Bolas...
Héctor J. Cámpora.
Exhausto de su propia delgadez de
ideas, el vocabulario político argentino es un amasijo de balbuceos y palabras
caducas. Así como el habla radiofónica se ha sumergido en la oquedad infinita
del “a ver” o del “tiene que ver con que”, el lenguaje de políticos e
intelectuales es cruzado hoy por el furioso vendaval de la falta de
significados. Particularmente llamativa es la recurrencia al pasado para
describir el presente o pronosticar el futuro. Es una falencia brutal que se
percibe en las nomenclaturas. El núcleo duro del grupo que conduce la Argentina
se define por el apellido de un político bonaerense que hace 39 años fue
presidente durante 49 días y murió en 1980. Esos datos biográficos no
aportarían nada si no fuese porque el legado de Héctor Cámpora a la historia de
las ideas o de las grandes decisiones es de modestia inocultable; sin embargo,
la guardia de hierro que ha colonizado el poder político acepta el descriptivo
“camporista” para reconocerse en una supuesta idea común. Si en el corazón del
régimen confiere sentido un apellido que hace ya medio siglo sólo evocaba
precarias definiciones, en el entero país prolifera y domina una jerga
obsoleta, poblada de arcaísmos. Es como si la Argentina política fuese un
laboratorio arqueológico que recuerda aquel deslumbrante aporte de Tato Bores
con su personaje Helmut Strassen buscando restos que le permitieran comprender
a este inasible país.
Abundan ahora las descalificaciones
armadas a partir de superficiales apelaciones a la historia. Gestapo, fascismo,
stalinismo, Juventudes Hitlerianas, nazis, son algunos de los términos
arrojados irreflexivamente al aire para liquidar de manera aplastante lo que
(justificadamente) se percibe desde un sector como ominosa y verdadera amenaza.
Del lado oficial, la retórica remite, en cambio, al lenguaje de hace varias
épocas: gorilas, fuerza de tareas, oligarquía. Estos festivales de retórica
petardista pero impotente tienen un trazo común. En la Argentina se habla con
el desvencijado vocabulario del pasado por el alucinante vacío de ideas
actuales que prendan con potencia en la piel de la realidad y la nombren con
precisión.
No hablo desde la nada. En
reiteradas ocasiones, ya desde 2003 (y no desde 2009), di cuenta de lo
impresionante que era ver a Carlos Kunkel despachar desde la Casa Rosada
sentado a espaldas de un descomunal retrato de Juan Manuel de Rosas
(1793-1877). Interpelé por TV a Diana Conti cuando, en una de sus noches más
turbulentas, proclamó por TV su admiración por Stalin (1878-1953). El rosismo
de Kunkel y el stalinismo de Conti, como el antisemitismo virulento de Luis
D’Elía, no son inventos. Son profesiones de fe y admisiones de los propios
interesados, paladines prominentes de la actual casta gobernante. Sus
existencias y sus ensoñaciones son hechos fehacientes y expresivos, no meras
exaltaciones individuales. Tienen proyección política. Sucede como cuando la
Presidenta profesa su respeto admirativo por los barrabravas o las Fuerzas
Armadas Peronistas, o cuando el ministro Alberto Sileoni se declara arrobado
por las tomas de colegios.
Pero esa retórica habla del
anquilosamiento de quienes conducen el país, atraso que va de la mano con el
que padecen otros ámbitos y sectores, incluso aquellos que nada tienen que ver
con este gobierno. Es un problema nacional, síntoma de una carencia dramática y
profunda. Parte de este fenómeno se dramatiza a diario en radio y TV, donde se
advierten los esfuerzos malogrados de muchos de los ocupantes del habla
mediática, transpirando a la búsqueda de palabras que les escasean, desde el “a
ver” obsesivo, al “digo” sempiterno, pasando por “el tema de” o esa nueva
condena oral, el “tiene que ver con”. ¿Qué revelan esos pedregosos pantanos del
habla? Enuncia mal quien piensa pobremente. Si –además– lo hace desde la chatura
de conocimientos, el desenlace es penoso. Muchos rascan del fondo de
herrumbradas ollas de palabrejas, para valerse de las que perciben como más
rotundas. Ahí nomás se arma un desbarajuste de antigüedad patética. Ese
palabrerío desorbitado indica que la Argentina está sofocada por un lenguaje
que hiede a bolas de naftalina.
Este fenómeno, en sí mismo dramático
porque describe la decadencia de una sociedad, implica excesos perniciosos. El
manoseo banal de cuestiones esenciales, que deben y pueden ser abordadas con
valentía pero también con responsabilidad, termina vaciando significados. Las
víctimas son esos fenómenos en torno de los cuales es imprescindible ser muy
preciso para evitar que se borre su tenebroso significado histórico. La semana
pasada, Marcos Aguinis, enjundioso escritor argentino cuya frontalidad cívica
es proverbial, trazó un paralelo retórico que terminó en confusa parábola.
Escribió que “las fuerzas
(¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las Juventudes
Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan
sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal (sic) al fin, como la raza
superior y otras locuras”. El dislate radicó en atribuir un “ideal” a los
criminales de la Hitler-Jugend (Juventud Hitleriana), la organización
paramilitar del Partido Nacional-Socialista alemán entre 1922 y 1945. La HJ era
hermana joven de su rama adulta, la siniestra Sturmabteilung (SA). En mi
columna “Eterfascismo” (PERFIL, 17 de agosto de 2012), aludí al fenómeno de la
creación de la juventud fascista de Mussolini. Creo haber sido cuidadoso en no
identificar mecánicamente fenómenos. Es grave sugerir que la máquina homicida
nazi estaba provista de “un ideal”, a diferencia de los jujeños reclutados por
Milagro Sala. Lo grave no es, empero, el fastidio de Aguinis, quien está en su
pleno derecho de razonar como le plazca. Mortifica mucho más constatar el
empobrecimiento del universo de ideas y valores en el que debería debatir la
sociedad civil.
En el país se habla mal, se escribe
con pobreza y se razona en estilo balbuceante por una fehaciente caída en el
mundo de los significados, una impresionante hegemonía de la mentira respecto
de la verdad, una victoria de la representación simbólica a expensas de los
hechos constatables.
Fervorosamente atados a personajes,
consignas, métodos y razonamientos de un pasado que no volverá, una mayoría de
argentinos no puede nombrar porque no puede concebir. En sí mismo, esto es
mucho más grave y truculento que cualquier remedo neonazi o neostalinista que
se quiera fantasear.
© Escrito por Pepe Eliaschev y publicado en el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires el sábado 1º de Septiembre de 2012.