La
epidemia de polio me marcó para siempre…
Secuelas. Foto de época: damas de
sociedad en una visita a niños enfermos.
Vida
complicada pero con travesuras. Cuando tenía dos años, en 1956, sus padres la
dejaron en el Hospital Ferrer: con problemas serios de movilidad por la
poliomielitis, no la podían cuidar. Creció allí hasta los 11, con otros chicos
enfermos. Hoy reside en un hogar del hospital.
La
poliomielitis ha sido mi vida. Sé que mucha gente no recuerda o ni siquiera
conoce la epidemia que se extendió por todo el país en 1956, pero en mi caso
fue la condena que me deparó el destino.
No
consigo imaginarme qué hubiera sido de mí sin la enfermedad que me afectó a los
dos años, cuando era casi un bebé.
Lo que
conozco lo supe por relatos ajenos, poco precisos aunque repetidos, que ya
forman parte de la bruma del pasado. Aunque había habido brotes anteriores, el
de ese año fue muy poderoso y se cobró más de seis mil víctimas. Ante la
amenaza, la gente se desesperaba por tomar algunos recaudos que luego se
revelaron inútiles. Cuentan que en pueblos y ciudades se organizaban tareas de
limpieza, movidas por la creencia de que el virus estaba “en el aire”.
Espontáneamente, los vecinos se dedicaban a limpiar baldíos y desmalezar. Las
casas olían a lavandina y acaroína y entre las ropas de los más chicos asomaban
las bolsitas con alcanfor despidiendo un inconfundible perfume acre.
El
pavor era comprensible porque la enfermedad atacaba a los niños. Cualquier
método o sugerencia se adoptaba de inmediato con tal de prevenir el contagio.
Era común ver paredes y árboles pintados con una mano de cal, lo que les daba
un aspecto extraño, de un blanco fantasmal. Las bandas blancas en los troncos
se mantuvieron muchos años, incluso cuando la epidemia ya había pasado al
olvido con los planes de vacunación obligatoria.
Ignoro
si en mi pueblo reaccionaron de la misma manera. Sólo sé que, con muy escasos
recursos, mis padres me trajeron desde el Chaco buscando la cura. Así llegaron
hasta el Hospital de Rehabilitación Respiratoria María Ferrer que, por
entonces, todavía no estaba especializado en el tema. No encontraron lo que
esperaban porque la polio ya me había paralizado sin remedio, y decidieron
regresar a casa.
Sin mí.
María y su mundo. Dice que en otro tiempo era una joven
huraña pero luego logró criar a su sobrino y eso le significó cierta sensación
de familia.
Viví en
el Hospital hasta los once años. Allí recibí los cuidados que ellos no podían
brindarme. Las vacunas consiguieron ahuyentar el peligro para quienes no se
habían infectado, no así las secuelas de los que fuimos alcanzados por el virus
y que estaban a la vista en los cuerpos de tantos chicos como yo, que quedamos
con problemas motrices y respiratorios crónicos. Fue en ese momento cuando se
decidió abrir un Hogar que nos alojara, a muy pocos metros del Hospital. Desde
entonces, éste es mi lugar en el mundo.
Es
curioso, pero en mi recuerdo de esos años prevalece la alegría. La discapacidad
nunca fue un impedimento para la travesura, los juegos, el compañerismo
cómplice. En esa época éramos tantos los internos que nunca faltaban las
ocasiones para divertirnos. Hice muchos y buenos amigos que con el tiempo se
fueron muriendo pero nunca abandonaron el lugar que se ganaron en mi memoria y
en mi corazón. Más que una parte de mi infancia, representaron para mí la
infancia toda y lo que conservo de ella.
A veces
pienso que la creatividad surge de las limitaciones. Nos veo jugando al globo,
en sillas de ruedas, llevando en la boca una varilla de más de un metro, de
madera muy liviana y flexible. Dos equipos puestos en hilera nos enfrentábamos.
Impulsado por la varilla, el globo pasaba de uno al otro bando, cuando no se lo
atajaba, se anotaba un tanto.
Al
borde de la imprudencia, los voluntarios nos permitían correr carreras en
nuestras sillas. La velocidad y el vértigo nos transformaban, gritábamos de
excitación.
Con
frecuencia, las caídas resultaban inevitables, pero era tan divertido que los
golpes no nos importaban.
Ganábamos
movimientos en el piso, jugando sobre frazadas y liberados de las restricciones
que nos imponía la silla. En ese rectángulo de mullidez dudosa ya no
necesitábamos asistencia. Conquistábamos una libertad de un par de metros
cuadrados. Por entonces, mirábamos Titanes en el Ring. La lucha libre pronto se
convirtió en nuestra pasión. ¡Con qué vehemencia nos revolcábamos imitando a
los personajes! Yo era de las más movedizas. El improvisado ring side me daba
la excusa para propinarle unos golpes a otra chica que era tremenda, para
muchos de nosotros, la mala de la película. Pero mi agilidad no siempre impedía
que resultara damnificada: una vez no sé qué toma estaba intentando cuando
sentí un desgarro en la espalda. El dolor me cortó la respiración.
Cada
vez que en mi mente se cruza la imagen de uno de mis amigos de entonces,
Luisito Noriega, se me dibuja una sonrisa. Con él, nos especializábamos en las
escondidas. Usábamos frazadas para ocultarnos detrás de una ventana, entre las
persianas. Conteníamos la risa al ver que nos buscaban sin encontrarnos, hasta
que alguien nos descubría del lado de afuera. También Luisito me propuso que
jugáramos a Batman y Robin. ¿Cómo íbamos a hacer con las sillas? Usarlas como
una especie de Batimóvil. “Vamos al puente –me dijo–, vos te tirás primero,
pero ojo: antes de llegar, tenés que doblar. Después te sigo yo.” Le hice caso,
me coloqué en el puente y lo logré, pude doblar antes de llegar. Pero cuando se
tiró él, una mala maniobra lo estrelló contra los caños. Estuvo a punto de caer
desde el primer piso, pero la sacó barata: se quebró un pie. En cambio a mí me
echaron la culpa y me prohibieron las salidas; nadie me creía que la idea había
sido suya.
Lo que
durante el día era diversión, se volvía tristeza por las noches. Como ya dije,
las dificultades respiratorias eran un obstáculo difícil de sortear. En
ocasiones, nos era imprescindible recurrir a los aparatos, los respiradores.
Usé
cama oscilante durante un tiempo, pero no me resultó.
Se
trata de una cama con motor, cuya mitad superior se mueve de arriba para abajo
y de atrás para adelante. Se utiliza para movilizar los músculos involuntarios,
sobre todo el diafragma. Al dormir, a los que sufrimos polio no nos funcionan
esos músculos, por eso, si dormimos no respiramos.
Después
empecé a usar el pulmotor, ese aparato horizontal parecido a una cápsula
espacial de los años sesenta. En realidad, es un cilindro donde se introduce
una camilla, que se cierra herméticamente dejando la cabeza afuera. Trabaja con
aire comprimido en movimiento, formando una presión negativa y positiva, y un
mecanismo automático que reproduce la frecuencia respiratoria para mantener el
diafragma en actividad. Por las noches, el sonido de los fuelles de aquellos
pulmones de acero nos acunaba.
La
llegada de la adolescencia trastocó el reino de los juegos en dura realidad.
Veía en todo lo que me rodeaba un motivo de rebelión. La rabia y la impotencia
se apoderaban de mí y me hacían estallar por cualquier motivo. Me urgía tomar
revancha por la desgracia que me había tocado en suerte, pero no encontraba
contra quién ni contra qué. El mundo entero, la vida misma acrecentaban mi
hostilidad. Dejé de ser la niña traviesa para convertirme en una joven huraña y
taciturna que le daba vuelta la cara a cualquiera que me dirigiera la palabra.
Intratable.
Encontré
en el alcohol una manera de apaciguarme. Claro que no bebía a mi antojo, pero
sabía aprovechar las oportunidades. También en esto, Luisito me acompañaba. La
Fundación VITRA (para vivienda, trabajo y capacitación del lisiado) que
funciona en el Hogar, solía organizar peñas en distintos sitios. Eran nuestras
citas obligadas, que esperábamos con entusiasmo durante toda la semana. Como no
teníamos plata, pasábamos por las mesas y la gente ansiosa por colaborar nos
ofrecía bebida. Así nos emborrachábamos en forma. A veces llegábamos a tanto
que la camioneta que nos traía de regreso, nos llevaba directamente al hospital
para que nos hicieran lavajes de estómago.
Pero
cuando recuperaba la sobriedad, la furia me carcomía. Vivía muy angustiada,
vacía de esperanzas, clamando por alguien que pudiera ayudarme y rechazándolo
al mismo tiempo. A tal punto llegaba mi desesperación, que los médicos del Hospital
decidieron, como último recurso, acudir a una iglesia evangélica de la zona.
Los psicólogos habían advertido que de no encontrar una solución a mi estado,
iba a terminar autodestruyéndome.
Una
persona de la congregación Catedral de la Fe, que colaboraba con los chicos en
el Hogar, se acercó a mí y yo la escuché. El encuentro espiritual con
Jesucristo me devolvió lo que creía perdido. De a poco, la angustia, el rencor
y el resentimiento me abandonaron: aprendí a aceptar mi vida tal cual es.
Tal vez
porque el juego con la varilla me había preparado, descubrí que podía usar la
boca para pintar (tengo muy poca movilidad en mis manos). Entré en contacto con
la Asociación de Artistas Pintores con la Boca y el Pie. Ellos me aceptaron,
promovieron y becaron. Y me dieron la oportunidad de ganarme la vida.
Experimentando sobre las telas, encuentro lo que me gusta –rostros, paisajes,
figuras humanas– pero la editorial de la Asociación pone exigencias y pide
motivos navideños o cosas así. Descubrí la nobleza de un material como el óleo,
que me permite corregir y modificar los trazos a medida que voy pintando. Ahora
ya no pinto diariamente, porque desde hace unos años me dializo tres veces por
semana, cuatro horas cada vez. Esos días me siento muy cansada.
Con el
tiempo construí una familia algo especial, pero familia al fin. Está compuesta
por tres amigas y mi sobrino Alan, que tiene 18 años y vive conmigo. Mi
hermana, cuyas capacidades fueron muy distintas de las mías, lo dejó a mi cargo
cuando era un bebé.
La
llegada de Alan causó una revolución que me inundaba de emoción y temor.
¿Podría
criarlo? La institución y los médicos se opusieron, pero mi deseo fue más
fuerte. Buscaron a una asistente social para que evaluara el caso. No recuerdo
qué le dije, pero sin duda fui muy convincente. O ella vio algo muy bueno en mí
porque elaboró un informe comprensivo a mi favor.
Durante
todos estos años, la crianza fue compartida. Aunque no pertenecen al mundo del
Hogar, Adriana, Karina y Sol, mis entrañables amigas y sus respectivas
familias, estuvieron y están siempre, compañeras y gauchas, para socorrerme
allí donde mis posibilidades no alcanzan. Hicimos un gran equipo. Hoy, a las
cuatro nos invade el mismo orgullo cuando vemos a Alan tomar sus carpetas para
ir a la facultad.
Yo le
agradezco a Dios por haber traído a mi vida la compañía de todos ellos, en
especial la de Adriana, que me demostró su generosidad incondicional viniendo a
vivir conmigo y acompañándome en las interminables horas de diálisis.
Dicen
que los amigos son las disculpas que pide Dios por la familia que nos dio.
¿Cabe alguna duda?
© Escrito por María Angelina Sánchez, el sábado
20/07/2013, afectada por la epidemia de poliomielitis de 1956 y publicado por
el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.