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domingo, 20 de septiembre de 2015

Fantasmas y misterios del faro más solitario…


Muy cerca de las Islas Malvinas, el faro de Cabo Blanco es uno de los más aislados de la Argentina. Viva acompañó a sus cuidadores durante una guardia en condiciones extremas.

En la inmensidad de la Patagonia, ellos vivirán dentro de una luciérnaga. Veinte días dura la misión, que consiste en lograr cada noche, con la luz de una bombilla de 100 watts, dar una señal que atraviese la distancia de múltiples horizontes de los que la vista humana es capaz de ver desde la orilla del mar.

Es una prueba de supervivencia: sobre ese peñón no hay agua potable, ni tendido eléctrico, ni señal de celular, ni wifi, igual que hace medio milenio, cuando lo avistó el navegante portugués Hernando de Magallanes, el adelantado.


El faro de Cabo Blanco es uno de los más aislados de la Argentina. Está al final del golfo San Jorge, en la provincia de Santa Cruz, allí donde la silueta del país parece darle un rodillazo al Océano Atlántico. Y queda en línea recta a sólo 535 kilómetros de las islas Malvinas.

Tan al sur ilumina que casi no comparte latitud con nada, apenas con un pedacito de Chile y la línea donde termina Nueva Zelanda. Su mapa es símbolo de confín, al punto que aparece bajo el compás de un capitán aventurero en la película La ballena, sobre los hechos que inspiraron la novela Moby Dick.


No es el Faro del Fin del Mundo que inspiró a Julio Verne, ni el que fotografían turistas de catamarán sobre el Canal Beagle: el faro de Cabo Blanco está aún más solo, a dos horas de camino pantanoso de la ciudad de Puerto Deseado y aferrado al continente por un istmo de arena y piedra de 800 metros. Cuando los hielos se derritan y crezca el nivel del mar, Cabo Blanco será una isla. O ya nada.

El faro se empezó a construir en 1915 y ese año se encargó a Francia su linterna inaugural. Pero el desarrollo de la Primera Guerra Mundial hizo que los envíos se retrasaran y que los síntomas de aislamiento se empezaran a notar. Puede decirse que el faro de Cabo Blanco cumple ahora cien años de soledad.


El objetivo de abastecerlo de energía solar y mantenerlo operativo durante las tormentas de viento o nieve está a cargo de dos hombres del Servicio de Hidrografía Naval, que en las tres semanas que lo cuidan protagonizan momentos singulares, entre ronquidos de lobos marinos y el vuelo de cormoranes.

Es una experiencia extrema, que dos enviados de Viva comparten desde el minuto cero.

Cambio de guardia. 


Es bruma lo que hace ver el contorno del cabo principal Lucas Sanagua como una sombra espectral. Su esposa le acaba de acercar la caña de pescar al Apostadero Naval de Puerto Deseado, donde se prepara para la partida. Es que si los víveres que lleva al faro se le acaban, tendrá que arrimarse al collar de espuma blanca que dibuja el mar y lanzar la línea salvadora.

Lucas tiene 36 años y está por cumplir los mil días en distintos faros: es su guardia número 50, de 20 días cada una. Estuvo en los de Quequén, Punta Mogotes, Querandí, Río Negro, San Jorge y éste, al que considera “el más solitario e inhóspito”. Lucas parece un protagonista de la película Días de pesca, de Carlos Sorín, filmada en Deseado, sobre un hombre que viaja al sur para enfrentar a su propia soledad.

Lo ayuda a cargar el remolque Cristian Ubeda, un cabo segundo de 24 años que lleva un telescopio, quizá para constatar si algún otro joven de su edad, en las costas de algún mar aún no descubierto, cuida del faro universal.

Salen a las 8 en una camioneta de doble tracción, que toma la ruta nacional 281 y dobla hacia la derecha, por la ruta provincial 14. Ya no es bruma lo que flota en el ambiente, es niebla total. El ripio rebota contra la protección de alambre que cubre el parabrisas, hasta que se acaba. Ya no es ripio lo que sustenta el camino, es arcilla blanda, que la garúa moja y convierte en pantano.

Queda más de una hora de camino. Hay que atravesar pequeñas lagunas, guardaganados, tramos carentes de señal. No hay nadie a la vista. El huellón engaña, luce firme, invita a pasar, pero es una ciénaga. La camioneta colea, por momentos navega. Empieza a aclarar. Un hueco en la humedad condensada del aire permite ver la huida de una manada de guanacos. Una encrucijada sugiere doblar otra vez a la derecha, por la ruta provincial 91.

Ovejas gordas de lana corren y saltan para huir de las miradas. Parecen nubes empujadas por el viento. Se divisa una enorme salina, de granos gruesos y esplendor vencido. Allí actuó Facón Grande, uno de los líderes de La Patagonia Rebelde fusilados en la represión de las huelgas rurales extendidas entre 1920 y 1921. Y allí trabajaron los habitantes de un pueblo que se asentó al pie del faro, hasta que la refrigeración de la carne ovina se hizo industrial y la sal, que antes la conservaba, dejó de ser negocio.

Un cartel avisa: “El ripio, el hielo y la nieve son peligrosos”. Pero los cañadones verdes indican que ya se está cerca. Un giro, un volantazo en zigzag, una curva como la de Ascari y ahí se ve el faro. Ahí está, en la frontera de la Argentina con el resto del mundo, quizá hasta de la Atlántida, seguro de tiempos color sepia en los que pasaban corsarios, cazadores de ballenas, Charles Darwin y Robert Fitz Roy.

La vieja guardia espera sobre el peñón. Saludan entusiasmados, están a punto de volver a casa. Uno alza los brazos como Rocky al hacer cumbre en las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia. El otro aceita un malacate que será clave para la operación de bajar la basura acumulada y subir los víveres y equipaje de los dos que se van a quedar.

Con un alambre-carril inclinado 36 grados, una canasta de acero y la camioneta que avanza para hacer fuerza y vuelve marcha atrás, suben valijas, tubos de gas, bidones de agua, baterías, combustible para dos generadores de emergencia, comida de cuatro changuitos. Todo supervisado por Benito, el perro callejero que no ha visto una calle en su vida, más rápido que las liebres, porque las caza, y luchador de igual a igual contra los zorros colorados.

Falta el agua que se necesita para el baño, el termotanque de uso racionado y la cocina. Como no hay napas, hay que ir a buscarla a una estancia, para llenar las tres cisternas que abastecen la casa.

Ahora sí: dos llegan y dos se van. Hay que subir 115 peldaños de cemento resbaladizo, una baranda imperfecta, una virgen, a los costados el mar. Cuando llegan los nuevos, los viejos les pasan las novedades: todo tranquilo, el faro anda, los navegantes se guiaron a la perfección, el banco de baterías está cargado, quedaron paquetes de fideos sin tocar.

Ya no hay bruma, tampoco niebla, pero el viento sopla y, de repente, los cuatro quedan envueltos en una nube. Y el faro es tragado por la tiniebla.

Leyendas de fantasmas. 


Dentro de la casa, hay una máquina de escribir Remington, una botella de whisky y una ventana al mar. Falta el espíritu de Hemingway para armar un relato de ficción magistral, una novela que traspase los límites de la realidad. Sobran, en cambio, narraciones increíbles sobre lo que pasa allí durante los segundos intermitentes en los que el faro descansa y manda la oscuridad.

Se dice que hay fantasmas que merodean, es especial el de un furriel, un administrativo que tuvo la Armada en la década del ‘50 y apareció agonizante junto al teclado. Su compañero en esa guardia fue a buscar ayuda y cuando volvió, ya no había nada que hacer. 

Recopiladores de historias, marinos y turistas perdidos afirman que la máquina escribe sola, que en la quietud de la noche se empiezan a accionar las teclas y que el alma en pena tiene algo que transmitir.

La Remington está entera, tiene su cinta negra entintada en posición y su rodillo con marcas de las últimas letras que alguna vez fueron elegidas. Durante la estadía de los enviados de Viva, no emitió sonidos, pero sí su leyenda.

El faro tiene a sus pies un cementerio con ocho cruces sin nombre, que nadie visita ni adorna con flores. Una de las tumbas está acorralada por barrotes de acero, como si fuera la cuna de un bebé. Fuera del perímetro de piedras blancas hay una cruz más, desterrada del conjunto, al cobijo de unas rocas.

Fotos antiguas muestran que el camposanto estuvo en peores condiciones, hasta que los serenos del faro lo arreglaron, lo pintaron a y apuntalaron las maderas que recuerdan la crucifixión. Hoy, igual, una apareció tumbada.

No hay placas, ni fechas, ni fotos de los que allí descansan. Pero sí respeto, porque han ocurrido cosas extrañas. Cuentan que un pescador, atascado en el barro, subió los escalones del peñón para agradecer la ayuda de un hombre que acababa de entrar a la casa.

¿De qué hombre habla? –le preguntó el suboficial a cargo.
–Del que acaba de entrar, el señor de bigotes, vestido de blanco –respondió.

–Es que acá no hay nadie más que yo…
Y no había nadie más. O tal vez sí.

Un hombre de bigotes cuidó del faro un siglo atrás, cuando iluminaba con mecheros, pequeña hoguera que imitaba la técnica del Faro de Alejandría. Y un hombre de bigotes suele asomarse por las ventanas, dicen los relatos, antes de esfumarse.

Una novela de misterio, Dónde enterré a Fabiana Orquera, de Cristian Perfumo, fue situada en esta zona.

Hace dos años, se constituyó en la base el Club Cabo Blanco Pesca y Rugby Club, una iniciativa para recordar a los antiguos habitantes del lugar y soñar con el regreso de los descendientes. El acta constitutiva fue escrita a mano en el Libro de Visitas del faro y establece como rito, antes de los partidos, “guardar un minuto de silencio en memoria de los viejos pobladores y en honor de las almas que fueron enterradas en el cementerio de Cabo Blanco”. La cancha está justo al lado.

Torreros en acción. 


Los destellos del faro son una señal de primera importancia náutica. Orientan a los navegantes, como las estrellas, cuando los instrumentos modernos dejan de funcionar. “Nuestro objetivo número uno es mantenerlo activo, controlar los paneles fotovoltaicos y que las baterías carguen y mantengan su autonomía de 10 o 15 días.

Un amigo, capitán de un pesquero, tiene GPS en el barco y lo último en tecnología satelital de navegación, pero él siempre me dice que hasta que no ve el faro a su derecha, no regresa tranquilo a Puerto Deseado”, resalta Lucas Sanagua, ex jugador de las divisiones inferiores de Aldosivi de Mar del Plata, equipo conocido como El Tiburón.

Es hora de subir los 95 escalones interiores que tiene la torre, un viaje circular de la oscuridad hacia la luz. Lucas y Cristian quitan allí el salitre del lente óptico, con una gamuza y alcohol.

El cabo principal se mete dentro de esa armadura de vidrio para cambiar la lamparita, alemana, de doble filamento. Si se quema uno, el otro sigue funcionando. El ayudante mira desde afuera de la coraza transparente y lo que ve detrás de Lucas es el mar al revés, en el lugar donde, sin ese lente en el medio, tendría que verse el cielo. Es el efecto de visión invertida.

Cada dos días limpian el óptico, que se cubre de sal porque el viento destruyó siete de los 10 vidrios de la cúpula, ventanales cóncavos de una pulgada de espesor que faltan reponer. Hay bombillas en stock. Cuando se acaben, serán reemplazadas por lámparas LED.

En 15 minutos, el ojo del faro mira otra vez impecable las crestas blancas del Atlántico, que van hacia Malvinas y vuelven con desolación. Alto en la torre, los guardias se asoman un instante al balcón oxidado. Y más alto aún aparece trepado el fotógrafo, sostenido por un arnés y sus piernas en una antena abandonada de hierro. Entre los 115 escalones del peñón y los 95 adicionales del faro, están a 67 metros sobre el nivel del mar. Son personas en medio de la Patagonia, a merced del viento, con la sensación térmica bajo cero, flotando a la altura del Obelisco, en una escena que no hubiera imaginado ni la escritora Virginia Woolf.

Al bajar, una estufa prendida, chocolates y barritas de cereal restablecen los movimientos de las manos moradas. La casa es enorme, para 20 personas, pero la mayoría de las habitaciones están heladas y semivacías. En una sala hay mesa de ping pong; en otra, el juego del sapo. Hay una mesa larga para diez comensales, pero sólo suelen comer dos. Los otros ocho, en todo caso, son invisibles.

Hay un cuarto de herramientas, un baño en buenas condiciones, una sala de máquinas y un lugar para la cucha de Benito. También, un transmisor de frecuencias de radio utilizado en la guerra de 1982, tan antiguo que parece parte del tablero de comandos de la serie El túnel del tiempo. En un armario se guardan libros de espías y novelas policiales. La clave está en Rebecca, de Ken Follett, y El misterioso señor Brown, de Agatha Christie, son dos de los consultados.

Se ve allí un ajedrez, el juego que jugaban los dos fareros de la novela La piel fría, de Albert Sánchez Piñol, mientras temían ser devorados por bestias de la noche salidas del fondo del mar.

En los estantes queda un hueco para guardar la máquina de escribir. Es la habitación del furriel.

A la botella de whisky le queda un sorbo más breve que lo que resta de esta crónica, pero de eso no hay que echarle la culpa ni a los torreros ni a los fantasmas. De eso, doy fe.

Formas.


Desde esta cima se ve el amanecer, el atardecer y miles de siluetas efímeras en la Tierra y en el cielo. Ahora son las nubes las que dibujan ejércitos de ovejas, castillos medievales, lluvias negras en el horizonte, nevadas blancas hacia el sur.

El faro se hace cómplice del Sol y marca la hora con su sombra. Entre las rocas puntiagudas se perfila el rostro de un indio, una lanza, estalactitas y lagunas. El guano de las aves pinta de blanco y bautiza el cabo. Cavernas de la costa muestran al navegante cejas y unicornios, varicelas suaves y agujeros de un queso gruyere.

Hasta el mar hace lo suyo, cuando se mete entre las piedras y busca un hueco para expulsar su chorro hacia arriba, como las ballenas. A ese lugar, las guías turísticas lo conocen como El Sifón.

Bajar por última vez del faro significa volver a meterse en la neblina. Faltan 39 escalones. En las paredes descascaradas, se dibuja una forma inesperada. Hay testigos. Es el rostro de un hombre. Con bigotes. 


© Escrito por Pablo Calvo el domingo 20/09/2015 por y publicado en la Revista Viva de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

 






domingo, 17 de noviembre de 2013

Los guardianes de Francisco... De Alguna Manera...

Curas que viven en la pobreza y ayudan a torcer el destino...


Gustavo Carrara, coordinador de los sacerdotes villeros y uno de los más queridos por el Papa, acompañó a Clarín al corazón de la villa del Bajo Flores y mostró historias de esfuerzo y superación. 

 
Un concierto especial. Por Pablo Calvo y Agustín Gorostiaga.

“Precaución, ha entrado en zona peligrosa”. La voz de la española que vive atrapada en el GPS suelta su prejuicio justo al llegar a la villa 1-11-14, pobre hasta de nombre, numerada por la dictadura militar en su plan inacabado de pasarle por encima con las topadoras.

Viven aquí 40 mil personas, tantas como las que entran en el Nuevo Gasómetro, que está enfrente. Estadio y barriada conviven, pese a que un antiguo presidente de San Lorenzo había sugerido barrer hasta Ezeiza a los “paraguayos, peruanos y bolivianos” que la habitan.

El Estado es un patrullero de Gendarmería, tres terminales de la tarjeta SUBE, una oficina de Acceso a la Justicia, planes clientelistas y un container donde se tramitan documentos de identidad.

El sol se clava como agujas en los vericuetos de las construcciones de tres pisos y, por un callejón, asoma Gustavo Carrara, un cura de vaquero y zapatillas parecido al guitarrista Eric Clapton, que se desabrocha su camisa para trabajar y deja suelto el alzacuello blanco que simboliza la resurrección.

Seguir sus zancadas es adentrarse en la villa que más ha crecido en Buenos Aires en estos 30 años de democracia, igual que los contrastes de esta Ciudad luminosa en su norte y postergada en este sur.

Mirar el suelo durante el camino hacia la parroquia Santa María Madre del Pueblo es encontrar desechos e ilusiones. El brazo de una muñeca, cristales rotos, la suela de lo que fue un zapato. Pero también se ven burbujas de soldaduras recién hechas, pastones húmedos de cemento y arena, montañas de viruta y aserrín. Es que construyen una escuela y una guardería, para que las madres puedan dejar seguros a sus hijos y salir a trabajar. Cuando se completó la losa, a la sombra de un jacarandá, los vecinos aplaudieron. Tenían un escudo más contra la intemperie de no saber leer y escribir.

En el celular me aparece un tuit del Papa: “Cuiden a las personas que no tienen lo necesario para vivir”, escrito el jueves pasado en Roma, a 11.125 kilómetros del Bajo Flores, donde también está Francisco, sonriente en un mural azulgrana, bendiciendo a los chicos que juegan en la canchita del Club Atlético Madre del Pueblo, frontera de contención.

Dos equipos se destacan de esta institución, creada en 2011 con menos pelotas que las que tiene una familia de clase media en su quinta de fin de semana: “Las Leonas del Bajo Flores” y los representantes del fútbol, que en los torneos infantiles FEFI a veces hacen de local en San Lorenzo, por el temor de los visitantes de entrar en la villa.

Las jugadoras de hockey son más de 200 y le pregunto al padre Gustavo si Las Leonas del Seleccionado Argentino saben de esta experiencia, porque seguramente ellas, o sus sponsors, pueden ayudar con ropa, palos y bochas: -No lo sé, pero un día, con mucha humildad, vino Cachito Vigil a dirigir un entrenamiento. Eso es un verdadero campeón.

El Diario de la Virgen, que imprime 10 mil ejemplares por mes, las presentó con el título “Así rugen en mi barrio” y con una bajada para la ilusión: “Las Leonas del Bajo Flores comenzaron a competir. Defienden los colores del club como nadie y son el orgullo de todos los vecinos y vecinas que se juntan para verlas pasar por los pasillos.

Ya empiezan a soñar con ganar un campeonato ”.

Con un silbato y un rosario, Hugo Portillo colabora en los entrenamientos y nunca se saca la remera azul con vivos blancos del club, cosida a mano por las costureras del barrio. La camiseta refuerza el sentido de pertenencia. El ayudante acompaña a los chicos en las excursiones a Casa Amarilla, donde el departamento de acción social de Boca Juniors los hace participar de charlas sobre valores. 

A la hora de la siesta, se enciende la mezcladora de cemento de los hermanos Ramírez, refugiados a la sombra de una pared de dos metros en la que está pintada la Virgen María. Oscar, Alberto y Juan fueron contratados para rellenar los cimientos de un hogar para ancianos y madres solteras.

La villa existe desde hace 38 años. La pobreza de sus habitantes, desde hace más, porque vinieron de las provincias del norte argentino y de países limítrofes empujados por la falta de oportunidades. En la mezcla de esas culturas, quedó la constante de querer superarse: “De las casas de cartón pasaron a las de chapa; de las chapas pasaron a los ladrillos y de los ladrillos, a las losas. Ahora, las casas tienen tres pisos. Desde afuera, dicen que son inseguras, pero esta gente construyó media Buenos Aires, saben trabajar, porque son los albañiles que hicieron la Ciudad”, destaca el padre Gustavo, párroco de Santa María Madre del Pueblo y coordinador del equipo de 22 sacerdotes villeros que ayudan a cambiar su destino a las 160 mil personas que viven en los barrios porteños precarios.

¿Quién es este hombre, tantas veces visitado por Jorge Bergoglio, el Papa que pide una Iglesia pobre para los pobres? ¿Cómo es su casa? ¿Por qué los vecinos lo consideran uno más de ellos?

Gustavo Oscar Carrara nació el 24 de mayo de 1973. No había cumplido un año cuando la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) asesinó a balazos a un cura obrero emblemático de la época, Carlos Mugica, de la Villa 31 de Retiro y del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.

En 1986, Gustavo entró al seminario en Devoto y se ordenó sacerdote hace 15 años. Es hincha de Boca, pasajero de colectivos, lector de “Crimen y Castigo”, dueño de un termo de aluminio y heredero de la biblioteca del padre Rodolfo Ricciardelli, uno de los primeros curas que eligió vivir en la 1-11-14.

Nada hace Gustavo sin escuchar primero a los vecinos y a los curas más jóvenes que están con él, Hernán Morelli y Nicolás Angellotti, quienes suelen cruzar la avenida Perito Moreno para ir a dar misa en la capilla de San Lorenzo, construida con dinero donado por el actor “cuervo” Viggo Mortensen.

Por no tenerle miedo a las dificultades, Gustavo se parece al cura interpretado por Ricardo Darín en “Elefante Blanco” . Y su vida es un contraste con la del religioso alemán Franz-Peter Tebartz-van Elst, llamado “el obispo del lujo” por haber gastado 41 millones de euros en renovar su palacio.

Gustavo no conoce el Vaticano y nunca salió de la Argentina. Vive en un cuarto de 12 metros cuadrados, apretado por libros, una puerta de madera y cama de una plaza con un detalle indeleble, la colcha llena de escudos de Boca. Y ese es otro de los motivos de comunicación permanente con el Papa, las bromas futboleras. Que Dios es Cuervo, que Dios es Bostero...

“No es correcto que nos digan ‘Los curas preferidos de Bergoglio’. De ninguna manera es la opción por un grupo de curas: es la opción preferencial del obispo por las zonas más vulnerables, en la periferia de las diócesis, para acompañar a la gente. Como decía el padre Lucio Gera, un gran teólogo argentino, nosotros somos los que tenemos que agradecerles a los vecinos de las villas que nos hayan hecho un lugar en su corazón, en sus dolores, en sus alegrías”, dice Gustavo, mientras suenan unos violines.

-¿De dónde viene esa melodía?- pregunto intrigado.

-Son los chicos de la Escuela de Música, que preparan un concierto en el auditorio de la Universidad Católica de Puerto Madero. A los pibes que no juegan fútbol, hockey o patín, intentamos acercarlos al arte. Tratamos de darles las oportunidades que no tuvieron.

La presentación es el cierre de todo lo aprendido durante el año y por eso el patio se puebla de un murmullo nervioso, porque son las horas previas al momento estelar.

Aparece Keila, una nenita de vestido negro y mechón rojo, que sueña con ser violinista y volar más allá de los tejados. Pasa a su lado Jorge Luis, como Borges, pero amante de la cumbia y el reguetón.
Ensayan “Oda a la alegría” y Beethoven se asoma al Bajo Flores.

“No será un concierto más, porque implica romper barreras”, suelta Mailén Ubiedo Myskow, directora, profesora de violín ad honorem , igual que los 15 voluntarios que enseñan a 50 chicos (reciben ayuda en la página www.facebook.com/escuelademusica1.11.14).

Un vendaval de arena interrumpe la afinación de los instrumentos, pero las notas ya están listas para escapar del pentagrama.

De la villa al puerto de los rascacielos y los yates, un micro naranja atravesará las barreras de lo imposible

El coro de tres mujeres y dos varones prueba con “Seminare” , de Serú Girán: “Te doy Dios, quieres más, es que nunca comprenderás, a un pobre pibe” .

Mila, Alexia, Silvina, Jimena, Geraldine, Carlos, Luciana, Valeria, María, Hillary y Brisa toman posición en el auditorio Santa Cecilia, la patrona de la música. Es el momento de demostrar que se pueden superar dificultades, que la villa -además de sufrir los azotes de las drogas y la violencia- tiene otra cara. El silencio que precede al concierto es un espacio infinito.

El padre Héctor Morelli improvisa unas palabras, que interpelan a los espectadores: “Están invitados a visitar nuestro barrio.

No es el zoológico ni el far west.

Es un lugar donde tratamos de cuidarnos entre todos”.

La música empieza a sonar. Nicole, Zaira y Nashville se animan en el teclado con melodías a cuatro manos. Se prepara el coro de música popular y sube la orquesta de cuerdas, donde la clave está en escuchar al otro.

Sollozan los violines, la tribuna se emociona y yo confirmo que el GPS estaba equivocado.

© Escrito por Pablo Calvo el domingo 17/11/2013 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.