“Mi padre fue
obstetra en la maternidad clandestina de Campo de Mayo y no lo perdono”…
Un efecto inesperado
vuelve como un boomerang sobre los impulsores del 2x1: alzan la voz hijas de
represores que, paradas sobre las premisas de memoria, verdad y justicia,
condenan lo hecho por sus padres. Quieren reunirse, aportar datos, ayudar.
Aquí, el relato de Erika Lederer, hija de un genocida que formó parte del plan
sistemático de robo de bebés desde Zona Norte.
© Escrito por Guillermo Lipes (Agencia Telam) Publicado el miércoles 24/05/2017 por la Revista Anfibia de la Ciudad Autónoma de la Ciudad de Buenos Aires.
Ricardo Lederer fue uno
de los genocidas que actuó en el centro clandestino de Campo de Mayo durante la
última dictadura cívico-militar. Fue uno de los obstetras responsables del robo
y apropiación de bebés orquestados desde la maternidad ilegal instalada allí.
También intervino en los llamados ‘vuelos de la muerte’, cuando los represores
tiraban a detenidos-desaparecidos vivos al río o al mar. Formó parte del
levantamiento carapintada y, cuando dejó de ser militar, integró la Policía
Bonaerense, trabajó para la empresa Techint y los astilleros Astarsa, emblema
en Zona Norte. Lederer se suicidó en 2012, horas después de conocerse la
restitución de identidad del nieto recuperado 106, Pablo Javier Gaona Miranda,
con cuya firma el médico había avalado la identidad falsa con la que fue
entregado a sus apropiadores. Ayer, el genocida volvió a ser noticia. Pero no
por su accionar sino por el de su hija, Érika, dispuesta a abrir su historia y
convocar a otros hijos de represores que rechacen lo hecho por sus padres y
sostengan las premisas de memoria, verdad y justicia.
A través de
un texto publicado en Revista Anfibia, una entrevista brindada a Télam y un
mensaje ya ramificado por doquier, instó a juntarse a quienes padecieron y
padecen lo mismo que ella. A construir desde el lugar “de mierda” que les tocó:
“Ahora bien, ¿juntarnos para qué? No para seguir regodeándonos en nuestros
dolores, sino para organizarse con miras a aportar datos a los familiares que
aún hoy buscan justicia, nietos y poder llorar sus muertos. Cuando la palabra
circula la historia permanece viva. Cuando nombramos generamos presencia. Y es
entonces que podemos estar seguros de que no nos han vencido”.
“No lo
perdono, no sé si lo odio. También me preguntaron si lo quería, pero no me hago
esa pregunta… No tuve odio, tuve tristeza porque quise que cambiara…”,
respondió la joven cuando le preguntaron su odiaba a su padre. Dos días después
de la marcha contra el fallo de la Corte, en la convocatoria contra el 2 x1,
Erika escribió en su Facebook: “Pienso en voz alta: Los hijos de genocidas que
no avalamos jamás sus delitos, esos que gritamos en sus caras la palabra
asesino y Memoria, Verdad y Justicia, por pocos que seamos, podríamos juntarnos,
para aportar datos que hagan a la construcción de la memoria colectiva”.
En la
entrevista concedida a la agencia oficial, la mujer explicó: “La expectativa es
que se vaya sumando gente para generar relatos de estas historias que dejaron
huella. Y para eso hay una página de Facebook en la que vamos encontrándonos.
Se llama Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía. Nos va a servir
para reconstruir nuestros relatos, rellenar algunas lagunas y lograr historias
habitables. Nos vamos juntando de a poco. Es muy loco no haber tenido conexión
antes. Lo primero que dije es que no voy a perder un minuto en discusiones que
ya no doy porque la queja no sirve de nada. La consigna es reunirnos para
aportar datos, contar historias que a otros les sirvan. Reunirnos para sanar
porque no hay noción de los daños que aún se siguen produciendo. También
destaco que no nos ponemos en pie de igualdad con los hijos de desaparecidos.
En todo caso estamos al servicio, pero no nos sentimos con voz”.
“LOS HIJOS DE GENOCIDAS QUE
NO AVALAMOS SUS DELITOS, QUE GRITAMOS EN SUS CARAS LA PALABRA ASESINO Y
MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA, POR POCOS QUE SEAMOS, PODRÍAMOS JUNTARNOS Y APORTAR
DATOS”
Aquí, el texto completo
de Érika Lederer publicado en Revista Anfibia:
Me llamo
Erika, con K, porque en noviembre de 1976, en Salta, un par de botas metieron
el miedo suficiente en el Registro Nacional de las Personas como para que nadie
se opusiera a anotar un nombre que no estaba permitido. No supe nunca de qué se
vanagloriaban al contar esa anécdota. Imaginarlo es sencillo: se jactaban con
alegre impunidad, del poder que a diario ejercían en las pequeñas
cotidianidades.
No llegué a
cumplir un mes en la provincia norteña. A mi viejo, médico obstetra y
carapintada, años más tarde, lo trasladaron a La Plata. Recuerdo y sé que se
conservan fotos del festejo por el campeonato mundial de fútbol en la plaza de
aquella ciudad. Para el año ‘79 estábamos en Campo de Mayo, uno de los grandes
centros clandestinos de detención. Mi viejo era uno de los obstetras de la
maternidad que allí funcionaba. Allí, ese mismo año, nació mi hermano.
Tengo algunos
recuerdos de esos años, como cuando destruí la guardería que tenían para los
hijos de los milicos. Me veo saltando de cuna en cuna, despertando bebés.
Recuerdo también una jirafa enorme, grande muy grande para mis dos años y ocho
meses. Tengo presente también las palizas que recibía por infiltrarme entre las
botas durante los desfiles.
Fue cuando
estaba en tercer grado, alrededor del año 1984, cuando algo del relato familiar
empezó a no encastrar. Esas grietas en la historia son las que poco a poco
fueron sembrando dudas y desconfianza en relación al relato hegemónico
familiar. Ni Papá Noel existía ni mi viejo era tan bueno.
De esa época
recuerdo mis problemas para vincularme, el asma y el miedo a hablar. Algo no
encajaba en mi pequeña lógica. Un par de años después, siendo todavía una
estudiante primaria, escuché de boca de mi viejo -entre otros relatos- el de
los vuelos de la muerte. (Nunca pude entender cómo se las arreglaba con el
Juramento Hipocrático ya que la paradoja es insalvable: la mano que cura es la
misma mano que puede torturar, dar a luz, decidir sobre la vida y también,
criar, acompañar al colegio, abrazar y golpear. Un devenir incesante de
disociaciones, ninguna gratuita).
También
recuerdo el no poder hablar, los golpes, la vergüenza, los textos prohibidos,
las películas vedadas y, principalmente, lo mal fundado de los argumentos por
los cuales habría uno de creer su visión de la historia era la correcta. Creo
que todo ello fue deslegitimando la figura paterna y me permitió interpelarlo e
interpelarme.
Para ese
entonces, se escondían ejemplares de Página/12 en casa como parte de los temas
de los que no se podía hablar, en especial con Mercedes. ¿Qué tenía de
particular la familia de mi compañera de colegio? Puedo decir que agradezco
infinitamente haber tenido luego una cantidad inmensa de Mercedes que me
abrieron los ojos. Lo extraño es que ellos nunca supieron todo lo que sembraron
en mí. La duda quiebra lo hegemónico.
¿Por qué hay
tantas cosas de las cuales no se puede hablar? ¿Por qué papá aparece en un
diario? Página/12 lo había escrachado por defender a Camps (y uno va creciendo,
leyendo –nada más hermosamente subversivo, para usar el término que ellos
entienden– e informándose respecto de quiénes eran esos personajes siniestros).
Pero hay edades donde no se cuenta con esa información o no se la puede
abordar. Un niño no está preparado para asimilar que sus padres no hacen bien
las cosas.
El 24 de
marzo de este año mi hija menor, Alba Libertad, me preguntó con sus 9 años
(¿será casual la adquisición de conciencia a esa edad?), si de vivir, su abuelo
estaría preso. “Sí”, le respondí de inmediato. Nunca la vi llorar como ese día.
Nunca. Algo se había quebrado en aquella niñez, pero no podía ser de otro modo.
Recordé que a esa edad yo le preguntaba a mi viejo si él había matado. Hay
preguntas de las cuales no hay regreso posible, porque son de algún modo
mayéuticas y nos solicitan como sujetos. Al salir de la caverna, después de
encandilarse y ver las imágenes verdaderas, el esclavo debía regresar para
contar lo que había visto fuera de ella.
Que la verdad
duele es cierto, pero es necesaria, para poder construirse como sujeto. Y eso
vale también para los que debemos hacernos cargo de la mierda que nos toca. No
se puede vivir eternamente disociado.
A los hijos
de los milicos -y más si tu viejo era comando y carapintada- nos formaban en
ciertos valores más que en otros; es decir, se nos educaba para ser gallardos.
El peor defecto que podíamos detentar era el de ser cobardes. Agradezco que
haya sido así: había que tener valentía para mirar al verdugo a los ojos y, aun
así, mantener la palabra. Memoria, Verdad y Justicia. Clarito y sin claudicar.
Todas esas
inquietudes, esas fisuras dentro del relato totalitario paterno, estallaron
cuando tenía 15 años, quizás todavía 14. Si el tipo que debía cuidarme
encañonaba a mi vieja delante mío, era capaz de cualquier otra cosa. Lo
personal es político. El respeto a un Otro, los abusos de autoridad y de poder,
la violencia como modo de disciplinamiento se juegan dentro y fuera del seno
familiar. ¿Si mi viejo podía golpearme con la ferocidad que lo hacía, siendo su
hija, por qué no lo haría con personas desconocidas?
“QUE LA VERDAD DUELE ES
CIERTO, PERO ES NECESARIA, PARA PODER CONSTRUIRSE COMO SUJETO. Y ESO VALE
TAMBIÉN PARA LOS QUE DEBEMOS HACERNOS CARGO DE LA MIERDA QUE NOS TOCA”
Tendría
alrededor de diez años cuando recogí un gato de la calle. Por si no lo saben:
los felinos no son los animales preferidos de un castrense. Entendí, tijera de
jardinero mediante, que lo de las siete vidas es puro camelo. El gato fue
desechado en una bolsa negra de basura. Estos métodos terminan por amedrentar
cualquier subjetividad.
Otra cosa que
intenta quebrar un milico es la voluntad; nada de sacar los pies fuera del
plato. Estudié Derecho (aunque me gustaba la filosofía, carrera vedada) con un
único objetivo que me acompañó año a año: recibirme e irme de esa casa. Para
ese entonces mi viejo ya no era milico, pero lo había receptado la Policía
Bonaerense, Techint y los Astilleros Astarsa. Recuerdo la última golpiza, ya de
grande, después de que me encontrara un periódico troskista. Entré a mi
habitación y vi todo dado vuelta, como en las requisas dentro de lugares de
encierro. Me juré irme y nunca más volver, cosa que sucedió.
En agosto de
2012 recuerdo haber festejado la aparición de Pablo Gaona Miranda, el nieto
106. Durante la noche y acorralado por la situación judicial mi viejo decidió
quitarse la vida. Se hizo justicia popular.
Poner en
cuestionamiento (en duda) el relato totalitario paterno es necesario como
primer paso para la toma de conciencia (mi viejo no está haciendo las cosas
bien). Y en relación a la identidad, vivir bajo el yugo de la incertidumbre y
de no saber quién es uno, no es algo que posibilite la construcción de una
subjetividad sino lábil.
Cuando se
comunicaron desde Abuelas ante la posibilidad de que mi ADN fuera compatible
con los aportados al Banco Nacional de Datos Géneticos (BNDG), la primera
sensación que tuve fue la de traición. Hiciera lo que hiciera estaba
traicionando; o bien a quien me crió o bien a mis propias convicciones que son
las que me llevaron a la sede de Abuelas (Virrey Ceballos 592), y luego al
Durand. Lo cierto es que no fue compatible y esto implicaba hacerse cargo de
que era la hija de este personaje. Desde esa certeza es que pude hablar y
asumir el camino que me tocaba. Un camino no elegido, pero que sin embargo me
es propio. Por esa razón, y siendo existencialista, no sentí necesidad de
cambiar mi apellido, pero sí un compromiso genuino con la búsqueda de la
verdad.
El milico
suele ser implacable y hay que estar preparado para defender una idea (Julio
López es un argumento en este sentido).
Mientras
escribo esto, mi hijo me envía un mensaje de texto preguntándome si su abuelo
se había suicidado. Hasta ahora sabía todas las cosas que había hecho, incluso
sabía que si su abuelo viviera estaría en cana. Pero no sabía cómo había
terminado. No creí oportuno hablarle del suicidio a su edad, me parecía una
crueldad innecesaria. Sin embargo hoy debo responder esta pregunta de la única
manera posible, con la verdad. Y el dolor de niño otra vez.
Además, no olvidemos, que nunca se arrepintieron. Mi viejo jamás
se arrepintió.
Cuando leí el
artículo de Anfibia sobre Mariana, la hija de Etchecolatz, se me vinieron a la
mente -y al cuerpo, principalmente- mil recuerdos. Es difícil deshacerse de
ellos; son como una música en sordina, para nada alegres por cierto. La
disociación, la culpa, la angustia (porque uno puede comprender racionalmente
que no tuvo nada que ver, pero carga la piedra de Sísifo de todos modos)
encuentran a la palabra como cura, como instrumento para nombrar y generar
presencia, quién sabe si una anécdota no viene a completar lagunas o dar un
poco de luz a los relatos de familiares que aun hoy buscan respuestas.
Cuando ellos
piden olvido, nosotros tenemos el deber cívico y humano de dar presencia y
memoria; la palabra nombra y mantiene vivo el relato. Por eso el relato de
Mariana emociona, convoca y, en cierto modo, obliga. Nos interpela a contar;
decir lo que sabemos, por poco insuficiente o mal articulado que sea. Coadyuvar
a la construcción de la historia es un compromiso colectivo. Todavía faltan
nietos por aparecer y cuerpos por despedir (hasta en la edad antigua se les
permitía sepultura a los muertos del enemigo).
Leer el
testimonio de la hija de Etchecolatz me genera, más allá de la angustia por los
recuerdos, la posibilidad de transformarlos en acción plena de sentido, lo cual
es más útil y consecuente. Así surgió la idea de juntarnos. Hijos de milicos
genocidas, bajo una única consigna inclaudicable: Memoria, Verdad y Justicia. Y esto es necesario dejarlo más en
claro que nunca por el contexto actual: se reciben a familiares de genocidas en
oficinas de gobierno, se otorgan beneficios en la ejecución de las penas a los
genocidas condenados, se hizo campaña (y se ganó una elección) contra el
“curro” de los derechos humanos y el más alto órgano jurisdiccional argentino
desoye instrumentos internacionales en la materia y argumenta y sentencia en
favor de aplicar la famosa pero no vigente ley del 2×1. Esto es borrar lo
logrado con años de lucha. Es increíble que se vuelva a escuchar hablar de dos
demonios. Fue uno y se llamó Terrorismo de Estado. No hay reconciliación
posible con las Pandos. En el año 2012 hubo justicia, porque o bien mi viejo
terminaba preso en el penal de Marcos Paz o terminaba como terminó. ¿Qué
respuesta judicial habría hoy para un caso como el de mi viejo?
Ahora bien,
¿juntarnos para qué? No para seguir regodeándonos en nuestros dolores, sino
para organizarse con miras a aportar datos a los familiares que aún hoy buscan
justicia, nietos y poder llorar sus muertos. Cuando la palabra circula la
historia permanece viva. Cuando nombramos generamos presencia. Y es entonces
que podemos estar seguros de que no nos han vencido.
“CUANDO ELLOS PIDEN
OLVIDO, NOSOTROS TENEMOS EL DEBER CÍVICO Y HUMANO DE DAR PRESENCIA Y MEMORIA”
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