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domingo, 3 de agosto de 2014

En la oscuridad… Se me hace cuento… De Alguna Manera...


En la oscuridad… Se me hace cuento…


“Todo comenzó en el cine”, me dijo Lisandro, “Y pensarás que es una estupidez. ¿Pero a dónde lleva un hombre a una mujer si realmente está encandilado con ella? Compartir una función, a oscuras, es ya un acto de intimidad que te allana la mitad del camino. Y, por otra parte, las penumbras impiden que su belleza te estupidice. No estás obligado a hablar, y la película que elegiste habla por ti. Los actores, el guión, las escenas, le dicen lo que te hubiera gustado decirle pero los nervios te impiden. Nos habíamos hablado varias veces, y encontrado de casualidad aquí y allá. Ya buscábamos la manera de vernos. Pero las veces que tomamos café fueron por azar, no por una invitación. Cenamos siempre en compañía de otros colegas. Sí, yo estaba casado con mi primera esposa. Nuestra primera salida solos y decidida, con Isabel, fue al cine.

“Isabel era hija de comunistas; y aunque ella no militaba, sus simpatías se inclinaban por la Unión Soviética y todo el cotillón. De allí me viene el afincamiento en este bar, que se llamaba León Paley, donde el padre de Isabel solía juntarse con los comunistas del teatro. Yo venía y me sentaba en mi mesa, a solas, fingiendo que escribía, sólo para cruzármela, si ella pasaba a buscar a su padre para obligarlo a volver a casa. A mí el comunismo no sólo me provocaba indiferencia sino rechazo. Pero Isabel me volvía loco, y me juré a mí mismo no dejar salir una palabra contra Stalin ni Krushev hasta conquistarla.

“Supongo que cuando una mujer te dice que sí a una salida al cine, tienes la mitad de la batalla ganada. Pero con una mujer, la mitad de la batalla equivale a nada. De hecho, la batalla completa equivale a nada. Sólo sabes si la has conquistado cuando lanza su último suspiro, si dice tu nombre o el de otro. Mientras tanto, a lo máximo que puedes aspirar, es a pasar la vida con ella”.

“Fuimos a ver una película de la que el guionista era un norteamericano que me encantaba, pero también conocido por haber delatado colegas durante el macartismo. Como te imaginarás, no le revelé a Isabel los antecedentes del guionista. Isabel generaba en mí una atracción magnética, no era sólo sexual. Y cuando nos sentamos lado a lado en el cine, me dije: “Ojalá la película no termine nunca”. Me bastaba con sentir su aureola de calor, nuestros muslos apenas unidos por la estática. ¿No les hubiera alcanzado con eso a Adán y Eva? No, definitivamente no. Mi mano se posó sobre su muslo sin aspavientos, sin temores, siquiera intenciones. Naturalmente. El calor que desprendían esas piernas era sobrenatural. Mi mano se acercó a la entrepierna y literalmente me quemé. Isabel gimió, y un segundo después me susurró que iba al baño”.

“La perdí”, me dije, “Ya no volverá”.

“Pensé que me había precipitado. Pero realmente mi mano había seguido el camino. Quería que fuera mi esposa… Si te parece cursi, te podés meter ese cortado en jarrito donde te quepa. Isabel regresó, y puso su mano en mi muslo”.

“Recién entonces pude prestar atención a la película, porque supe que Isabel ya era mía. Pero su mano no se detuvo en mi muslo, continuó. Y en ese momento, tuve varias revelaciones: mi propia capacidad de gozar del amor y al mismo tiempo de una película, y la certeza de que me separaría de mi esposa y pasaría el resto de mi vida con Isabel. Esa mano era una seda y cálida como un aceite aromático. Y repito que si te parece cursi todavía te queda la cucharita… Salimos del cine enamorados y al día siguiente pasé a buscarla por la casa de sus padres. La llevé a mi reciente departamento de separado, para no separarnos nunca más”.

“Durante cuarenta años le pedí a Isabel que repitiera esa caricia en un cine. Pero siempre se negó. Te imaginarás que en cuarenta años me tocó de todas las maneras posibles, pero nunca me volvió a tocar así”.

“Hasta que hace más o menos un mes, estalló y me dijo que no había sido ella quien me tocó en el cine. Nunca se hubiera animado, confesó. Para conquistarme, contrató a una señorita de la calle. En rigor, la que se sentó a mi lado cuando Isabel supuestamente regresó del baño, fue esta amable señorita. Luego, mientras yo me deleitaba en la película, cambiaron nuevamente de asiento. Todo estaba planificado desde antes de que entráramos al cine. Y por eso, ahora, cuarenta años más tarde, acabo de divorciarme. He vivido de la ficción toda mi vida, pero no soporto el engaño”.

© Escrito por Marcelo Birmajer el Sábado 31/07/2014 y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.