El voto de las mujeres…
El
miércoles pasado se cumplieron diez años desde que en la Argentina se
declararon nulas las leyes de impunidad y comenzaron los juicios a los
responsables del terrorismo de Estado. Diez años de esa bisagra que llegó con
Néstor Kirchner, precedida por dos décadas en las que los sectores ligados a
los organismos de derechos humanos encarnaron a la perfección aquella frase de
Fitzgerald que habla sobre la inteligencia: “Retener en la mente dos ideas
opuestas y al mismo tiempo seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno
debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y sin
embargo estar decidido a que sean de otro modo”.
Fitzgerald,
emergente y cazador cazado de una sociedad que en los ’30 estimulaba locamente
la meta del éxito individual, la escribió en la confesión de su derrota, el
Crack Up. Pero esa misma idea puede aplicarse a las luchas que a lo largo de la
historia de todos los pueblos han persistido cuando todo alrededor era muro y
adversidad. Luchas que, cuando se coronan, obligan a pensar en los que lucharon
por lo mismo en el pasado y no llegaron a ver el resultado de su esfuerzo. Hay
convicciones, ideales y deseos muy profundos, individuales, pero inscriptos en
lo colectivo, que inclinaron siempre, desde hace siglos, a muchos hombres y
mujeres a persistir en sus peleas, con viento a favor y en contra, pagando
costos que implicaron a veces hasta sus propias vidas, pasándose la posta entre
generaciones por cuestiones que precisamente por su permanencia en el tiempo y
en la organización pudieron llamarse “banderas”. Las que se llevan en el
corazón. Las que, aunque por períodos cortos o largos –no los cuatro años que
dura un mandato presidencial sino las décadas o los siglos que tardan en
madurar algunas batallas culturales–, no dejaron de ser levantadas por quienes
expresaban así ese tipo de inteligencia que formula Fitzgerald, la que consiste
en insistir.
Una
de esas luchas que llevó décadas fue el voto de las mujeres. Precisamente el
mismo día, el miércoles pasado, se cumplieron 67 años desde que el Senado de la
Nación aprobó el proyecto del voto femenino, sancionado un año después. Recién
desde entonces, 1947, esta democracia tuvo un piso mínimo, que volvió a subir
la Constitución del ’49, con la equiparación jurídica entre mujeres y varones.
La
lucha por los derechos de las mujeres había empezado mucho antes, naturalmente,
pero la pelea concreta de la participación política llegó al mismo tiempo que
las respectivas sociedades de todo el mundo, girando de paradigma, y abrieron
sus democracias al voto popular. Ni calificado ni optativo, como hasta entonces
habían concedido las elites. La idea era por cada persona, un voto. El problema
en 1912, cuando se sancionó la ley Sáenz Peña, era que las mujeres éramos un
poco menos que personas. Eramos pensadas y educadas como criaturas susceptibles
y emocionales que políticamente no estábamos aptas para tomar decisiones. En el
debate previo a la ley Sáenz Peña participaron grupos feministas y socialistas
que gritaron lo que ahora parece obvio, pero en ese momento era inadmisible por
el statu quo. No es que no se le ocurría a nadie que el voto no podía ser
considerado verdaderamente universal si no se ampliaba ese derecho a las
mujeres. No es que no hubiera lucha. Pero la época estaba cerrada sobre sí
misma en este rincón del planeta. No así en Nueva Zelanda, Australia,
Finlandia, Noruega, Dinamarca, Islandia y Alemania, cuyas organizaciones
feministas ya participaban más activamente en política. En todos esos países,
el voto femenino llegó en 1918.
En
la Argentina hubo que esperar casi tres décadas más, pero esperar es una manera
de decir. Desde los albores del siglo XX hubo organización y activismo,
políticamente liderado por el socialismo, del que salieron casi todas las
figuras emblemáticas de los derechos de las mujeres de la época. Su cara más
contundente con relación al género es la de Alicia Moreau de Justo, pero hubo
muchas otras y no sólo femeninas. Un nombre para recordar es el del gobernador
sanjuanino Aldo Cantoni, más asociado siempre a su presidencia de Huracán
primero y de la AFA después. En 1927, siendo Aldo Cantoni gobernador, una
reforma constitucional convirtió a San Juan en la primera provincia argentina
en ampliar el derecho del voto a las mujeres. Este es un tipo de dato de los
que en general se escamotean: hubo enormes avances conceptuales y sociales que
encarnaron mucho antes en las provincias que en la Capital.
Los
aires de equidad sanjuaninos en su momento provocaron recelo en el resto del
país, pero también fascinación. Una joven riojana que había estudiado Derecho
en Buenos Aires, Emar Acosta, se sintió llamada a un tipo de trabajo político
que era impensable en otro lado. En el ’27 tenía 34 años y hacía poco que se
había recibido. Decidió afincarse allí, donde se integró a la Asociación de
Cultura Cívica de la Mujer Sanjuanina. Al poco tiempo fue nombrada jueza. En
las elecciones de 1934, como representante de la Capital, fue candidata a
legisladora provincial y resultó electa. Emar Acosta se convertía en la primera
legisladora mujer en toda América latina. Hoy, el auditorio del Anexo del
Senado de la Nación lleva su nombre.
Mientras
tanto, a nivel nacional, socialistas y feministas continuaron sus luchas, que
prosperaron y se plasmaron en el primer peronismo y encontraron en Evita a su
gran impulsora. Para Moreau de Justo aquello se redujo a “una maniobra
política” no vinculada con la convicción sino con la demagogia. Aquellos
primeros desencuentros entre el peronismo y el socialismo no fueron nunca del
todo saldados. Como telón de fondo yace, como hoy, el reproche del “robo de
banderas”, aunque la perspectiva histórica indica que la transformación de la
realidad, a través de la política, es en sí misma una bandera que no se puede
enchufar y desenchufar como un electrodoméstico: recién después de 1947, las
mujeres argentinas fuimos personas políticamente completas, y el voto femenino
siguió en vigencia incluso cuando los que le reprochaban autoritarismo al
peronismo prohibieron pronunciar en público los nombres de Evita y de Perón.
Los
conservadores de los años ’40 insistían en que el voto femenino obligatorio
atentaba contra el orden jerárquico familiar y afirmaban que el Estado debía
intervenir sólo para “amparar el derecho del hombre a mantener su autoridad”.
Por su parte, en uno de los discursos en defensa del voto femenino obligatorio,
Evita decía: “Ha llegado la hora de la mujer que comparte una causa pública, y
ha muerto la hora de la mujer como valor inerte y numérico dentro de la
sociedad. Ha llegado la hora de la mujer que piensa, juzga, rechaza o acepta, y
ha muerto la hora de la mujer que asiste, atada e impotente, a la caprichosa
elaboración política de los destinos de su país, que es, en definitiva, el
destino de su hogar”.
Pasó
medio siglo y todavía increíblemente surgen extrañas añoranzas de retroceso,
como las que expresó hace poco Chiche Duhalde, surgidas quizá más de una
subjetividad atenazada que de una elaboración intelectual. La construcción
monumental del patriarcado, cimentada durante veinte siglos, sigue calando en
lo inconsciente, en aquello de lo que no se tiene conciencia. El patriarcado,
que nos dejaba no sólo sin voto sino sin voz y sin autonomía personal, sigue
latente en lo profundo de muchas mujeres que experimentan su libertad como un exceso.
La historiadora Dora Barrancos, refiriéndose a este fenómeno, dijo esta semana
que “no hay peor circunstancia que travestirse con la ropa del amo”. Esta frase
puede leerse en todos los sentidos que atraviesa.
© Escrito por Sandra Russo el sábado 24/08/2013 y
publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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