La mujer que sabía curar el alma con sus canciones…
Chavela nació en Costa Rica, pero su figura está indisolublemente ligada
a México.
La inolvidable intérprete de “La llorona”, “Macorina”, “El último
trago” y “Volver, volver”, entre tantas otras, falleció después de una sucesión
de internaciones. Chavela grabó casi 90 discos y agigantó una leyenda plagada
de hazañas y transgresiones.
Isabel Vargas Lizano fue Chavela para el mundo. Fue leyenda
y fue la voz más desgarrada, la de las penas más ásperas, la del dolor más
acabado, la única capaz de abrir los brazos como Cristo. Fue símbolo de
rebeldía, de enfrentamiento a los moldes y prejuicios instalados, de sujeción
sólo a las elecciones propias, cueste lo que cueste, arriba, pero sobre todo
abajo del escenario. Fue Chavela Vargas. Murió ayer en México, a los 93 años,
después de una sucesión de internaciones, la primera de ellas en Madrid, adonde
había viajado para presentar su último disco, La luna grande, con el que rindió
un homenaje ya casi recitado al poeta Federico García Lorca. Murió a causa de
un paro cardiorrespiratorio en México, la patria que adoptó como propia y a la
que representó rompiendo las normas de esa representación, tras permanecer
varios días internada.
Fue, en rigor, la última de las afrentas que esta mujer le
hizo a la muerte: hacía años que Chavela venía enfrentando recaídas en su
salud, más o menos graves, para luego salir adelante como si nada, como si
aquello hubiera sido sólo una anécdota, algo que no le pertenecía. Como decía
su amiga argentina, la cantante Negra Chagra: “Chavela estaba al borde de la
muerte, y a la semana salía de gira. Volvía a amenazar con que moría, y aparecía
grabando un disco. Caía otra vez, y salía renovada, con otro proyecto más
arriesgado todavía”. La cantante tenía una explicación para esto, a lo que no
daba demasiada importancia: ella era una chamana, nombrada como tal por los
aborígenes huipala, la primera mujer en el mundo en ostentar este honor. Además
de capacidades hechiceras y sanadoras, este título le confería el poder de
trascender, en una medida en que no les estaba dado a los hombres decidir, y
que la alejaba, desde luego, de todo miedo a la muerte.
Esto les explicaba a los médicos que la atendieron en el
hospital, Inovamed de la ciudad mexicana de Cuernavaca, donde ingresó a fines
de julio después de permanecer otros diez días internada en Madrid. Allí
intentó reponerse acompañada por sus amigos más cercanos, entre ellos María
Cortina, con quien escribió el libro Dos vidas necesito. Las verdades de
Chavela. Permaneció consciente en terapia intensiva, y pidió expresamente a los
médicos que no se le aplicasen procedimientos para prolongar su vida: nada de
maniobras de resucitación o uso de respiradores. Con ellos habló sobre el
final: les explicó que la muerte no existe, que su foco estaba en una
trascendencia espiritual. Así pasó sus últimas semanas. La intérprete única de
“La llorona”, “Macorina”, “El último trago”, “Que te vaya bonito”, “Volver,
volver”, la que aseguraba poder curar las almas con sus canciones –algo de lo
que habrá quienes den fe– eligió despedirse entonces.
Su vida
Isabel Lizano había nacido en San José de Flores, Costa
Rica, el 17 de abril de 1919. De su país de nacimiento no guardaba buenos
recuerdos, tampoco de su familia. Su figura quedó ligada icónicamente a México,
adonde se mudó a los 17 años, adoptando la nacionalidad mexicana. Allí inició
su carrera cantando con guitarra en las calles de la capital, como tantos
artistas callejeros. Ella tenía algo diferente: hacía rancheras, que hasta
entonces era un género reservado a los hombres. Era una mujer que cantaba sobre
el deseo por las mujeres. Para completar el cuadro, vestía como un hombre,
fumaba tabaco, bebía alcohol en cantidades, llevaba pistola y gabán rojo. Allí
fue “descubierta” por el cantante y compositor José Alfredo Jiménez, símbolo
indiscutido de la ranchera.
Armada de un repertorio de autores como Jiménez o Cuco
Sánchez, Chavela Vargas se abrió paso con un modo de cantar que no tenía que
ver con lo técnico. Ella no cantaba sus rancheras: las lloraba, las gritaba,
las hacía dolientes, las mascullaba entre dientes, con toda la bronca contenida
o con la seducción más cómplice. Las ofrendaba. “Ponme la mano aquí, Macorina”,
susurraba con ronca sensualidad, y se acariciaba los muslos. Ese tema,
transformado en himno lésbico primero, y revolucionario después, cuando la
guerrilla salvadoreña le cambió la letra (“ponme la mano aquí, Macorina, para
curar la herida que me causó esta bala”, cantaron ellos), fue uno de sus
estandartes, vuelto una gran afrenta al macho rancio y latino, en una
maravillosa inversión de sentido. Su otro himno fue “La llorona”, y su cenit el
grito final: “¿Qué más quieres? Quieres más”. Allí Chavela alcanzaba a revelar,
de algún modo, algo del orden de la angustia atávica de la humanidad.
“Yo nunca he cedido nada. Yo soy yo”, aseguraba la mexicana
en diálogo con Página/12, al ser consultada sobre el momento en que habló en
forma pública sobre su homosexualidad, en 2000, en una entrevista para la
televisión colombiana. “La única ventaja que tuve fue que no había Inquisición;
si hubiera nacido en los tiempos de Juana de Arco, me hubieran quemado, con
todo el gusto. Yo fui como quería ser y me reí de todos, pero también los
respeté. Como digo siempre: el respeto al derecho ajeno es la paz. Pero paz con
dignidad, sin agachar la cabeza. El grito final de ‘La llorona’ tiene que ver
con eso.”
Su primer disco fue editado en 1961 y desde entonces grabó
casi 90, aun cuando hubo una etapa en que dejó de cantar profesionalmente,
entre fines de los ’70 y principios de los ’90. Su figura se hizo conocida a
nivel internacional, más que a través del disco, gracias al cine. Su amigo
Pedro Almodóvar fue uno de sus primeros difusores al incluir sus canciones en
sus películas. También apareció en Frida, de Julie Taymor, cantando sus
clásicos “La llorona” y “Paloma negra”, y en Babel, la premiada película de
Alejandro González Iñárritu, interpretando el bolero “Tú me acostumbraste”. En
2004, a los 85 años, presentó el disco En Carnegie Hall, que grabó en vivo en
ese escenario icónico.
Su leyenda
La leyenda de Chavela Vargas es copiosa en hazañas,
transgresiones, momentos compartidos con grandes artistas. Desde Rock Hudson
hasta Frida Kahlo y Diego de Rivera, por ejemplo, que la invitaron a vivir en
su casa. Algunos de esos mitos fueron confirmados por ella como reales: que
había llegado a disparar unos cuantos tiros desde un escenario, por ejemplo.
“Pues sí –aceptó–. Una noche empecé tomándome un tequilita, para quitarme el
miedo, y tomé otro y otro, hasta pasar los 30. Había algunos allí abajo que
hablaban y yo les dije: ‘¡Se callan o disparo!’. Y tuve que disparar. Y allí
nació esa leyenda, porque después andaban diciendo: ‘No la provoquen, porque
dispara a cada rato’. Es que a ciertas horas todo se entiende con el lenguaje
de las pistolas.”
En cambio se reía del mito que aseguraba que de joven robaba
gente al galope, a caballo. “¡Qué divertido! Déjela que corra la leyenda. Si el
público se entretiene con eso, ¡déjelos!”, se reía con ganas en una entrevista
con este diario. Sí admitía las leyendas sobre sus corridas a toda velocidad en
autazos último modelo: “Yo era amiga de uno de los presidentes de México,
Adolfo López Mateos, y no pagaba impuestos –seguía contando en la nota–. Así
que un Alfa Romeo o un Maserati me costaba la tercera parte. El presidente una
vez me regaló un Bentley inglés como el de Isadora Duncan. Nomás que no había
repuestos y cuando se rompió, se acabó. Qué divino era ese coche...”. Parecía
un personaje más de la novela Crash, de J.G. Ballard, cuando hablaba de la
fascinación que le provocaba la velocidad. Le cambiaba el ritmo pausado y
musical de su voz cuando relataba las picadas improvisadas que corría con el
presidente mexicano. “Los dos corríamos como locos. Por mí hubiera seguido.
Pero cada veinte días, un mes, me daba en la torre, chocaba con todo. Y en el
último choque me abrí la cabeza, se me levantó el cuero cabelludo desde la
frente hasta la mitad de la cabeza. Si no pasaba alguien por ahí, me moría
desangrada. Pero fue divino ese tiempo. Y no tengo angustias, ni rencor al
pasado, todo se acabó. Se tranquilizó, se puso en paz.”
El alcohol fue una parte importante de esa leyenda negra:
“El dinero que tuve me lo bebí, en una temporada. Era borracha y además
invitaba a todo el mundo para que se emborracharan conmigo. No vaya a creer que
hacía distinción. Lo mismo era mi hermano, el albañil, el que vendía
periódicos. Los invitaba porque tenían necesidad de tomar y no tenían con qué.
Y yo sabía lo que era eso”, explicaba. Y era perfectamente consciente de que la
borracha perdida formaba parte de la leyenda de Chavela Vargas: “El público
adora esa parte tuya. Yo tenía un amigo cantante, que no le voy a decir quién,
el único que nunca tomó, ni fumó, ni nada. ¡Y la gente nunca lo consideró
bohemio, ni artista! Resultó demasiado pulcro para que la gente lo considerase
‘divino’, como nosotros los bohemios sublimes, de amanecer en el Tenampa. Como
Alvaro Carrillo, que le dije yo un día: ‘¿Cómo eres tú en tu sano juicio?’. Y
me contestó: ‘No sé, porque nunca he estado así’. Un borracho divino. De nosotros,
el público se encarga de hacer una leyenda negra, que a mí me parece
fascinante. Si hasta resulta que yo andaba a caballo en las calles de México.
Imagínese, me hubiera matado. Y es que a mi coche le llamaban ‘el Caballo’”.
Lo que no fue leyenda fue que los aborígenes huipala la
nombraron chamana, con lo cual podía curar si era necesario. “Puedo curar
muchas almas con mis canciones, y por eso me nombraron chamana”, contaba. “Ya
había establecido un puente de comprensión y de amor a través de la música. Y
logré lo más costoso del mundo: paz interior, me encontré conmigo. A mí que no
me vengan con los Grammy: son una mierda, puedes comprarte veinte si quieres y
si tu grabadora tiene dinero. Yo soy la primera mujer en el mundo que tiene el
título de chamana. Nunca hubiera imaginado que me iba a pasar una cosa así,
pero para eso canté toda mi vida.”
Su despedida
Su última visita a la Argentina fue en 2004, cuando dio un
show en el Luna Park, con León Gieco como invitado, en forma totalmente
gratuita (tanto para el público como para ella, que no cobró cachet). Antes, en
1999, se había presentado en el Gran Rex, en un show junto con su amigo
Almodóvar, que ofició de presentador y maestro de ceremonias. “Tengo apenas dos
o tres debilidades en mi vida”, había dicho entonces el director, en tono de
bolero. “Una de ellas es Chavela. Allí donde ella esté, si me llama, si me
necesita, allí voy, como estoy aquí ahora.” “Pedro es mi único amor en la
tierra. Somos dos almas gemelas”, le devolvió ella. Antes de eso, se recuerdan
también sus presentaciones en La Trastienda, más íntimas e igualmente
celebradas.
De la mexicana Lila Downs a la afroespañola Concha Buika,
varias fueron las voces ungidas como “herederas de Chavela”. De la Argentina,
Negra Chagra fue la cantante que sembró amistad y compartió varios momentos
artísticos con ella, grabando una en los discos de la otra, o para el gran
homenaje que se le organizó en México cuando cumplió 90 años, al que
asistieron, entre muchos otros, Miguel Bosé y Joaquín Sabina. Su voz,
envejecida y tenaz, su canto ya casi recitado, sigue asombrando en sus últimos
discos: Por mi culpa, de 2011, y el reciente La luna grande, con 16 poemas de
Federico García Lorca y dos que ella le dedicó al poeta, editado en la
Argentina por Acqua Records.
“Nací cantando, aunque me decían: ‘Esa niña canta horrible’.
No tuve maestros. Aprendí de la vida todo lo que sé. Así que si a alguno no le
gusta lo que hago, que le eche la culpa a la vida”, advertía ella. “Al
comienzo, a nadie le gustaba lo que hacía, hasta que una noche yo estaba
borracha sobre el escenario y todos estaban borrachos abajo. Y al otro día, no
sé cómo, abrí los diarios y amanecí famosa. Seguí cantando y luchando, rompí
todas las normas establecidas, y aquí estoy todavía.” Aquí seguirá su voz y su
figura, cubierta por un joropo rojo con guardas blancas, los brazos alzados
como Cristo. “Así me voy a morir, libre, sin yugos”, dijo, y cumplió su
palabra.
© Escrito por Karina
Micheletto y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires el lunes 6 de Agosto de 2012.
El mito en primera
persona
- “Si yo fuera una vieja rica, sería insoportable. Sería
prepotente, babosa, mandona. Me imagino perfectamente, puedo verme. Qué bueno
que soy pobre y vivo entre los pobres. Y qué bueno que fui una borracha perdida
y ya no lo soy. Dejé de serlo sola, a puro valor, como digo en la canción: ‘A
puro valor he cambiado mi suerte’. Por eso yo jamás le digo a un joven ‘cuidado
con la droga, cuidado con el alcohol’. No. Que beban de todo y que fumen de
todo. Y los infiernos abrirán sus puertas para recibirlos. Y por experiencia
propia, el alcohol es detestable. Las primeras copas te hacen muy bien, hasta
eres divertido. Pero cuando se te sube, ya eres repetitiva, tonta, inventas historias
cursis, te agarra una mitomanía que no te la crees ni tú. Eso es el alcohol.”
- “En Hollywood tenía una credencial que me permitía entrar
a los ensayos con sus grandes estrellas, desde Katharine Hepburn, Ava Gardner
hasta Bette Davis. Ellas te decían que había que llegar al escenario realmente
frío, con una especie de tranquilidad que en realidad no sientes. Después
descubrí que lo más terrible de un escenario es el ingreso desde la primera
cortina hasta la llegada a la boca del proscenio. En ese trayecto aparentemente
corto no tienes mamá, ni hijos, ni nadie. Es la soledad más grande. No existes
más que tú y el público. Yo siempre ingreso de puntas, se me olvida que no
tengo tacones. Cuando logro posar los talones y pisar el suelo, pienso: ‘Por fin’.
Pero mientras estoy de puntitas pasa una eternidad.”
- “Vivir junto a Frida Kahlo y Diego de Rivera ha sido una
de las experiencias más increíbles. Aprendí tantas cosas... Yo era una niña
ignorante. Lástima que se me haya quitado la ignorancia, porque fui muy feliz
siendo completamente ignorante. Aprendí política, conocí a Trotsky. Todos ellos
no parecían tener nada de comunistas. La pasaban muy bien y se divertían mucho.
A León todo le daba risa. Un día, Diego me pregunta: ‘¿Crees que soy comunista?’.
‘Pues no, no lo creo’, le respondí, también muerta de risa. Los vi pintar,
reírse, como los vi morir. No sé por qué siempre se van los que uno más ama.”
- “A la muerte la respeto muchísimo; me resulta simplemente
el paso de una cosa a la otra. El miedo es a lo desconocido. Si se pudiera
regresar, yo ya me habría muerto hace rato. Debe ser un descanso tremendo luego
de tantas preocupaciones. Es como esto de ir envejeciendo: te sientes llena de
recuerdos y a veces llegas a criar joroba, agachada por los años y el peso del
pasado. El doctor me aconsejó que tomara una caja de antioxidantes. Me sentí
como una motocicleta con ruedas, triste de verdad. Yo en vez de antioxidantes
voy a seguir tomando un aceite muy bueno, Texaco, para coches.”
- “A veces cuando me pongo a analizar una canción y le busco
otras vueltas y errores, no puedo hacer nada. Compruebo que la he llevado casi
a la perfección. Entonces siento miedo porque estoy tocando esas cosas
prohibidas que al individuo humano no se le permiten, sobre todo a una mujer.
Es cuando comienzan los cuentos y las consejas sobre mí. Comentan que me robo
las gentes a caballo. Muy difícil. Un caballo sobre una calle asfaltada,
imagínense... Cuando voy a Vallejos, en España, y oigo el cante gitano, me
pregunto qué pacto, qué desesperación, qué está buscando esa raza al fin de
todo. En el fondo lo mismo que busco yo, algo que nunca encuentro; y ya vi que
no era el amor.”
© Publicado por el
Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el lunes 6 de Agosto de
2012.