Hipocresía
vaticana...
Guillermo
Karcher sostiene el micrófono papal. Foto: Cedoc
Si no fuera porque parecería
un presuntuoso juego de
enredo lingüístico, el título de esta columna sobre la “carta
robada al Papa” debería haber sido: “Inconmensurabilidad
interparadigmática”. Las abuelas lo llamarían “vivir en dos
mundos diferentes”, pero para los epistemólogos relativistas, la insuficiencia
de la razón a la hora de razonar es resultado de la inconmensurabilidad
interparadigmática.
Es racional que los
pensamientos sean determinados por las evidencias. Y que quien fundamenta sus
creencias en las evidencias sea una persona racional. Pero los relativistas
creen que hay múltiples formas de ser racional y que, cambiando simplemente lo
que se considera evidencia, es posible llegar a creencias justificadas contrapuestas.
Por ejemplo, para Galileo lo que se percibía al mirar por el telescopio era
evidencia de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Mientras que el prominente
cardenal Belarmino rechazaba la invitación de Galileo a mirar por el telescopio
porque él tenía una fuente mucho mejor de evidencia, que era la palabra de Dios
expresada en las escrituras sagradas de la Biblia. Ninguno de los dos estaba
siendo ilógico: Galileo y Belarmino operaban con sistemas epistémicos
fundamentalmente diferentes.
Para él, la palabra del santo
padre debe ser palabra santa (como la Biblia para Belarmino), y al preguntarle
a Bergoglio si había escrito alguna carta de salutación a Cristina Kirchner y
éste haberle respondido que no, nunca pudo imaginar que el Papa podía estar
distraído al darle la respuesta, que se podía haber olvidado o que podía no
saber que se había enviado esa carta en su nombre, y arremetió como un cruzado
suponiendo que esa carta era “trucha” y un “collage” hecho
con “muy mala leche”. El tema no son el
lenguaje y las formas de Karcher, quien si hubiera creído que
alguien estaba haciéndose pasar por el Papa podría haberse ofuscado (con “buena
leche”), sino cómo cada uno cree lo que cree.
Que tal cosa sea evidencia de
otra depende del paradigma en el que se esté, porque cualquier conocimiento
debe su estatus a la aprobación que le conceden nuestros valores sociales
contingentes.
Lo mismo nos sucedió a los
medios que, entre los dichos del Vaticano (representado por Karcher) y el
gobierno argentino, no
dudamos en creer que quien había cometido un error era el Gobierno.
Pocas veces como con la –primero apócrifa y luego real– carta del Papa a
Cristina Kirchner quedó en evidencia cómo podemos ser nosotros y no la realidad
los responsables de lo que conocemos y que no hay muchas normas de racionalidad
libres de contexto o supraculturales. Los miembros de un grupo, al compartir
valores sociales y políticos, perdemos conciencia de cómo éstos pueden
influenciar la forma en que ellos conducen nuestro trabajo, qué observaciones
realizamos y cuán bien evaluamos la evidencia con que contamos. No es
inhabitual estar inclinados por los valores a creer cosas para las que hay
evidencia insuficiente.
También tú.
Después vino la hipocresía vaticana,
que no pidió claramente
disculpas por el error de calificar de falsa una carta
verdadera del Papa. ¿Creerán su infalibilidad? No reconocer el error para no
darle más trascendencia puede ser una estrategia de comunicación, pero
éticamente es reprochable en una institución que hace de la moral su razón de
ser. En el diálogo
aclaratorio de Guillermo Karcher con Nelson Castro por radio Continental al día
siguiente, el representante del Vaticano habló con una soberbia y un tono
cortante que hacían
recordar más a un dictador militar que a un ‘ecumenista’.
Salvando obviamente las siderales distancias, vale recordar que a Galileo
recién le pidió disculpas Juan Pablo II, 400 años después.
La Iglesia demuestra con
estos hechos –no podría ser de otra forma– su condición humana tan llena de
fragilidades compartidas con todas las religiones, más allá de su utilidad
social. Para ellas, muchas veces los hechos terminan siendo
descripción-dependientes. Y el esquema que adopten para describir el mundo
dependerá de sus necesidades e intereses. Así, el mundo “es” en relación con la
teoría que tengan acerca de él.
Y luego aparece la hipocresía del propio Gobierno que,
una vez aclarado el episodio y a través de su embajador en la Santa Sede, en su
texto oficial exculpa totalmente de responsabilidad al Vaticano por el papelón
al que lo expuso durante un día y se queja de “los que sembraron dudas de la
autenticidad de la carta”; en lugar de criticar al ‘ceremoniero’ pontificio,
menciona el fastidio del Papa “con algunos medios que quisieron sacar agua de
la tierra árida para generar conflicto sin tener el rigor de informar con la
verdad a la sociedad”.
Pero con
el Papa no se metieron, haciendo lo opuesto de lo que antes
hacían cuando era arzobispo de Buenos Aires.
Es cierto que los medios
tratan de “sacar agua de tierra árida”. Y es un gran mérito cuando lo logran de
verdad. Desgraciadamente, aquellos que hicieron columnas de opinión explicando
por qué la carta del Papa era apócrifa quedaron desnudos revelando cuántas
veces hablamos como si supiéramos de cosas que ignoramos (problema inmanente de
todos los periodistas).
Y en el caso del biógrafo “oficial” de Bergoglio, el
periodista Sergio Rubin, esa desnudez fue
aun más patética porque se lo presuponía un verdadero especialista,
pero desde el Vaticano explicó que “cualquier persona conocedora de la Iglesia
se hubiera percatado –como dijo Karcher– de que una carta del Papa no podía
llevar el membrete de la Nunciatura, sino del Vaticano, salvo que la embajada
papal transmitiera un mensaje del Pontífice. Pero el de marras llevaba la firma
del Papa. Esto, más allá del tuteo a la Presidenta y los errores ortográficos”.
Pobre Rubin. Para él también
la palabra del Vaticano debe ser palabra santa, y cayó en la misma trampa epistémica de
considerar evidencia (irrefutable) lo que decía el ‘ceremoniero’ pontificio.
© Escrito por Jorge
Fontevecchia el Domingo 25/05/2’14 y publicado por el Diario Perfil de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires.