El guiso se pone espeso...
Hay semanas que terminan y uno se esconde en casa entre apenado, rabioso y muerto de miedo. Son semanas a las que les inventamos un principio y un final: en sociedades en las que la sabiduría para aprender de los errores es una especie que jamás existió, los malos momentos pueden parecer eternos. De algún modo, los argentinos vivimos convencidos de que los 31 de diciembre termina algo a cuenta de un 1º de enero que será mejor; finalmente, notamos que lo único que seguramente cambia es el almanaque que nos regalan en la fábrica de pastas.
Es probable que ustedes crean que los opinadores profesionales no sufrimos la coyuntura. No por nada tengo algún amigo al cual desconozco que me acusa de ser como “Lilita pero hablando de fútbol”. A veces, además de gracia, le reconozco razón a la figura. Muchas otras, simplemente pienso si no será que siempre en un territorio invadido por genuflexos, aquellos que nos cascamos un poco la garganta criticando porquerías parecemos extremistas apocalípticos. Dudo de que, sólo por nuestras críticas, las cosas vayan a mejorar. Menos creo que, ignorando esas críticas, la gente vaya a vivir más feliz. Probablemente, pasemos por imbéciles incorregibles; jamás por felices.
Cosas como las que estamos viviendo en el mundo de nuestro “no fútbol” hacen que termine cada programa de tele con dolor de cabeza. Muchas veces uno sufre las palabras que escupe. Cuando uno es futbolero de alma, cuando es capaz de postergar una cita con tal de no perderse un partido del Barcelona, cuando se pasó cientos de domingos de su infancia acompañando a su viejo al canal a ver las terceras en monitores blanco y negro plagados de fantasmas, el “no fútbol” argentino lastima.
Desde hace bastante tiempo, River parece ser el bastión de ese “no fútbol”. Un club maravilloso, plagado de socios que lo aman más allá de una pelota, que atraviesa un momento que debería ser el del rebote hacia la gloria y que, entre operaciones de prensa, caprichos, indecencias, golpes y porrazos, no consigue ni asomar el hocico desde el fango.
River es, hoy, el caso testigo detrás del cual se esconde la miseria de todos los demás. Porque River no es grande, sino enorme. Y que a un enorme le hayan tocado la clausura del club, la suspensión del estadio, ser último en un torneo, el descenso y hasta que le impidan juntar plata porque el pogo de los fans de Iron Maiden de golpe hace temblar los cimientos de Núñez, sobra para que todos los demás mamarrachos que esconden otras camisetas pasen inadvertidos.
La AFA misma es la principal beneficiaria de que a River le pasen tantas cosas. Hace décadas que de Viamonte 1366 no sale una idea refrescante, consistente, perdurable y, sobre todo, coherente. En los últimos tiempos, desde la payasada del torneo de 38 equipos hasta la sentencia del flamante titular del Comité de Selecciones –el santafesino Lerche– de que “aquí importan los resultados, no los proyectos”, no hay día en los que las decisiones que allí se toman no tengan algo de disparatado.
Lo fue eliminar a los visitantes en el ascenso. Cuatro años después, lo es volver a habilitarlos pero sólo en la B Nacional. La última pregunta que me surgió es por qué mientras los hinchas de River podrán ser visitantes de Quilmes dentro de una semana, los de Desamparados no pudieron serlo anoche. Sólo la última de las miles de preguntas que podemos hacerles a los dirigentes argentinos y de las cuales únicamente les encontraremos respuestas desfachatadas, insolentes, maleducadas, estúpidas.
¿Por qué volverían los visitantes si en cuatro años nadie resolvió ni un poquito el fenómeno barra brava? ¿Quién se encargará de la barra visitante cuando Central juegue en Madryn? ¿La Federal, la santafesina, la Bonaerense, la de Río Negro, la de Chubut o la Sûreté? ¿Cómo harían Atlanta, Ferro o Chacarita para jugar en Primera, si sus estadios hoy no están habilitados para recibir público visitante en las mismas canchas en las que, hasta hace poco, recibían a River, a Boca, o al Santos de Pelé?
Hace rato que dejé la edad de los “porqués”, pero supongo que la falta de respuestas, desde chiquito, me lleva a ser un eterno reincidente.
Está claro que las soluciones no vendrán de la mano de los dirigentes. No de estos, al menos. Y me animo a generalizar por la sencilla razón de que no veo demasiadas manos sensatas que se levanten para poner un límite democrático al papelón sistemático de algo que flota incomprensiblemente entre el despotismo y el desgobierno. Sé de gente de buena voluntad en nuestro fútbol. No entiendo por qué no se anima a dignificar su existencia honrando sus convicciones.
En este sentido, la quinta esencia del absurdo se afirma en el asunto de los barras. No conozco ni un dirigente que me los haya justificado como algo necesario. Tampoco a un solo aspirante a dirigente que haya exhibido como parte de su proyecto eliminar a los barras de sus clubes. Con más mentiras que verdades, los candidatos a ejercer cargos en distintos niveles de nuestra sociedad siempre prometen terminar con el hambre, con la corrupción o con la inseguridad. Sus colegas del fútbol, ni siquiera nos mienten diciendo que tienen previsto expulsar a los mercenarios de los clubes. Miren si serán poderosos los muchachos.
Si encima aquellos que no son catalogados como barras se portan parecido o aun peor –como sucedió en River–, el guiso se pone realmente espeso.
Está visto que sólo el socio genuino y el hincha de verdad pueden torcer algún rumbo o iluminar alguna cabeza. Pasó en Mendoza: en su deseo por tomar la AFA, Daniel Vila ignoró una medida que nadie escribió y que, como tal, hizo muy bien en considerar abstracta. Luego, el hincha se encargó de demostrar que, eliminar al visitante no era sino un recurso para que los que mal se encargan de la seguridad se encarguen aún menos.
Pero para que la vuelta del público visitante signifique algo más que un clip de apertura de un noticiero deportivo hace falta más. Por ejemplo, que la mayoría de los fanáticos de buena fe querramos distinguirnos en serio y no compartir nuestra pasión con la peor de las lacras. Y estamos aún lejísimos de eso.
Porque, para qué negarlo, uno putea hasta el dolor de panza contra los barras pero cuando pasea por el barrio se codea con muchos vecinos que, al mismo tiempo que prenden velas en marchas contra la inseguridad, se sacan fotos con el Gordo Cadena de Claypole.
© Escrito por Gonzalo Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el Domingo 28 de Agosto de 2011.