Sexo y arte románico...
Edad Media. Fornicadores, exhibicionistas, venerables ancianos que se masturban,
fogosos amantes, falos solitarios… parecen extrañas imágenes para
decorar una iglesia románica, en plena, oscura y represiva Edad Media.
Se hallan sobre todos en los muros de los templos, pero también en pilas
bautismales, en ciertas miniaturas e incluso en algún tapiz; acompañan a
escenas bíblicas, a imágenes de guerreros de la propia época, a
horóscopos, animales diversos –reales o fantásticos−, cacerías,
labriegos en distintas ocupaciones, músicos o danzarines, todos tratados
con esa humilde ingenuidad de la que nace el encanto. Pero si hay algo
que verdaderamente llama la atención al visitante actual entre todas
estas representaciones son ese grupo de motivos en los que el
exhibicionismo y las prácticas sexuales pueden alcanzar incluso –según
quien lo mire, claro− cotas escandalosas.
Desde personajes que simplemente están besándose, hasta parejas copulando, aparecen hombres desnudos a modo de antiguos atlantes, parejas que se miran entre sí o miran al espectador mientras muestran ostensiblemente sus respectivos sexos, hombres en evidente actitud de obscena solicitación hacia la mujer, onanistas en actitud reflexiva e incluso alguna escena de grupo -como la que se halla en la iglesia zamorana de Santiago de los Caballeros− que nos parece un tanto tórrida, claro que también puede ser nuestra inclinada imaginación.
En las islas británicas es peculiar una figura grotesca, denominada en gaélico sheela-na-gig, que sonríe al espectador mientras con ambas manos, casi garras, se abre la vagina, siendo la más conocida la inglesa de Kilpeck; ocasionalmente aparece también algún perro lamiéndose el sexo, como ocurre en Mauriac (Francia), o dos conejos en actitud de perpetuar la especie, como se ve en Cervatos (Cantabria). Y es precisamente la iglesia de San Pedro de Cervatos el hito más conocido de este tipo de representaciones y lo es tanto por su abundancia como por su evidencia, con ejemplos que además encuentran réplica por otros del entorno, tanto en Cantabria como en Palencia, lo cual ha conducido tradicionalmente a pensar que era un fenómeno casi exclusivo de la comarca de Campoo.
Nada
más lejos de la realidad, aunque hay que reconocer cierta preferencia
por este tipo de representaciones entre los antiguos escultores
campurrianos. Hoy las conocemos repartidas con mayor o menor intensidad
por todo el norte peninsular –al menos desde Zaragoza hasta Portugal,
pasando por Segovia−, por Francia, Irlanda, Reino Unido, Italia o
Alemania y muy posiblemente el listado se vaya enriqueciendo con nuevos
descubrimientos. Si curioso e interesante podría resultar hacer un
recorrido por todo este repertorio de poses, posturas y países, creemos
que más interesante aún es tratar de explorar sus motivos y
significados.
Que son imagen del pecado es la primera y más fácil explicación que
se nos puede ocurrir. Los doctrinarios y penitenciales eclesiásticos de
la Edad Media están llenos de admoniciones contra los diferentes
pecados, pero con especial inquina se amonesta la avaricia y la lujuria,
de modo que avarientos y lujuriosos se hallan con especial presencia en
las representaciones de los castigos infernales. La Biblia es
prolija en disposiciones acerca de las relaciones sexuales, a las que
considera al menos impuras, condenando abiertamente la homosexualidad y
el bestialismo, práctica esta que castiga incluso con la muerte, aunque a
mediados del siglo XII el clérigo francés Aymeric Picaud cuenta que es una de las prácticas más comunes entre los lujuriosos navarros, y lo describe con cierto detalle.
Frente a la liberalidad del mundo grecorromano, en el que los falos
se llevan como colgante o aparecen como indicativo viario, donde escenas
sexuales decoran estancias o aparecen frecuentemente en los candiles de
cerámica y donde se celebran fiestas de alto contenido erótico,
consagradas a dioses lúbricos, la tradición judía es mucho más casta y
en ella bebe san Pablo, el máximo exponente de la primitiva doctrina
cristiana. Para san Pablo el sexo es pecado. “Ningún lujurioso, impío o
avaro –que es lo mismo que un idólatra− ha de heredar el reino de
Cristo”, dice en una de sus cartas, y cuatro siglos más tarde Boecio
concluye: “¿Quieres llevar una vida de placer? Pero, ¿quién no mirará
con desprecio la cosa más vil y deleznable, su propio cuerpo?”, abriendo
así de par en par la senda del ascetismo, la castidad y la renuncia que
serán esenciales en el cristianismo.
Ya en pleno período románico la exaltación de la continencia sexual,
siguiendo el ejemplo de Cristo tal como se relata en los cuatro
evangelios canónicos, es una constante en los escritos que emanan desde
las élites eclesiásticas, para quienes la mujer aparece como amenaza
constante, según lo expresa Bernardo de Morlaas: “Abismo de sensualidad,
instrumento del abismo, boca de los vicios, no retrocede ante nada y
concibe de su padre y de su hijo. Mujer víbora, no ser humano, sino
bestia feroz. Mujer pérfida, mujer fétida, mujer infecta”. Incluso en
las Partidas de Alfonso X se dice claramente que “castidad es una virtud que ama Dios y que deben amar los hombres”.
Acompañando
a este ideario, en la práctica, por ejemplo, se intentan regular
también los días en que dentro del matrimonio –el único estado en que es
permitido– puede haber contacto sexual entre los cónyuges, y se hace
con tal severidad que Oronzo Giordano ha llegado a calcular que, bajo
ciertas circunstancias, podía haber más días de prohibición que los que
tiene un año; y es que ya había dicho Gregorio de Tours, allá por el siglo VI, que “los monstruos, los tullidos, todos los niños enclenques son, como bien es sabido, concebidos el domingo por la noche”.
Los penitenciales eclesiásticos condenan ciertas prácticas sexuales,
especialmente la sodomía, pero también casi todas las posturas amorosas,
puesto que se entiende que no van orientadas a la estricta procreación,
sino al lascivo goce. Incluso la legislación civil entra en estos
campos de las relaciones entre hombres y mujeres, donde, curiosamente,
el estamento eclesiástico suele estar muy presente como sujeto activo. Y
siempre es sabido que cuando algo requiere legislación es porque el
supuesto delito se comete con cierta frecuencia; por qué si no iba a
tener el Fuero de Sepúlveda un artículo titulado Del que se asiere a teta de mujer? Penitenciales y códigos civiles en realidad constatan hechos, e incluso
a veces llegan a aceptar con benevolencia ciertas prácticas
consideradas pecaminosas: “Barraganas defiende Santa Eglesia que non
tenga ninguno cristiano porque viven con ellas en pecado mortal. Pero
los sabios antiguos que hizieron las leyes consintiéronles que algunos
las pudiesen aver sin pena temporal porque tovieron que era menos mal de
aver una que muchas, e porque los hijos que nascieren dellas fuesen más
ciertos”, se reconoce en las Partidas.
La presencia de una iconografía de marcado carácter sexual en el arte
románico, y que en cierto modo pervive en época gótica, puede
parecernos en principio un jocoso juego de canteros humildes, que dejan
libremente su impronta popular en los rincones más recónditos de algunos
templos, opinión manifestada entre otros por García Guinea. Es una de
las explicaciones más aceptadas para esta –a nuestros ojos– irreverente
presencia. Claro que entonces resulta complicado explicar por qué
algunas de las escenas más llamativas se encuentran en importantes
iglesias monásticas –donde cabe suponer un mayor control– o, por qué
figuran por ejemplo en el famosísimo Tapiz de Bayeux, que decoraba los muros interiores de la catedral de esa ciudad y que
fue elaborado directamente por las mujeres de la familia del duque de
Normandía, Guillermo, para conmemorar su conquista de Inglaterra. Y
difícil de entender sería igualmente el contenido de ciertas canciones
escritas, y reconocidas públicamente, por otro Guillermo, esta vez duque
de Aquitania –uno de los estados más importantes del momento–, en las
que sin tapujos habla de sus correrías sexuales o expresa reflexiones
tan llamativas como “Señor mi Dios, que eres caudillo y rey del mundo, /
¿cómo no cayó fulminado quien primero vigiló el coño?”.
Otras teorías, como la de Ángel del Olmo, sostienen que estas
imágenes son una incitación a procrear, por la necesidad permanente de
población, pero en realidad el problema no era la falta de nacimientos,
sino la supervivencia de los niños ya que, aunque los datos son muy
escasos y las conclusiones controvertidas, se estima que al menos un 35%
no alcanzaba los diez años, aunque hay quien como Pounds sostiene que
cuatro de cada diez menores no superaban el primer año.
Sin embargo la teoría más divulgada y aceptada es que tales imágenes
son una abierta condena de prácticas pecaminosas y que por tal motivo se
hallan en el exterior de los templos, trasunto de la vida terrena,
estando ausentes en el interior, donde habita lo divino. Pero tampoco es
así: por ejemplo, en la iglesia cántabra de Villanueva de la Nía, una
mujer exhibicionista mira a los feligreses desde el arco triunfal y otra
al sacerdote, mientras que en Santillana del Mar, también dentro del
templo de esta importantísima colegiata, hay una clara escena en que la
mujer acaricia el pene de descomunales proporciones de su amante. Si
fuese una condena del pecado, como mantienen Serrano Fatigati o
Lampérez, coincidimos más con lo que dijo Caro Baroja, que “más producen
curiosidad por el vicio que respeto por la virtud”, e incluso habría
que entender como autoinculpación de pecador la del cantero que trabajó
en San Quirce de Los Ausines (Burgos) y que representa a una mujer
desnuda citada por un excitado varón bajo cuyo erecto miembro se lee IO, o sea, yo.
En uno de los trabajos críticos más interesantes escritos sobre el
tema, Inés Ruiz Montejo ya planteaba sus dudas sobre estas ideas y se
preguntaba si tales imágenes no serían más bien "la expresión de unos
condicionantes de vida típicos de la cultura popular en la que el
artista se desenvuelve", aunque parece no atreverse a ir más allá. Sin
embargo es en esta idea donde creemos nosotros que habría que explorar.
Desde
nuestro punto de vista el hombre medieval está más imbuido de la
antigua tradición popular grecorromana de lo que podemos pensar. Para
juzgarlo en realidad sólo disponemos de los escasos escritos emanados
desde las élites eclesiásticas, que parecen expresar lo contrario, al
menos en cuanto a cultura sexual se refiere, sin embargo los propios
penitenciales recogen también otra serie de prácticas abiertamente
heredadas del paganismo, que el hombre del común –o no tanto– vive
diariamente y que incluso llega a revestir de religiosidad. Baste leer
el Cantar de Mío Cid para ver la importancia de los agüeros, condenados también por la Iglesia.
En la plástica románica –pero también en la gótica– se mantienen iconos heredados del mundo antiguo, como espinarios, atlantes o sirenas. El falo, símbolo profiláctico en muchas culturas, sigue presente en templos cristianos medievales, a veces como única decoración en todo el edificio e incluso hallándose en el interior. Otras imágenes, como el personaje que se masturba mientras se acaricia la barba o la desnuda barbilla, aparecen ya en la escultura ibérica de Porcuna y se replican en canecillos, como el magníficamente conservado de San Martín de Elines (Cantabria), donde el onanismo parece coincidir con la gravedad del reflexivo pensador.
En la plástica románica –pero también en la gótica– se mantienen iconos heredados del mundo antiguo, como espinarios, atlantes o sirenas. El falo, símbolo profiláctico en muchas culturas, sigue presente en templos cristianos medievales, a veces como única decoración en todo el edificio e incluso hallándose en el interior. Otras imágenes, como el personaje que se masturba mientras se acaricia la barba o la desnuda barbilla, aparecen ya en la escultura ibérica de Porcuna y se replican en canecillos, como el magníficamente conservado de San Martín de Elines (Cantabria), donde el onanismo parece coincidir con la gravedad del reflexivo pensador.
Por otro lado, para el hombre medieval el sexo no podía ser algo
críptico, escondido, privado, como lo puede ser para nosotros, entre
otras cosas porque la inmensa mayoría de las familias vivían en humildes
chozas divididas por la mitad, con un ámbito para el ganado y una sola
estancia para toda la familia, donde toda la parentela dormía junta y
donde la privacidad sencillamente era imposible, por eso tampoco resulta
extraño cómo algunas representaciones del mes de febrero muestran a un
hombre y una mujer calentándose al fuego mientras se enseñan mutuamente
sus partes.
El sexo formaba parte de la vida cotidiana y así se representa en el románico, donde las mujeres, salvo alguna excepción –como la segoviana de Fuentidueña–,
son casadas (cubiertas con la toca), y la postura la única ortodoxa,
como Dios manda. Fue sobre todo a partir del siglo XV cuando las casas
empiezan a tener más habitaciones y la privacidad es posible, a lo que
podemos sumar el calado que va tomando la paciente labor de la Iglesia
imponiendo sus doctrinas, mejor divulgadas ahora con esa gran
herramienta que es la imprenta. A mediados del siglo XVI, tanto la
Reforma como la Contrarreforma inciden en la importancia de la castidad y
la vigilancia del pecado; será a partir de entonces, paradójicamente
coincidiendo con el nuevo redescubrimiento –otro más– de las artes
antiguas, cuando los últimos rescoldos de la cultura pagana tradicional
desaparezcan. Herederos de esta Contrarreforma somos nosotros y con
nuestros ojos intentamos entender el motivo de aquellas viejas
representaciones.
© Escrito por Jaime Nuño (*) y publicado por el Diario El País de Madrid el lunes 30 de Enero de 2012. (*) Jaime Nuño es historiador y director del Centro de Estudios del Románico de la Fundación Santa María La Real.