Los campos de concentración de la “conquista del desierto”
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Fuente: Felipe Pigna, Los
mitos de la historia argentina 2, Buenos Aires, Planeta.
2004, págs. 317-321, adaptado para El Historiador.
Los
sobrevivientes de la llamada “Conquista del Desierto” fueron “civilizadamente”
trasladados, caminando encadenados 1.400 kilómetros, desde los confines
cordilleranos hacia los puertos atlánticos.
A
mitad de camino se montó un enorme campo de concentración en las cercanías de
Valcheta, en Río Negro. El colono Galés John Daniel Evans recordaba así aquel
siniestro lugar: “En esa
reducción creo que se encontraba la mayoría de los indios de la Patagonia. (…)
Estaban cercados por alambre tejido de gran altura; en ese patio los indios
deambulaban, trataban de reconocernos; ellos sabían que éramos galeses del
Valle del Chubut. Algunos aferrados del alambre con sus grandes manos huesudas
y resecas por el viento, intentaban hacerse entender hablando un poco de castellano
y un poco de galés: ‘poco bara chiñor, poco bara chiñor’ (un poco de pan
señor)”.1
La
historia oral, la que sobrevive a todas las inquisiciones, incluyendo a la
autodenominada “historia oficial” recuerda en su lenguaje: “La forma que lo arriaban…uno si se cansaba
por ahí, de a pie todo, se cansaba lo sacaban el sable lo cortaban en lo
garrone. La gente que se cansaba y…iba de a pie. Ahí quedaba nomá, vivo,
desgarronado, cortado. Y eso claro… muy triste, muy largo tamién… Hay que tener
corazón porque… casi prefiero no contarlo porque é muy triste. Muy triste esto,
dotor, Yo me recuerdo bien por lo que contaba mi pobre viejo paz descanse. Mi
papa; en la forma que ellos trataban. Dice que un primo d’él cansó, no pudo
caminar más, y entonces agarraron lo estiraron las dos pierna y uno lo capó
igual que un animal. Y todo eso… a mí me… casi no tengo coraje de contarla. Es
historia… es una cosa muy vieja, nadie la va a contar tampoco, ¿no?…único yo
que voy quedando… conocé… Dios grande será… porque yo escuché hablar mi pagre,
comersar…porque mi pagre anduvo mucho… (…)”. 2
De
allí partían los sobrevivientes hacia el puerto de Buenos Aires en una larga y
penosa travesía, cargada de horror para personas que desconocían el mar, el
barco y los mareos. Los niños se aferraban a sus madres, que no tenían
explicaciones para darles ante tanta barbarie.
Un
grupo selecto de hombres, mujeres y niños prisioneros fue obligado a desfilar
encadenado por las calles de Buenos Aires rumbo al puerto. Para evitar el
escarnio, un grupo de militantes anarquistas irrumpió en el desfile al grito de
“dignos”, “los bárbaros son los que les pusieron cadenas”, en un emocionado
aplauso a los prisioneros que logró opacar el clima festivo y “patriótico” que
se le quería imponer a aquel siniestro y vergonzoso “desfile de la victoria”.
Desde
el puerto los vencidos fueron trasladados al campo de concentración montado en
la isla Martín García. Desde allí fueron embarcados nuevamente y “depositados”
en el Hotel de Inmigrantes, donde la clase dirigente de la época se dispuso a
repartirse el botín, según lo cuenta el diario El Nacional que titulaba “Entrega de indios”: “Los
miércoles y los viernes se efectuará la entrega de indios y chinas a las
familias de esta ciudad, por medio de la Sociedad de Beneficencia”.3
Se
había tornado un paseo “francamente divertido” para las damas de la “alta
sociedad”, voluntaria y eternamente desocupadas, darse una vueltita los
miércoles y los viernes por el Hotel a buscar niños para regalar y mucamas,
cocineras y todo tipo de servidumbre para explotar.
En
otro artículo, el mismo diario El
Nacional describía así la barbarie de las “damas” de
“beneficencia”, encargadas de beneficiarse con el reparto de seres humanos como
sirvientes, quitándoles sus hijos a las madres y destrozando familias: “La
desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres sus hijos para en
su presencia regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que
hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco
humano unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre
aprieta contra su seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruza por delante
para defender a su familia”.
Los
promotores de la civilización, la tradición, la familia y la propiedad,
habiendo despojado a estas gentes de su tradición y sus propiedades, ahora iban
por sus familias. A los hombres se los mandaba al norte como mano de obra
esclava para trabajar en los obrajes madereros o azucareros.
Dice
el Padre Birot, cura de Martín García: “El indio siente muchísimo cuando lo
separan de sus hijos, de su mujer; porque en la pampa todos los sentimientos de
su corazón están concentrados en la vida de familia”.4
Se
habían cumplido los objetivos militares, había llegado el momento de la
repartija del patrimonio nacional.
La
ley de remate público del 3 de diciembre de 1882 otorgó 5.473.033 de hectáreas
a los especuladores. Otra ley, la 1552 llamada con el irónico nombre de
“derechos posesorios”, adjudicó 820.305 hectáreas a 150 propietarios. La ley de
“premios militares” del 5 de septiembre de 1885, entregó a 541 oficiales
superiores del Ejército Argentino 4.679.510 hectáreas en las actuales
provincias de La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut y Tierra del Fuego. La
cereza de la torta llegó en 1887: una ley especial del Congreso de la Nación
premió al general Roca con otras 15.000 hectáreas.
Si
hacemos números, tendremos este balance: La llamada “conquista del desierto”
sirvió para que entre 1876 y 1903, es decir, en 27 años, el Estado regalase o
vendiese por moneditas 41.787.023 hectáreas a 1.843 terratenientes vinculados
estrechamente por lazos económicos y/o familiares a los diferentes gobiernos
que se sucedieron en aquel período.
Desde
luego, los que pusieron el cuerpo, los soldados, no obtuvieron nada en el
reparto. Como se lamentaba uno de ellos, “¡Pobres y buenos milicos! Habían
conquistado veinte mil leguas de territorio, y más tarde, cuando esa inmensa
riqueza hubo pasado a manos del especulador que la adquirió sin mayor esfuerzo
ni trabajo, muchos de ellos no hallaron –siquiera en el estercolero del
hospital– rincón mezquino en que exhalar el último aliento de una vida de
heroísmo, de abnegación y de verdadero patriotismo”.5
Los
verdaderos dueños de aquellas tierras, de las que fueron salvajemente
despojados, recibieron a modo de limosna lo siguiente: Namuncurá y su gente, 6
leguas de tierra. Los caciques Pichihuinca y Trapailaf, 6 leguas. Sayhueque, 12
leguas. En total, 24 leguas de tierra en zonas estériles y aisladas.
Ya
nada sería como antes en los territorios “conquistados”; no había que dejar
rastros de la presencia de los “salvajes”. Como recuerda Osvaldo Bayer, “Los
nombres poéticos que los habitantes originarios pusieron a montañas, lagos y
valles fueron cambiados por nombres de generales y de burócratas del gobierno
de Buenos Aires. Uno de los lagos más hermosos de la Patagonia, que llevaba el
nombre en tehuelche de “el ojo de Dios”, fue reemplazado por el Gutiérrez, un
burócrata del ministerio del Interior que pagaba los sueldos a los militares. Y
en Tierra del Fuego, el lago llamado “Descanso del horizonte” pasó a llamarse
“Monseñor Fagnano”, en honor del cura que acompañó a las tropas con la
cruz” 5.
Referencias:
1 Walter Delrio, “Sabina llorar cuando contaban. Campos de concentración y torturas en
la Patagonia”, ponencia presentada en la Jornada: “Políticas genocidas del
Estado argentinos: Campaña del Desierto y Guerra de la Triple Alianza”,
Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Poder Autónomo, Buenos
Aires, 9 de mayo de 2005. Citado por Fabiana Nahuelquir en “Relatos
del traslado forzoso en pos del sometimiento indígena a fines de la conquista
al desierto”, publicado en: http://www.elhistoriador.com.ar/articulos/republica_liberal/sometimiento_indigena_conquista_al_desierto.php.
2 Testimonio
recogido en Perea Enrique: “Y Félix Manuel dijo”, Fundación Ameghino, Viedma,
1989. Citado por Fabiana Nahuelquir, op. cit.