Política,
dinero y poder…
SIN TITULO. Hebe de Bonafini. Foto: Pablo Temes.
El
Gobierno tiene preocupaciones que no son las mismas que las de la gente.
Parecidos y diferencias con Alfonsín y Menem.
La mayor parte de las cosas pasa dentro de la
cabeza de la gente, no necesariamente en el mundo real”. La frase es de Roman
Gubern (El eros electrónico) pero la idea es tan antigua como el pensamiento
social. Debería ser un axioma básico de la práctica política. No sólo en estos
tiempos del marketing político y de la comunicación exacerbada; ya lo era hace dos
siglos en las democracias sin marketing, y en tiempos de Shakespeare y de
Maquiavelo, y en los de Cicerón, y sin duda antes. Pueden existir también otros
principios para orientar la práctica política: principios éticos, ideas,
objetivos de política pública. Pero las imágenes son decisivas y no deben ser
ni ignoradas ni subestimadas.
Acerca del gobierno nacional, se discute casi
a diario en términos éticos, en términos de sus ideas políticas, en términos de
sus a menudo poco claros objetivos de política pública. Pero sus errores
comunicacionales llevan a un territorio que a veces parece surrealista, que
bien califica como “tragicómico”. Hace algunos años, uno podía escribir que
algunos problemas que se presentaban en la escena del país se debían a “errores
no forzados” del Gobierno, esencialmente en el plano comunicacional; parecía
una idea interesante, no obvia, que algo explicaba. Hoy es tan obvio y tan
cotidiano, que decirlo parece casi una tontera; pero sigue siendo así.
Uno de los episodios recientes de esta
tragicomedia es el caso Tinelli/Fútbol para Todos. La expresión “tragicomedia”
se hizo célebre por La Celestina, la historia de Calisto y Melibea, cuyo autor
la llamó de esa manera “partiendo por dos la disputa” entre quienes la veían
tragedia y quienes comedia. Esto puede aplicarse a Hebe de Bonafini cuando,
irrumpiendo en un tema que no se entiende en qué le concierne, dictamina que
“se trata de política, no de hacer dinero”. Si es política, está mal hecha. Si
no es dinero, nadie lo cree, empezando por la señora Bonafini. En realidad es
poder, y ésta es la peor manera de construir poder: es el mejor camino para
acumular una cuota exigua de poder que será, como se lo está viendo, efímera.
Es tragicómico –en parte porque Tinelli, con astucia, le aporta un toque de
comedia–. Otro es el caso Boudou. El vicepresidente hace lo que puede, como
puede; pero debería estar implorando a gritos: “Líbrame, Señor, de mis amigos”.
La capacidad del Gobierno para comunicar mal
lo que la gente ya de por sí cree que está mal es asombrosa. Algunas cosas
funcionan; ¿por qué no se las comunica? Un ejemplo: una de las pesadillas de
los argentinos, desde tiempos remotos, ha sido siempre sacar un documento de
identidad; este gobierno lo ha resuelto, contundentemente. Ese problema está
resuelto, y es un logro. ¿Alguien habla de eso?
Los hechos negativos se suceden día a día.
Algunos son inevitables; otros, producto de malas decisiones. La comunicación
del Gobierno suma negativamente tanto a los que son inevitables como a los derivados
de errores. Todo gobierno en el mundo se mueve tras objetivos de poder; este
gobierno también. Pero buscar acumular poder y al mismo tiempo erosionar la
confianza de la sociedad en quien lo hace es alimentar el propio fracaso
político. La Cámpora, Unidos, Hebe de Bonafini, podrían operar en la sombra,
porque son simplemente piantavotos; el cambio de gabinete producido hace tres
meses podría haber sido resaltado y potenciado, porque la sociedad lo vio bien.
Hay dos planos en los que el Gobierno parece no ver qué pasa por la cabeza de
la gente: el de la “estima” pública, la confianza, la buena imagen –ese capital
difuso que miden las encuestas– y el de los votos –ese instrumento inapelable
que está en manos de la gente por cuya mente pasa la mayor parte de las cosas–.
La suerte de los gobiernos depende en parte
de lo que hacen –y cómo lo hacen– y en gran parte de las expectativas de la
gente. Las expectativas instalan a un gobierno y le conceden un capital de
confianza para iniciar su camino, y las mismas expectativas lo desgastan y
terminan decretando su final inapelable.
Lo que hacen los gobiernos –y cómo lo hacen–
también está sometido al filtro implacable de las expectativas. Una buena
política económica no es políticamente rentable porque resulte aprobada en un
tribunal académico sino porque concita apoyo en la sociedad; y si eso no
sucede, resulta políticamente costosa.
Alfonsín asumió el gobierno bajo un shock de
confianza que la sociedad le concedió porque se proponía restaurar una
democracia plena limitando el poder corporativo de los sindicatos y los
militares, y se desintegró porque la sociedad había instalado el tema de la
inflación como su prioridad y el gobierno no encontró respuestas. Menem
capitalizó la expectativa social de acabar con la inflación, y lo logró; lo
desgastó, finalmente, el problema del desempleo, que la sociedad instaló como
su mayor preocupación. Kirchner asumió bajo una enorme expectativa de combatir
el desempleo, y lo logró; pero con los años la sociedad instaló el tema de la
inseguridad, y el Gobierno no le dio respuesta. (El primer gran desafío al
gobierno de Kirchner lo protagonizó Blumberg, no los sindicatos ni las
protestas “sociales”). El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner sigue
exigido por ese mismo tema, para el que no tiene respuesta, y además se le suma
ahora la reaparición de la inflación como la expectativa creciente en la
opinión pública.
Su falta de respuesta a este tema es aún más
dramática de lo que fue en los años 80. Alfonsín se enojaba porque el tema no
le parecía relevante, pero no negaba que la inflación estaba carcomiendo a la
sociedad.
Este gobierno, además de negarla durante casi
una década, la está agravando. Los ignotos muchachos de Unidos echan leña al
fuego; imaginan un escenario de confrontaciones estratégicas que responde a una
lógica de “toma del poder” en una sociedad que vive preocupada porque aumenta
el precio del pan, de la carne y de los electrodomésticos, y sólo aspira a
tranquilidad y diálogo. Hebe de Bonafini dice que hay que hacer política y no
ganar dinero; exactamente lo opuesto a lo que espera la mayoría de la gente en
la Argentina de hoy: menos política, un poco más de poder adquisitivo en el
bolsillo.