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domingo, 2 de septiembre de 2012

Bolas... De Alguna Manera...


Bolas...
Héctor J. Cámpora.

Exhausto de su propia delgadez de ideas, el vocabulario político argentino es un amasijo de balbuceos y palabras caducas. Así como el habla radiofónica se ha sumergido en la oquedad infinita del “a ver” o del “tiene que ver con que”, el lenguaje de políticos e intelectuales es cruzado hoy por el furioso vendaval de la falta de significados. Particularmente llamativa es la recurrencia al pasado para describir el presente o pronosticar el futuro. Es una falencia brutal que se percibe en las nomenclaturas. El núcleo duro del grupo que conduce la Argentina se define por el apellido de un político bonaerense que hace 39 años fue presidente durante 49 días y murió en 1980. Esos datos biográficos no aportarían nada si no fuese porque el legado de Héctor Cámpora a la historia de las ideas o de las grandes decisiones es de modestia inocultable; sin embargo, la guardia de hierro que ha colonizado el poder político acepta el descriptivo “camporista” para reconocerse en una supuesta idea común. Si en el corazón del régimen confiere sentido un apellido que hace ya medio siglo sólo evocaba precarias definiciones, en el entero país prolifera y domina una jerga obsoleta, poblada de arcaísmos. Es como si la Argentina política fuese un laboratorio arqueológico que recuerda aquel deslumbrante aporte de Tato Bores con su personaje Helmut Strassen buscando restos que le permitieran comprender a este inasible país.

Abundan ahora las descalificaciones armadas a partir de superficiales apelaciones a la historia. Gestapo, fascismo, stalinismo, Juventudes Hitlerianas, nazis, son algunos de los términos arrojados irreflexivamente al aire para liquidar de manera aplastante lo que (justificadamente) se percibe desde un sector como ominosa y verdadera amenaza. Del lado oficial, la retórica remite, en cambio, al lenguaje de hace varias épocas: gorilas, fuerza de tareas, oligarquía. Estos festivales de retórica petardista pero impotente tienen un trazo común. En la Argentina se habla con el desvencijado vocabulario del pasado por el alucinante vacío de ideas actuales que prendan con potencia en la piel de la realidad y la nombren con precisión.

No hablo desde la nada. En reiteradas ocasiones, ya desde 2003 (y no desde 2009), di cuenta de lo impresionante que era ver a Carlos Kunkel despachar desde la Casa Rosada sentado a espaldas de un descomunal retrato de Juan Manuel de Rosas (1793-1877). Interpelé por TV a Diana Conti cuando, en una de sus noches más turbulentas, proclamó por TV su admiración por Stalin (1878-1953). El rosismo de Kunkel y el stalinismo de Conti, como el antisemitismo virulento de Luis D’Elía, no son inventos. Son profesiones de fe y admisiones de los propios interesados, paladines prominentes de la actual casta gobernante. Sus existencias y sus ensoñaciones son hechos fehacientes y expresivos, no meras exaltaciones individuales. Tienen proyección política. Sucede como cuando la Presidenta profesa su respeto admirativo por los barrabravas o las Fuerzas Armadas Peronistas, o cuando el ministro Alberto Sileoni se declara arrobado por las tomas de colegios.

Pero esa retórica habla del anquilosamiento de quienes conducen el país, atraso que va de la mano con el que padecen otros ámbitos y sectores, incluso aquellos que nada tienen que ver con este gobierno. Es un problema nacional, síntoma de una carencia dramática y profunda. Parte de este fenómeno se dramatiza a diario en radio y TV, donde se advierten los esfuerzos malogrados de muchos de los ocupantes del habla mediática, transpirando a la búsqueda de palabras que les escasean, desde el “a ver” obsesivo, al “digo” sempiterno, pasando por “el tema de” o esa nueva condena oral, el “tiene que ver con”. ¿Qué revelan esos pedregosos pantanos del habla? Enuncia mal quien piensa pobremente. Si –además– lo hace desde la chatura de conocimientos, el desenlace es penoso. Muchos rascan del fondo de herrumbradas ollas de palabrejas, para valerse de las que perciben como más rotundas. Ahí nomás se arma un desbarajuste de antigüedad patética. Ese palabrerío desorbitado indica que la Argentina está sofocada por un lenguaje que hiede a bolas de naftalina.

Este fenómeno, en sí mismo dramático porque describe la decadencia de una sociedad, implica excesos perniciosos. El manoseo banal de cuestiones esenciales, que deben y pueden ser abordadas con valentía pero también con responsabilidad, termina vaciando significados. Las víctimas son esos fenómenos en torno de los cuales es imprescindible ser muy preciso para evitar que se borre su tenebroso significado histórico. La semana pasada, Marcos Aguinis, enjundioso escritor argentino cuya frontalidad cívica es proverbial, trazó un paralelo retórico que terminó en confusa parábola.

Escribió que “las fuerzas (¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las Juventudes Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal (sic) al fin, como la raza superior y otras locuras”. El dislate radicó en atribuir un “ideal” a los criminales de la Hitler-Jugend (Juventud Hitleriana), la organización paramilitar del Partido Nacional-Socialista alemán entre 1922 y 1945. La HJ era hermana joven de su rama adulta, la siniestra Sturmabteilung (SA). En mi columna “Eterfascismo” (PERFIL, 17 de agosto de 2012), aludí al fenómeno de la creación de la juventud fascista de Mussolini. Creo haber sido cuidadoso en no identificar mecánicamente fenómenos. Es grave sugerir que la máquina homicida nazi estaba provista de “un ideal”, a diferencia de los jujeños reclutados por Milagro Sala. Lo grave no es, empero, el fastidio de Aguinis, quien está en su pleno derecho de razonar como le plazca. Mortifica mucho más constatar el empobrecimiento del universo de ideas y valores en el que debería debatir la sociedad civil.

En el país se habla mal, se escribe con pobreza y se razona en estilo balbuceante por una fehaciente caída en el mundo de los significados, una impresionante hegemonía de la mentira respecto de la verdad, una victoria de la representación simbólica a expensas de los hechos constatables.

Fervorosamente atados a personajes, consignas, métodos y razonamientos de un pasado que no volverá, una mayoría de argentinos no puede nombrar porque no puede concebir. En sí mismo, esto es mucho más grave y truculento que cualquier remedo neonazi o neostalinista que se quiera fantasear.

© Escrito por Pepe Eliaschev  y publicado en el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 1º de Septiembre de 2012.