Romero, el obispo y el mártir…
Hoy se cumple el trigésimo aniversario del asesinato del arzobispo salvadoreño Oscar A. Romero, razón por la cual se rinden diferentes homenajes a su memoria. En un breve recorrido por su biografía, se debe destacar que monseñor Romero identificaba su actividad pastoral con el Concilio Vaticano II, sobre el cual había meditado desde 1965, al analizar sus documentos.
Romero consideraba que la Iglesia Católica había sido renovada por el Concilio y que el Espíritu Santo la hacía nueva, poniéndola acorde con los tiempos. Según él, había en la Iglesia una corriente renovadora que quería aplicar el Concilio y una conservadora, que lo quería frenar. Eran categorías usuales en los años 70.
Monseñor Romero sentía que pertenecía al grupo de los innovadores conciliares, con el Papa, de cuyo "amor grandísimo por el Concilio y sus conquistas" no dudaba, y con la mayoría de los obispos católicos.
Predicaba, en febrero de 1980: "A todos nos interesa saber que el Papa es quien más empuja por los avances del Concilio Vaticano II". Romero hablaba de "compromisos nuevos que la Iglesia, sin traicionar sus viejas tradiciones, debe asumir para ser fiel al momento actual, pero sin extremismos". Y también hablaba sobre "un nuevo espíritu, el espíritu nuevo de la Iglesia".
Pocos días antes de morir, Romero fue invitado a una asamblea de "teólogos del Tercer Mundo" en San Pablo, Brasil. En el agradecimiento por la invitación, que no aceptó, subrayó que el éxito de las teologías del Tercer Mundo dependía de la fidelidad al Evangelio y al magisterio de la Iglesia. Para Romero, si la teología de la liberación era rectamente comprendida, entonces se identificaba con el magisterio.
Después de su encuentro con Juan Pablo II, el 30 de enero de 1980, declaró: "El Papa me ha dicho que la defensa de la justicia social y el amor preferencial por los pobres son dos puntos fundamentales de la línea de la Iglesia. Personalmente, creo que el Papa piensa que una teología de la liberación bien comprendida es muy legítima".
Romero -señala el historiador Andrea Riccardi- no es sólo una figura mítica fuera de América latina. Para el catolicismo centroamericano, es un mártir que subraya el sufrimiento de un mundo marginado. Para las fuerzas de izquierda, su homicidio confirma la brutalidad de la represión y la justificación de la causa "San Romero de las Américas".
La batalla en torno a la oportunidad de su beatificación revela el carácter evocador de la persona. Una cierta interpretación de Romero en clave revolucionaria ha llevado a sectores de la izquierda política a hacer de él su estandarte. En verdad, monseñor Romero ha sido un obispo fiel al Evangelio y fiel al Concilio Vaticano II. Cuando Juan Pablo II, en 1983, durante su visita a San Salvador, al eludir las reglas habituales del protocolo, decidió detenerse a rezar ante la tumba de Romero, pronunció unas palabras luminosas: "Romero es nuestro". Es decir que la memoria de Romero es de la Iglesia y para toda la Iglesia.
Tan explícita ha sido esta voluntad de Wojtyla, que en el marco del Jubileo del año 2000, cuando se realizó la celebración de los mártires contemporáneos en el Coliseo, el nombre de monseñor Romero fue incluido por expreso pedido del Papa, ya que, en principio, no figuraba en el listado. En esa oportunidad, se recordó a Romero como "obispo mártir en el sacrificio del altar".
El mensaje de Romero asesinado era claro: amor por el Evangelio, comunicación del Evangelio, a pesar de las condiciones dramáticas en las cuales trabajaba, amistad y servicio a los pobres, actitud de servicio a la paz y a la reconciliación entre los hombres.
En esta perspectiva -y, justamente, al cumplirse el 30° aniversario de su testimonio martirial-, aparecerá en estos días una biografía de Roberto Morozzo della Rocca titulada Primero Dios. Vida de monseñor Romero (Edhasa).
En ella, Morozzo della Rocca presenta la figura del arzobispo salvadoreño de manera no ideológica, sino fuertemente anclada en el contexto histórico de aquellos años convulsionados, y restituye toda la grandeza del personaje. Esa biografía de Romero se basa en fuentes y en archivos eclesiásticos diocesanos y del archivo del mismo Romero, y quiere sostener el proceso de beatificación del obispo mártir.
Romero puso en el centro de su vida la predicación del Evangelio, como la Iglesia del Concilio puso en el centro de la vida cristiana la encíclica Dei Verbum: el amor por los pobres, como en la encíclica Lumen Gentium, que el prelado salvadoreño citaba muchas veces en sus sermones.
Según la tesis de los postuladores de la causa de beatificación, impulsada por el obispo de Terni (Italia), Vincenzo Paglia, asesor espiritual de la Comunidad de Sant´Egidio, Romero ha sido asesinado por odium fidei, por odio a la fe. Lo que molestaba de Romero era la Palabra de Dios, predicada como una espada de doble filo, que pone en vilo las mezquindades de los hombres, sus codicias y necedades.
Dialogar, encontrar a todos, no excluir a nadie ha sido el compromiso continuo de Romero para evitar hasta lo último la guerra civil en su país. Su muerte demostró, precisamente, que, una vez eliminado, la guerra se podía desatar, como acaeció. Por esto alguien ha hablado de Romero como el último mártir de la Guerra Fría.
Romero miraba a los hombres a los ojos. No consideraba las ideologías, sino que las rechazaba. En este cristianismo no ideologizado, sino encarnado, la sociedad en su conjunto puede encontrar en monseñor Romero un testigo valioso e inolvidable. Romero ha sido un mártir de la no violencia, como Martín Luther King, y no es casual que su estatua, junto a la del predicador bautista, la del pastor protestante Bonhoeffer y la de Gandhi, se encuentre en la fachada de la abadía de Westminster, por expresa voluntad de la iglesia anglicana.
La memoria de Romero debe ser custodiada junto con la de tantos cristianos mártires latinoamericanos, obispos como el cardenal Posadas, de Guadalajara; monseñor Gerardi, en Guatemala; Duarte Cancino, en Colombia; monseñor Angelelli y los padres palotinos, en la Argentina, y tantos religiosos, laicos y cristianos de otras confesiones que han dado la vida por su fidelidad al Evangelio.
La vida y el testimonio de Romero nos confirman las palabras del apóstol Pablo: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir".
El autor es director de la cátedra Juan Pablo II de la Pontificia Universidad Católica Argentina y miembro de la Comunidad de Sant´Egidio
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