Malvinas: ¿dónde está Puerto Argentino?...
Malvinas, tan lejos, tan cerca. Editorial Perfil
La controversia con Gran Bretaña desnuda los escasos vínculos de la Argentina con los habitantes del archipiélago.
Volví a ver, el otro día, un documental que hace unos años filmamos con Tamara Florín en Malvinas y que fue distribuido con una edición especial de este diario. Malvinas, tan lejos, tan cerca, se llamaba.
Estábamos en Puerto Stanley, y allí me preguntaba todo el tiempo dónde había quedado Puerto Argentino. Ahora que el tema vuelve a los diarios con la precisión próxima de los aniversarios, aquellas diapositivas de Malvinas vuelven a mi cabeza: el azul helado del agua quieta, las casas ordenadas como en una escenografía de The Truman Show, las calles tan limpias que se podía pasar la lengua por ellas sin miedo a ensuciarse. Un pueblo de la campiña inglesa; chicos de pecas y pelo enrulado; chicas de pechos generosos; kelpers que se emborrachaban a morir en los pubs; dos mil personas y dos mil soldados; rutas sembradas por minas antipersonales y el recuerdo de lo que los malvineses llaman “la invasión”. La invasión argentina. La palabra choca cuando se la escucha por primera vez: ¿qué invasión? Ellos lo viven así. Hay, en la escollera que recorre el borde interior de Stanley, un monumento que recuerda “la invasión”. Es el único sitio donde la guerra está presente; ahí y en el cementerio argentino, casi siempre abandonado (no hay cementerio de los combatientes ingleses, ellos fueron enterrados en su país).
¿Donde está, entonces, Puerto Argentino?
Como tantas otras cosas, Malvinas es parte de nuestra imaginación. Creemos que es lo que queremos que sea. Y no lo es. Es, de hecho, un enclave inglés en un territorio que reivindicamos argentino. Y nada les sirvió más a los ingleses que la guerra: muchos desconocen que, semanas antes de aquel 2 de abril de 1982, el Concejo Deliberante de las islas iba a comenzar a discutir un plan de mediano plazo de descolonización. Sin advertirlo – ¿o deliberadamente?–, Galtieri terminó siendo el mejor agente inglés: la guerra alejó aquella posibilidad por décadas.
Lo curioso es que la Argentina sigue hablando de Malvinas como si la guerra no se hubiese perdido, y como si la derrota no tuviera consecuencias más allá de las muertes y de los ex combatientes que ignoramos como se ignora un recuerdo molesto. Desde entonces y hasta hoy, Malvinas se transformó en una excusa electoral; cada tanto, el gobierno que sea levanta el manto de neblina y apela a su recuerdo con verba grandilocuente y medidas menores, o absurdas.
Ahora es el asunto de la “solidaridad latinoamericana” sobre los barcos de bandera malvinense. Nada que no se arregle con pocas libras y unos trámites: se trata de cambiar el dominio de los pesqueros de Stanley a Liverpool, por ejemplo. O a Panamá o Liberia, países que de eso viven. Hace décadas que existen las llamadas “banderas de conveniencia” o “necesidad”. ¿O creerá el hijo de Jacobo Timerman que los barcos que bajan por el Paraná son todos paraguayos? Alguien debería decirle que la mayoría son buques argentinos con bandera paraguaya. Se dirá que la medida es simbólica; la toma el mismo Estado que hace un tiempo, a la entrada del puerto de Buenos Aires, obligó a un buque que llegara de Puerto Stanley a hacer trámites como si viniera del extranjero. Pero entonces, ¿son o no son argentinas?
En Malvinas viven treinta argentinos, que hacen como que no lo son. Hay, dijimos, dos mil habitantes que nos ven como invasores. Todavía conservo en mi escritorio un mapa que me dieron en un Pub de Stanley. Es un mapa de América del Sur. A primera vista parece normal, pero observándolo uno descubre que hay demasiado mar: el Atlántico cubre toda la extensión de la Argentina. “Mar de las Falklands”, dice.
Así están hoy las cosas. No sé nada de política internacional, pero sé que a un territorio se lo conquista por la paz o por la guerra, y uno de esos caminos ya tuvo un trágico final. La mejor –y quizá la única– manera de reconquistar Malvinas es creando lazos con ellos: estudiantes que viajen a Stanley en lugar de Bariloche, médicos que puedan hacer la residencia en sus hospitales, maestros que enseñen español en sus escuelas, trabajadores de la esquila, embarcados en pesqueros de la bandera que sea, parejas que se formen con hombres y mujeres de acá y de allá, estudiantes de Malvinas en intercambio en universidades y colegios del sur argentino, etc., etc.
Sólo conocen, de nosotros, a Galtieri, a Menéndez y a Astiz. Ni siquiera deben conocer a Borges, aunque nosotros conocemos a Shakespeare, a Yeats, a Maugham, a Joyce y a Virginia Woolf. Es probable que jamás hayan visto cine argentino y deben conocer el tango por esas versiones for export de los americanos.
Tenemos muchas cosas sobre las que hablar con ellos, si nos interesa hacerlo y podemos aceptarnos. Un proceso como el que sugiero dura décadas y no tiene garantía de éxito. Pero es mucho más real que discutir por un cambio ficticio de bandera.
© Escrito por Jorge Lanata y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 1 de Enero de 2012.
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