Mostrando las entradas con la etiqueta José León Suárez. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta José León Suárez. Mostrar todas las entradas

domingo, 6 de diciembre de 2020

En una villa de José León Suárez, el Padre Pepe rehace su vida y vuelve a dar batalla… @dealgunamanera...

 En una villa de José León Suárez, el Padre Pepe rehace su vida y vuelve a dar batalla…


En la oficina de una capilla situada en el barrio José León Suárez, en el partido de San Martín, el cura José María Di Paola, más conocido como Padre Pepe, está bien custodiado: en las paredes cuelgan retratos del Padre Mugica, de Don Bosco, del obispo Enrique Angelelli, del obispo Oscar Romero y de Jorge Bergoglio (antes y después de su llegada al papado). 

©Escrito por Javier Sinay el 06/02/2020 y publicado por Red/Acción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos. 

Esta selección de superestrellas con sotana es la guardia espiritual de un sacerdote que hace diez años, cuando vivía en la villa 21-24, denunció al narcotráfico con un sonado documento público. “Fue muy intenso”, dice ahora. “Yo era un cura común y todo esto me cambió el tablero”. 

La repercusión de esa denuncia (firmada con otros 18 curas) fue grande y las amenazas no tardaron en llegar: primero hacia él, luego hacia sus colaboradores. El Padre Pepe tuvo que dejar la villa y pasó dos años en un pueblo en Santiago del Estero. Cuando volvió, eligió José León Suárez: el conurbano profundo. 


El sacerdote José María Di Paola en el patio de su parroquia, en José León Suárez. Foto: JS

Luego de superar la desconfianza inicial de los vecinos (“No estaban acostumbrados: pensaban que les íbamos a pedir algo”), construyó una iglesia muy amplia en la que también hay una escuela, atención sanitaria y cursos de oficios: computación, gastronomía, reparación de celulares y también de motos. La iglesia está situada justo donde comienza la Cárcova, una villa en la que viven unas 13.000 personas, cerca de un basural del CEAMSE. 

Pero aquí también hay droga. En 2013, cuando Di Paola llegó, tres niños fueron asesinados en tiroteos entre bandas narco. “En la Argentina no nos tomamos los temas en serio”, dice el cura. “Hay muchos temas distractivos y éste, en el que está en juego la vida, debiera ser uno de los más importantes”. 

Por eso, el sacerdote –que es el coordinador de la Comisión Nacional de Pastoral de Adicciones y Drogadependencia– viene pidiendo desde hace algún tiempo una ley de emergencia nacional en adicciones. “El presidente Macri la aprobó, pero después no dio los fondos necesarios para cubrir la emergencia”, dice. Marihuana, cocaína y paco son sustancias muy parecidas: “Hay pibes de clase media que las pueden manejar, pero hasta ahí”, explica. “En cambio, en los barrios populares, hay un solo paso de la marihuana al paco. Lo que para algunos es consumo recreativo, para nosotros termina siendo consumo problemático”.


Las paredes de la oficina del Padre Pepe están cubiertas de fotos y retratos del Papa Francisco, el Padre Mugica y Don Bosco. Foto: JS
 

Di Paola administra una comunidad en la que hay nueve capillas repartidas en cuatro asentamientos. Él, que vive en uno de esos barrios, ha sido por seis años el único párroco. “Pero en marzo viene un cura de Buenos Aires para ayudarme y un entrerriano a hacer una práctica”, dice. 

Cada día se despierta temprano y reza. Luego atiende gente, planea actividades, visita esas capillas, viaja a la ciudad de Buenos Aires y a La Plata. Tiene 56 años; es hijo de un empleado bancario que se recibió tardíamente de médico y de un ama de casa; y es el mayor de tres hermanos criados en el barrio de Caballito. Es el único cura de su familia. En el colegio Dámaso Centeno, donde estudió, un grupo juvenil andino y un sacerdote llamado Raúl Perropato guiaron hacia el clero su vocación de servicio, que también podría haberlo llevado a ser un médico, un maestro rural o un enviado a África. 


En un estante de la biblioteca del Padre Pepe conviven imágenes del obispo salvadoreño Oscar Romero y de Don Bosco. Foto: JS
 

Mientras tanto, las necesidades materiales y espirituales en las villas no han cambiado demasiado. “Creo que en 2019 se va arrastrando un problema muy fuerte que tiene que ver con la falta de trabajo y las tarifas altas”, dice. “El alto costo de vida repercute en la clase media, que deja de contratar changas como cortar el pasto o pintar una pared. Esos trabajos, típicos de los barrios nuestros, se empiezan a caer y el panorama es bastante complicado”. Los planes sociales son el único soporte. “En la crisis de 2001, yo estaba en la villa 21 y ahí no había nada. Hoy, en cambio, los planes son un ingreso”.

En 1997, después de pasar diez años en tres parroquias de barrio, Di Paola había llegado a esa villa con el aval de Jorge Bergoglio, entonces arzobispo de Buenos Aires. “Tenía y sigo teniendo dos carismas fuertes”, dice, “trabajar con los niños y los jóvenes; y una opción preferencial por los pobres. Entonces, en la villa sentía que todo eso se daba en un mismo lugar y yo era como un maxikiosco: trabajaba las 24 horas”. 

Bergoglio fue también quien lo apoyó cuando los narcos lo amenazaron. Una vez, el ahora Papa Francisco contó en Roma una anécdota sobre Di Paola y uno de sus fieles: “Aquel hombre decía que el sacerdote [Di Paola] era un grande que le decía las cosas en la cara y que esto lo ayudaba a combatir”. A su vez, el Padre Pepe ha dicho que Bergoglio es un guía que en un momento de crisis de fe lo acompañó “como un padre, con gran delicadeza de ánimo”. Se vieron el año pasado, cuando Di Paola hizo un viaje a Italia. 

“El Padre Pepe es un verdadero cura que imita a Jesús”, agrega ahora Martha Pelloni, una monja que ha enfrentado al poder político y criminal. “Vive en la villa con los pobres, pero no solo eso, sino que además se ocupa de los más vulnerables, que tienen la pobreza de haber sido tragados por la adicción de la droga. Nos vemos en paneles y encuentros por temas comunes: Pepe es un hermano y un amigo”. 

Di Paola no cuenta demasiado sobre esa crisis de vocación en la que intervino Bergoglio, pero dice que la fe es como un camino de montaña. “Pasás por paisajes muy lindos y por algunos abismos”, explica. “Nunca es un paisaje monótono como el de una playa. Y uno puede estar a prueba muchas veces: he visto cosas muy chocantes y han muerto chicos y familias muy cercanas a mí. Uno se pregunta a dónde está Dios cuando pasa eso, pero lo que sé es que tengo que seguir adelante porque hay otros chicos que me necesitan. Dios está siempre, pero los hombres a veces no”.   


En 2008, Bergoglio y el Padre Pepe lavan los pies de los fieles en la capilla de la villa 21. Foto: cortesía del Padre Pepe.
 

En Santiago del Estero, donde partió entre 2011 y 2013, se acostumbró a dejar el auto con la puerta abierta y a viajar a las parroquias de los parajes. Vivía en un pueblo llamado Campo Gallo. 

“Aprendí a ver una iglesia más grande”, dice. También se interesó sobre la historia de los hacheros y el camino de la soja, y profundizó su relación con lo divino. “La tranquilidad de esos lugares te permite estar más conectado con Dios. Hay mucho tiempo en camioneta para visitar los parajes, estás dando misa y entran las gallinas... La naturaleza ayuda a fortalecer el vínculo”.


El Padre Pepe en su oficina. Foto: JS

Pero volvió apenas pudo. “Mi identidad pasa por la villa”, dice. “En la villa hay mucho por hacer”. De hecho, el tiempo de la entrevista ya se acaba y algunas personas se reúnen frente a la puerta de su oficina: lo están esperando. 

El Padre Pepe luce una camisa celeste gastada, tan gastada que se ve algo decolorada. Lleva el cabello un poco desprolijo y unas viejas zapatillas negras. Se ríe con la pregunta sobre su ropa. “Hasta que no se rompe del todo, no la cambio”, explica. “Soy medio… Soy muy simple en la vida”.

 

domingo, 22 de julio de 2012

Inducidos... De Alguna Manera...

Inducidos... 
 

Porque no hay nada que hacer. Las cosas son como son y lo único que podemos hacer es adecuarnos, tratar de ir pasándola lo mejor posible. Habituados por pura resignación, aprendimos a tomárnosla “con soda”. Por eso alegamos que “es lo que hay”. ¿Inducidos? Tal vez: en la vida cotidiana de los argentinos la mayor parte de los traspiés o conflictos son metabolizados como dificultades o, peor aún, circunstancias naturales, previsibles, ante las que nada puede hacerse. Abundan los casos clínicos elocuentes.

Millones de personas conviven durante varios días con montañas de basura apilada en las calles de Buenos Aires. No hay, empero, un solo cortocircuito. El enorme problema es encarado con ligereza espiritual. Nadie sabe bien quiénes o cuántos han resuelto clausurar los vaciaderos de residuos en apoyo de sus reclamos salariales. Las autoridades no tienen más alternativa que capitular ante la imposición. Organizaciones cooperativas de cartoneros de José León Suárez han clausurado el ingreso de los centenares de camiones que depositan la basura en las instalaciones de la Ceamse. Colapso total, la ciudad de rodillas, nada puede hacerse, nada se hace, nada se hará.

Al haberse santificado como procedimiento consuetudinario el mecanismo extorsivo, la Argentina se asume como país donde las garantías y los derechos carecen de limitaciones. La entera sociedad debe admitirlo y no hay funciones ni actividades, por más estratégicas y delicadas que sean, que estén exentas de ese manto de permisividad que todo lo autoriza y nada restringe. 

Asúmase el derecho inalienable que tienen los trabajadores de impulsar sus reclamos justos, ya sea por remuneraciones como por condiciones laborales mejores. No hay dudas de que el cartoneo, hoy más extendido, robusto e irreductible que hace diez años, es una consecuencia natural de la pobreza estructural sobre la que se apoya la vida cotidiana del país. Es claro, entonces: hurgan basura, la recogen, transportan y venden para sobrevivir.



Son millares de desgraciados habitantes carentes de trabajo legítimo. La Argentina aceptó sin embargo el cartoneo, a sabiendas de que se trata de gente que maneja desde el cuentapropismo más primitivo la basura que debiera ser recogida por las organizaciones de residuos que formalmente han sido contratadas para hacerlo. También se aceptan los cuidacoches, los lavavidrios, y ya es un dato natural del paisaje urbano que centenares de seres humanos sobrevivan en plazas, subtes, zaguanes y recovas. Aprendimos a tolerarlo. Sabemos cómo convivir con el infortunio social más hiriente sin chistar.

Pero en el caso de los recicladores la decisión de bloquear el ingreso de los camiones a los vaciaderos convirtió a la ciudad en rehén, socia compulsiva del desbarajuste, sujeto secuestrado de un pacto social venenoso. Ya no hay límites. Con un poco de decisión, audacia y aunque sea una mínima apoyatura social, todo es posible y nada es inconcebible. Foquismo callejero: yo hago lo que se me antoja porque nada puede pasar. Una masiva mayoría ha “aprendido” que es impotente ante abusos, desplantes, discrecionalidades y quitas crecientes de la libertad ambulatoria y del ejercicio de los más elementales derechos personales. Paradoja ácidamente descripta por un ubicuo político cordobés: en la Argentina es más fácil conseguir el documento de cambio de identidad de género que comprar cien dólares en un banco. 

Vueltas del destino: somos libérrimos y atropelladoramente vanguardistas en usos y costumbres en materia de vida amorosa y parentalidad, pero en la puerta de tu casa tenés tres metros de basura acumulada porque una cooperativa remota de personas que actúan sin restricciones resolvió instaurar aduanas interiores. Transgresores y muy modernos en la alcoba, autorizados para cultivar y fumar cigarrillos de cannabis, pero sumisos esclavos en la vida civil puertas afuera de casa. Mensaje del poder: acostúmbrense a que cada mañana deban salir a la calle sin saber qué nuevas prohibiciones, limitaciones o agresiones nos saldrán al encuentro.

No ha sido inevitable. Fue deliberado. Laboratorio social avanzado en sus descomunales ambiciones, la Argentina ha sido enseñada a que la impotencia es el latido cotidiano más previsible. Con todo convivimos. Con policías que roban e incluso matan. Con gobernantes que mienten y también abusan de sus facultades. Con profesionales de categorías estratégicas que intempestivamente interrumpen sus tareas y dejan aulas vacías, subterráneos suspendidos, hospitales desatendidos, comisarías clausuradas.



En la Argentina se despliega un juego de excepcional singularidad: es como si hubiera derecho para todo, pero cada vez menos garantías para que lo elemental sea protegido. Una década de sacralización de un mamarracho de permisos de todo género ha hecho de la Argentina una caricatura del estado de derecho. La ley es “reaccionaria”; en consecuencia los cartoneros pueden poner de espaldas a la capital del país, sometida a un desbarajuste urbano que, más allá de sus –en todo caso opinables– argumentos, está en condiciones de dañar severamente la vida cotidiana. ¿No es sugestivo que las palabras más habituales en la radio, la televisión y los diarios sean caos y colapso?

El aprendizaje de la impotencia (hay estudios académicos que tipifican en inglés este mecanismo como “learned helplessness”) conlleva consecuencias inmensas. En un anestesiamiento de hecho, la sociedad ha perdido reflejos. Adoctrinada en la inescrupulosa doctrina de los permisos irrestrictos, algo paradójicamente contradictorio sucedió: tantas supuestas libertades pergeñaron el asesinato o el achicamiento de un puñado de elementales garantías. Comprar y vender, así como viajar, se han convertido en permisos que otorga el Estado, todopoderoso, impávido, agresivo y exento de límites.

¿Puede ser algo simplemente casual que en el contexto de un país que se presume a la vanguardia del mundo en libertades existenciales, nuestra vida cotidiana esté sembrada de escollos, cepos, permisos y hechos burocráticos cada vez más irrestrictos?

© Escrito por Pepe Eliaschev y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 21 de Julio de 2012.