Haciendo tiempo…
El futuro está en el futuro y habrá que llegar para
confirmarlo. Quien asome de la final del 22N deberá jurar vestido de overall y
por coche presidencial utilizar uno del Servicio de Bomberos.
Cada tres meses una citación altamente sensible sacude mi
biografía: debo ir en persona a probar que estoy vivo. Levemente kafkiano este
acto tiene lugar en un Banco y como ya se instaló en mi costumbre lo asumo con
calma. De acudir o no, depende cobre una flaca jubilación que me obliga a no
desactivarme. Este certificado de supervivencia que impone el Anses es, seguro,
un adelanto de la civilización. Y, su instancia decisiva se asienta, como digo,
en esta trimestral obviedad: demostrar que estoy vivo.
Son dos minutos. No duele. Pruebo mi identidad y veo cómo
tras la reja, el cuidador del dinero manipula y verifica. El protocolo de este
trámite siempre es grato y me atienden con una cortesía que llega a turbarme.
Estimo que los empleados aprecian en mi cuerpo una fragilidad que mi cerebro no
registra (o al menos no me informa). Esta curiosa disrupción me empuja a ser
protagonista de una secuencia que se convirtió en mi clásico trimestral. No
bien Ingreso a la sucursal, y sea corta o larga la cola, me abren el paso como
si se tratara de un obispo, una ex presidente o cosa así. Esta atención casi
hospitalaria se evidencia más cuanto mayor es el número de clientes en espera.
Es este caso, el privilegio de ser atendido en primer lugar me avergüenza un
poco. Supongo que se trata de una pulsión obrera que guarda mi persona. Un clic
que me alegra llevar.
Solo una vez (julio de 2014) varió la escena de mi
peregrinación al Banco. Una mujer con beba en brazos iniciaba la fila por lo
que me situé detrás de ella, a la espera. Al indicar el cajero que el siguiente
debía ser yo, cedí el beneficio a la madre quien no quiso aceptarlo. Insistí,
también ella y la puja trivial se zanjó con argumento oportuno: “su beba debe
pasar antes que nosotros”. Hubo sonrisas de conformidad en la fila, adhesión
ante la que (no lo ví, pero lo se) “me puse colorado” Una frase que ya no se
usa, pero que por añosa podría también servirme de prueba de supervivencia (en
este caso, guardada en el subsuelo del lenguaje)
Y prosigo. Tras comprobar mi existencia en el mundo el
cajero me devolvió la cédula saludándome con una onda, además de buena,
expansiva.
–Cuidesé, don. ¡Lo espero el 31 de enero, eh!.
Su deseo y su gesto resultaron tan fantásticos que me vi
impulsado a no se donde y sin saber cómo. Lo cierto es que al salir fui
sorprendido por un calor espeso que me mareó. Un diariero me ofreció asiento y vaso
de agua. Durante unos minutos permanecí entubado, como la vez que descendí a un
refugio atómico, en Zurich. Al reponerme lo primero que pregunté fue donde
estaba y que día era. La respuesta casi me noquea. El deseo del cajero
proseguía su curso glorioso: “estaba” en Buenos Aires y “era” 20 de enero de
2016. Siendo así, vivía y coleaba, ahora con flamantes 86 cumplidos en un
diciembre que mi memoria no guardó. En pocos días más debería volver al Banco a
renovar mi crédito de vida. Y agradecer al cajero, claro.
No me fue fácil sostener el suceso. Cosa es decirlo y
otra habituarme a sorpresa tan inmensa. Dudé, compré un diario y me interné en
la plaza a pensar y confirmar. Y allí, cual pequero que morosamente vistea su
chance, chequeé el calendario del celular. Un 2016 flamante se paseaba vacío
por la agenda virgen. Abrí el periódico, y nomás de arranque, me atraparon dos
noticias de tapa. En Canadá habían verificado que los medicamentos falsos
(placebos) respondían mejor que los normales, lo que complicaba “la aprobación
de nuevos fármacos”. Fue un primer glup.
El siguiente título me hizo alzar la
vista hacia la Capilla Sixtina del jacarandá y quedar en Babia. Los chinos
habían concretado otro trasplante de cabeza seccionándola del cuerpo de un
donante cadavérico. El Adán en emergencia había mostrado leves temblores
vitales durante cinco minutos. La prensa mundial se plagiaba a sí misma en la
frase “Pequeño paso de un neurocirujano pero gran paso de la humanidad”. La
primicia me sacudió con tres glups.
Pero… ¿Y el país? ¿Qué había sucedido en el país desde
aquel 30 de octubre en el Banco? No era justo anteponer la peripecia privada al
flash sobre lo sucedido después del 22 de noviembre. La inquietud del lector
era también la mía y con avidez comencé a recorrer las páginas.
Di primero en títulos genéricos como “Macri en Berlín”,
“Scioli en Italia”, ansiedad que pronto aquietaron dos subtítulos: “El
presidente negocia ayuda alemana”, uno, y “Abren sucursal de La Ñata en
Toscana”, el otro. El tamaño de estos futuribles me dejó sin aire. También leí
que los ministros ya no eran de un solo partido y que la mayor parte de las
noticias se ocupaban de urgencias sociales en arrastre. Más rápido pasaba de
hoja en hoja más datos aumentaban mi estupor. Fuera como fuese ya nada sería
normal. Un susto me rizó los nervios.
Recordé un cuento inglés en donde un
apostador de carreras encuentra un sábado un diario del día siguiente con los
nombres de los caballos ganadores. Tras una noche de Insomnio acude el primero
al abrirse las ventanillas. Esa tarde no para de apostar y ganar libras con
pala. Al salir del hipódromo siente el peso de una piedra en el pecho, de
detiene jadeante y acaba desplomado sobre el asfalto. El periódico que llevaba
cae a su lado y una ráfaga repentina mueve sus páginas. Cuando se aquietan
queda visible la de la sección Necrológicas y en ella, la primicia que no llegó
a leer el día anterior.
Nunca me gustaron las carreras de caballos. El futuro
está en el futuro y habrá que llegar para confirmarlo. Las palabras han sido
dichas y ahora hay que llenarlas. Se acabó el verso. Quien asome de la final
del 22N deberá jurar vestido de overall y por coche presidencial utilizar uno
del Servicio de Bomberos. No tendrá minuto que perder.
Desactivar conflictos será misión de cada día. Al país
nunca se le había prometido un paisaje político tan amplio y atractivo como el
escuchado en 2015. Ahora se trata de convertir la esperanza social en historia
cotidiana. Espero vivirlo. O seguirlo desde el Purgatorio. Al paso que va, para
entonces Francisco ya le habrá puesto wifi.
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