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domingo, 11 de noviembre de 2012

Lame duck o La pata coja... De Alguna Manera...


Coja...


Lo vi y percibí con mis propios ojos, caminando desde avenida Belgrano y la 9 de Julio, hasta el Obelisco, y rehaciendo el trayecto tres horas después, pero por la avenida Corrientes. No me lo contaron ni lo vi por televisión. Era una multitud. O tal vez una muchedumbre. Habrá quien la defina como gentío. ¿Qué importa? Lo relevante era una ausencia: el 8N no hubo control, ni descontrol. Hubo algo diferente. Hubo un sin control. Ese sin control fue asombroso. Pacíficos, distendidos, reconfortados de ser tantos, las decenas de millares que el jueves se agolparon en todo el país para protagonizar el 8N eran un océano humano de ribetes esencialmente familiares. A diferencia de lo que es ya proverbial en radio y TV, muy poca gente insultaba y no se advertía lenguaje cloacal. Una muchedumbre puede ser enorme sin ser escatológica.

El debate sobre la supuesta falta de espontaneidad es irrelevante. Lo importante es que se trató de una jornada organizada, pero no orquestada. Son dos cosas diferentes. La orquesta requiere batutas. El jueves no las había. Tampoco oradores, ni consignas emanadas de arriba hacia abajo. Es que no hubo aparato. La gente llegaba caminando. He visto innumerables familias, de abuelos a nietos, discurriendo por calles y avenidas. Y mujeres, muchas mujeres. ¿Por qué tantas mujeres protestando contra un gobierno regido por una mujer? No es una mala pregunta, pero si lo que más me golpeó fue la demanda de madres exigiendo que sus hijos no sean asesinados, secuestrados o robados, lo que más me atribuló es que al verme y saludarme, mucha gente sencilla me dijera “gracias por venir”. Orfandad de representación, ¿cómo me van a agradecer a mí, un mero periodista? De a pie llegaban, de a pie se fueron. Las interminables filas de colectivos fletados por los cacicazgos municipales del Gran Buenos Aires o por las máquinas gremiales, esta vez no estaban. Esta gente venía por su cuenta, sin tener asueto y tras un día de trabajo. Para nosotros, los que anduvimos por la calle en los míticos (y perversamente endiosados) años setenta, ahora lo imponente fue la ausencia de militarización. No había “cordones”, ni esos gigantescos cartelones detrás de los cuales “la orga” se parapetaba en aquellos años. Antes bien, los pequeños cartelitos artesanales exhibían una conmovedora subjetividad, expresada de manera plural.

¿Pobreza de consignas o chatura de eslóganes? Tal vez. Mucho himno, mucho “juremos con gloria morir”, mucha bandera (yo mismo, a poco andar, anduve por la calle con una azul y blanca en la mano). Pero el calor fuerte y tropical de esa noche no reportaba a las noches turbulentas y trágicas de diciembre de 2001. Esta gente no venía a pedir que le abrieran el corralito. Tampoco eran “tilingos”, esa palabreja que vomitan fascistas estructurales como Luis D’Elía, ni la “ultraderecha” con que delira el siniestro y todoterreno senador Aníbal Fernández. ¿Dónde estaba la “gente bien vestida” a la que despreció la otrora admirable Estela Carlotto? El gentío era un estudio de diversidad social, un escenario que ofrecía un cuadro de sencillez, naturalidad y displicencia notables. ¿Con qué comparar estas vidas, cuando se toma en cuenta la alfombra de maquillaje y las costosas joyas, zapatos, carteras y vestidos que decoran el cuerpo de la Presidenta?

Se advertía un hartazgo disciplinado, no explosivo. “Consignas muy confusas” balbucearon funcionarios y amigos del Gobierno, queriendo menoscabar la jornada. ¿Confusas? Discrepo. Eran, tal vez, genéricas, pero palpablemente rotundas. Es que en el Gobierno etiquetan como “confusas” las exigencias y demandas más sentidas por la sociedad: corrupción, seguridad, justicia, libertad, odio, inflación, mentiras.

Se constató que el 8N blanqueó la pérdida de tres pretensiones oficiales de monopolio, que ya no podrán ser recuperados. El oficialismo ha presumido desde hace años que el manejo político de internet, el control de la calle y el favor de la juventud les pertenecían por derecho divino. Ya no más. Las llamadas redes “sociales” son de todos y pueden ser usadas por todos, como se reveló ahora. Con una diferencia: ha sido con fondos del Estado que se armó el ejército oficial de blogueros y Twitter-maníacos consagrados a atormentar a los que discrepan. Frente a ellos, el uso de internet es también herramienta de gente sin comandantes ni sueldos. Las calles llenas y la presencia imponente de jóvenes canceló las otras imaginerías oficiales, que giran en torno de dos relatos perfectamente falsos: toda la juventud “se hizo” cristinista y sólo se movilizan en la calle los destacamentos motorizados por el Gobierno. Se vio que no era así. Debería existir ahora una cuota gruesa de confusión en las cabezas mejor amuebladas del Gobierno: ¿para qué sirve hacer (más) ricos a Szpolski-Garfunkel, Moneta, Cristóbal y Manzano-Vila, si el aparato mediático que manejan a cuenta del dispendio presupuestario oficial, no mueve el amperímetro?

Hay pocas cosas más conmovedoras y penosas que los ocasos anunciados pero indetenibles. A horas del triunfo de Barack Obama, la Presidenta volvió a ridiculizarse sin que nadie la obligara. Error no forzado: al felicitar al reelecto presidente norteamericano, su colega argentina creyó oportuno balbucear que las elecciones norteamericanas revelaban que las encuestas y los medios estaban “out”. No sólo no habla ni farfulla inglés, sino que le gusta disparar las pocas palabras que conoce (too much, sorry, out), pero sin criterio, ni control de calidad. Encuestadoras y medios no se equivocaron en las elecciones de los EE.UU.: el voto popular dio un resultado ajustado (61,1 millones contra 58,1 millones), pero en el Colegio Electoral Obama arrasó a Mitt Romney (303 contra 206, y 29 indecisos).

Pueden entenderse los desvaríos oficiales. A ella, que quiere inyectar en sus discursos palabras del inglés (“¡estamos en Harvard, chicos, no en La Matanza!”) habría que explicarle qué es un lame duck en la política norteamericana. Un lame duck es literalmente un pato cojo, un ave herida, que anda con una sola pata. Se denomina así al presidente que, tras ser reelecto por única vez, encara su tramo final y sabe que con cada día que pasa tendrá menos poder. Pero el Obama triunfal de hoy puede imaginarse un 2016 con Hillary Clinton en la Casa Blanca. Acá, en cambio, ella nos dejó a Amado Boudou. Convertirse en (con todo respeto) una pata coja, puede implicar una doliente travesía. No hay 2015.

© Escrito por Pepe Eliavchev y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado 10 de Noviembre de 2012.