Pablo Neruda, Allende...
Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo.
De los desiertos del salitre, de las minas submarinas del
carbón, de las alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajos
inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de magnitud
grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un hombre llamado
Salvador Allende, para que realizara reformas y medidas de justicia
inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las garras
extranjeras.
Donde estuvo, en los países más lejanos, los pueblos
admiraron al presidente Allende y elogiaron el extraordinario pluralismo de
nuestro gobierno. Jamás en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en
Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al presidente de
Chile los delegados de todo el mundo. Aquí en Chile se estaba construyendo,
entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre
la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional, del heroísmo de los
mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución
chilena, estaban la Constitución y la ley, la democracia y la esperanza.
Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y
polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena, monjes falsos
y militares degradados. Unos u otros daban vueltas en el carrusel del despecho.
Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de Patria
y Libertad, dispuestos
a romperles la cabeza y el alma a cuanto existe, con tal de recuperar la gran
hacienda que ellos llamaban Chile. Junto con ellos, para amenizar la farándula,
danzaba un gran banquero y bailarín, algo manchado de sangre; era el campeón de
rumba González Videla, que rumbeando entregó hace tiempo su partido a los
enemigos del pueblo. Ahora era Frei quien ofrecía su partido demócrata -
cristiano a los mismos enemigos del pueblo, y bailaba además con el ex coronel
Viaux, de cuya fechoría fue cómplice. Estos eran los principales artistas de la
comedia. Tenían preparados los viveros del acaparamiento, los miguelitos, los garrotes y las mismas balas que
ayer hirieron de muerte a nuestro pueblo en Iquique, en Ranquil, en Salvador,
en Puerto Montt, en la José María Caro, en Frutillar, en Puente Alto y en
tantos otros lugares. Los asesinos de Hernán Mery bailaban con naturalidad
santurronamente. Se sentían ofendidos de que les reprocharan esos pequeños
detalles.
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Chile tiene una larga historia civil con
pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores y mediocres.
Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende.
Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada,
que aquí se hace llamar aristocracia. Como hombres de principios, empeñados en
engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos
a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio por
resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.
Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra
riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En ambos casos la oligarquía chilena
organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos los militares hicieron
jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas
en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos las casas de los presidentes fueron
desvalijadas por órdenes de nuestros distinguidos aristócratas. Los salones de
Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias al progreso
del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos aviadores. Sin
embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador
cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo acercaba más al mando
unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus propósitos. En todo instante
se vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre el medio en que vivía era tan
grande, y tan grande su soledad, que concluyó por reconcentrarse en sí mismo.
El pueblo que debía ayudarle no existía como fuerza, es
decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado a conducirse
como iluminado, como un soñador: un sueño de grandeza se quedó en sueño.
Después de su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los
parlamentarios criollos entraron en posesión del salitre: para los extranjeros,
la propiedad y las concesiones; para los criollos las coimas. Recibidos los
treinta dineros todo volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de
hombres del pueblo se secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más
explotados del mundo, los de las regiones del norte de Chile, no cesaron de
producir inmensas cantidades de libras esterlinas para la City de Londres.
Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un
gobernante que consultaba todas sus medidas. Fue el antidictador, el demócrata
principista hasta en los menores detalles. Le tocó un país que ya no era el
pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabía de qué
se trataba. Allende era dirigente colectivo; un hombre que, sin salir de las
clases populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el
estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y razones,
la obra de que realizó en tan corto tiempo es superior a la de Balmaceda; más aún,
es la más importante en la historia de Chile. Sólo la nacionalización del cobre
fue una empresa titánica, y muchos objetivos más se cumplieron bajo su gobierno
de esencia colectiva.
Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor
nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación. El simbolismo
trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del Palacio de Gobierno; uno
evoca la Blitz Krieg de la aviación nazi contra indefensas ciudades
extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo crimen en
Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante siglos fue el
centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo
tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte de mi gran
compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue
enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel
inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte,
con muestras de visible suicidio. La versión que ha sido publicada en el
extranjero es diferente. A reglón seguido del bombardeo aéreo entraron en
acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo
hombre: el Presidente de la República de Chile, Salvador Allende, que los
esperaba en su gabinete, sin más compañía que su corazón, envuelto en humo y
llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que
ametrallarlo porque nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado
secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura
acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo,
aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de
las metralletas de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.
© Escrito por Pablo Neruda el 14/09/1973 y publicado en el libro Confieso que he vivido, en Santiago de Chile. http://www.abacq.net
© Escrito por Pablo Neruda el 14/09/1973 y publicado en el libro Confieso que he vivido, en Santiago de Chile.