiento o cópula carnal fuera del matrimonio”. Este vicio se ha
convertido en algo trivial, común, insustancial. Lo llamo vicio porque el
diccionario define “fornicario: que tiene el vicio de fornicar”. Él o ella en
principio, aunque hoy día la “igualdad de género” permite otras combinaciones,
antinaturales.
© Escrito por Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata. Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, el lunes 22/08/2016 y publicado por el Diario El Día de la Ciudad de la Plata, provincia de Buenos Aires.
Indico dos ejemplos de banalización. En
la Sección Espectáculos de El Día se puede seguir una
crónica diaria de la fornicación en el mundo de la farándula; hay records
notables de señoritas (no estoy seguro de que sea ésta la identificación que
corresponde) que cambian de “novio” cinco o seis veces al año; se supone que no
se reúnen con ellos a leer la Biblia. Antes, a estos comportamientos y a las
personas que los practicaban se les aplicaban otros nombres. Se puede pensar
que son casos extremos, que se exhiben en un escaparate para suscitar envidia y
la ilusión de llegar a imitarlos.
Escándalo, como se lo llamaba antaño:
inducir a otro al mal, más intenso cuando la conducta desviada es promovida
como una moda. La superficialidad de esos casos resulta irrisoria: escarceos,
idas y vueltas, traiciones y arrepentimientos, cada tanto algún rumor de
embarazo que no se confirma. La protagonista innombrada, por supuesto, es
siempre la cama.
Felizmente, la mayor parte de la gente no
tiene tiempo ni plata para gastar en esas placenteras ociosidades. Pero el mal
ejemplo cunde, fascina, lo anormal se puede ir convirtiendo en deseable
primero, luego en moralmente neutro y finalmente en normal. “Lo hacen todos”,
ese es el lema.
SEXO EN LOS JUEGOS
OLIMPICOS
El segundo ejemplo prometido procede de
los Juegos Olímpicos. El Ministerio de Salud de Brasil envió a Río de Janeiro
nueve millones de profilácticos, 450.000 destinados a la Villa de los Atletas,
donde se hospedaban 10.500 deportistas de todo el mundo, más los técnicos. La
prensa brasileña hizo un cálculo: 42 condones por cada atleta, teniendo en
cuenta los 17 días de duración de las competencias. La preparación para las
mismas impone, como es lógico, la abstinencia, pero después de cada
competición; ¡a coger atléticamente! No se asuste el lector por el uso de este
verbo, no incurro en una grosería impropia de un obispo.
El Diccionario de la Academia, en la
acepción 24 del término señala que es un vulgarismo americano: “realizar el
acto sexual”; pero en la acepción 19 define: “cubrir el macho a la hembra”;
aquí entonces aparece en el significado de la palabra un matiz de animalidad.
Quiero decir en consecuencia que la cultura fornicaria que se va extendiendo
sin escrúpulo alguno es un signo de deshumanización, no es propia de mujeres y
varones como deben ser según su condición personal. Algo de no humano, de
animaloide aparecería en esa conducta.
La deshumanización del eros, que por su
propia naturaleza es carnal y espiritual, comienza por el descarte del pudor,
de la honestidad, de la modestia, del recato. En estos valores cifra la plena
humanidad de la actuación sexual, que no se exhibe obscenamente, ni en sus
preparaciones. Pienso en el “petting” descontrolado en lugares públicos. Valga
una muestra del impudor hodierno: los “trajes” de baño femeninos que se reducen
a tres trocitos simbólicos de tela; ¿no sería más sincero que en la playa o la
pileta se presentasen desnudas?
No cargo la cuenta sobre el bello sexo;
era tradicional que el varón tomara la iniciativa, y lo hace muchas veces
abusando de su vigor, aunque las artes de la seducción no le sean ajenas, ahora
desplegando instrumentos cosméticos, gimnásticos y hasta quirúrgicos. Por no
hablar del cine, la televisión y las series de internet; a la pornografía la
camuflan verbalmente hablando de “escenas fuertes”.
LIBERTAD LUCIDA
La banalización que he señalado implica
asimismo una confusión fatal acerca del amor: no es éste una mera efusión
sentimental, ni la sola atracción física, sino especial y esencialmente un acto
electivo de la voluntad, en el que se ejercita en pleno la libertad, una
libertad lúcida, consciente, una decisión de permanencia que aquieta para
siempre en el bien amado.
La seducción de la belleza, por cierto,
cumple su papel -Platón asociaba sabiamente belleza y eros- en el conjunto de
la elección personal. Lo propiamente humano es que tal decisión electiva sea
para siempre, como signo de madurez, preparada en una educación para el respeto
mutuo, la amistad sin fingimiento, la disposición a afrontar juntos -él y ella-
las dificultades de la vida tanto como las infaltables alegrías. Entonces cobra
sentido la unión sexual de un varón y una mujer.
En el contexto de una recta
antropología, de una idea completa del ser humano en la que se asume su
realidad biológica y psicológica, es fácil comprender que el acto sexual tiene
una doble finalidad: es unitivo y procreativo. El gesto de la unión corporal
acompaña, ratifica e incentiva la unión de las almas. La fornicación lo
convierte en una gimnasia superficial y provisoria, propia de parejas
desparejas, sin el compromiso de por vida que integra la expresión sexual en el
conjunto de la convivencia matrimonial, con la apertura a los hijos.
Una señal alarmante de deshumanización
se manifiesta en el lenguaje: novio-novia, ex novio- ex novia, pareja-ex
pareja, ya no marido y mujer, esposo y esposa; aquello debe llamarse, en
realidad, concubinato. Las consecuencias personales y sociales se pueden
percibir en la orfandad afectiva –e incluso efectiva- de tantos niños y
adolescentes y la cantidad superior de abusos que se registra precisamente en
el interior de esas formas de “rejunte”, que no son verdaderas familias.
Además la generalización de las
relaciones sexuales entre adolescentes no permite augurar nada bueno. Comienza
cada vez más temprano la banalización del sexo.
La finalidad procreativa del acto sexual
es frecuentemente bloqueada, de modo expreso, intencional, en las fornicaciones
ocasionales, pero también en la convivencia marital. El negocio de los
anticonceptivos ha ocultado la sabia disposición de la naturaleza, que ordena en
la mujer los ritmos de fertilidad.
Todo ha sido bien hecho por el Creador,
y el capricho humano se niega a utilizarlo, lo burla a su placer. La misma
etimología lo esclarece de manera indiscutible: “genital”, “generación”,
“génesis” integran una familia de palabras; en griego, en latín y en
castellano: los órganos genitales y su uso sirven para dar origen a un nuevo
ser.
Existe además –no lo olvidemos- la
fornicación “contra naturam”, ahora avalada por las leyes inicuas que han
destruído la realidad natural del matrimonio y que se fundan en la negación del
concepto mismo de naturaleza y de la noción de ley natural. La razón comprende
que el cuerpo del varón y el de la mujer se ensamblan complementariamente
porque están hechos el uno para el otro; y también sus almas.
La discriminación de los
antidiscriminadores ha llegado a límites inconcebibles, como el de negar el
derecho de los niños a ser criados y educados por un padre y una madre; así se
ha visto en la entrega en adopción de niños a “matrimonios igualitarios”. Los
enciclopedistas anticatólicos del siglo XVIII se horrorizarían de semejante
atentado a la razón.
CULTURA DEL DESENFRENO
El laborioso remedio de una cultura
fornicaria, del desenfreno, “akolasía” como lo llama Aristóteles, es la
“sofrosyne”, la templanza, según el mismo Filósofo lo explicaba en el Libro III de su
Ética a Nicómaco varios siglos antes de Cristo. Para nosotros, cristianos, a la
destemplanza del incontinente la sana una especie concretísima de la templanza
que se llama castidad. Aquel gran pensador observaba que hay algo de infantil,
por la irreflexión, en el desenfreno, en la intemperancia; y añadía además que
“se da en nosotros no en cuanto somos hombres, sino en cuanto animales”.
Lo propiamente humano es que la potencia
sexual y su actuación se integren armoniosamente a la riqueza de la
personalidad, y que ese ejercicio se desarrolle en el orden familiar. Es éste
el logro de la virtud.
Tengo pleno respeto por las personas
concernidas en todo lo que he dicho, y comprendo con cercanía y afecto sus
conflictos, pero no puedo dejar de proclamar la verdad. Mal que le pese al
INADI, si se entera.