Buenas tardes, tristeza…
Las palabras
vuelven a las conversaciones, las artes, las esquinas y las plazas.
Las palabras no dan abasto con tanto dispositivo y dejan
de ser ellas mismas. No les queda otra que recurrir a las nuevas máscaras: los
emoticones.
© Escrito por María Álvarez el martes
12/01/2015 y publicado por el Diario Perfíl de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires.
Ayer fui a la plaza con una amiga y su hijo de cuatro
años, Martín. El sol estaba bajando y el aire era fresco, esas tardes de enero
en Buenos Aires son únicas. Apenas llegamos, Martín, con un afilado radar
infantil, se sumó al festejo de un cumpleaños desconocido y se puso a jugar
carreras y a patear todo tipo de pelotas. Nosotras, cada tanto, interrumpíamos los
dilemas amorosos, laborales y domésticos para disfrutar con la pandilla de
niños, que parecían amigos de toda la vida.
El sol bajó y el cumpleaños empezó a desconcentrarse ante
un partido que terminó. Como pudo, cada padre convenció a su hijo y fueron saliendo
del espacio verde enrejado. Martín volvió con la remera mojada y los cachetes
rojos de felicidad, y se sentó en el banco. Nosotras seguimos hablando,
buscando llegar a esas conclusiones teóricas, tan difíciles de seguir en la
práctica, que de a poco se fueron diluyendo con la luz y nos dejaron a los tres
en un silencio de motores y pájaros.
“Mamá… Estoy triste”, largó Martín de la nada, y rompió la magia de la
tarde. Mi amiga le acarició la cabeza y buscó un pañuelo de papel para secarle
el pelo transpirado. Los miré. La frase, además de romper la tarde, me había
roto el corazón. Puse el foco en mi amiga con ojos aterrados de sorpresa,
pregunta y preocupación. Ella me devolvió la mirada, todavía fregando al chico
con papel, y me tranquilizó, sonriente: “Es la nueva moda, por todo dice estoy
triste”.
Quedé un poco angustiada con la falsa alarma. Como
siempre, quise saber un poco más. “¿Por qué estás triste, Martín?”. “Estoy
triste”, repitió. “¿Pero sabés por qué? ¿Cómo es la tristeza?”, insistí. Puso
los ojos grandes y se sentó para reflexionar. “Sí”, dijo firme, “como en la
película”. Mi amiga, que había aprovechado esos minutos para seguir pensando en
sus cosas, subtituló a su hijo y aclaró, despreocupada: “Intensamente”.
Ah, sí, Intensamente, la película de Disney que
muchos críticos cuentan entre las mejores del año pasado. Esa que los padres
defienden porque habla de sentimientos, en donde Alegría no puede ser si no hay familia,
amigos, goles, una casa grande y linda. Como si la familia, por ejemplo, fuese
una fuente de felicidad por default. Pero ojo que Tristeza también puede ayudar, siempre
que no tire tan abajo.
Y por ahí andan Miedo, Ira y Asco, que no se dejan
conocer demasiado ni entendemos bien qué pito tocan. Intensamente, sí, claro, esa
película que le pone cara a las emociones.
Ahora me voy muy atrás en el tiempo. En los principios
del teatro griego, los actores usaban máscaras para transformarse en
personajes, anular las individualidades y evitar cualquier tipo de confusión.
De ahí viene el símbolo de las dos caretas flotando: la tragedia y la comedia.
Pasaron los años y los actores se fueron sacando las máscaras, aceptando el
precio de la confusión y explorando las posibilidades del rostro humano. Así,
el arte de la actuación dejó de ser binario y se volvió complejo, en el mejor
sentido, expresando aquello que no se puede nombrar con una sola palabra como
alegría o tristeza.
Las pobres palabras, esas que hoy no dan abasto con tanto
dispositivo y dejan de ser ellas mismas para ser ppio, ok, tkm, xq?, ntp,
salu2. Llenas de impotencia, mutiladas, no les queda otra que recurrir a las
nuevas máscaras: los emoticones. Ellos vinieron a hacer el trabajo sucio y transmiten
cerveza o corazón, bronca o tren, mientras las palabras vuelven a las
conversaciones, las artes, las esquinas. Esas caritas nos
remontan al pasado, cuando la sonrisa era lo bueno y la mueca lo malo. No
hay que generar dudas, mejor lo plano, sin matiz o sutileza.
Como si habláramos con números. Pulgar arriba, pulgar abajo, aplausos,
músculos, uno o varios, besito, guiño.
Todo autoabastecido en una pequeña imagen: carita
llorando. El emoticón vino a poner un límite, a cerrar. En cambio las palabras
abren, son exigentes, confunden y demandan; las palabras escritas necesitan
frases, las habladas necesitan un tono. En su mundo, no todo es tan simple como
la tristeza o la alegría de los emoticones y la película de Disney. Esa que
marcó tanto a Martín. Esa que le enseñó que el aburrimiento, el cansancio, las
ganas de ver televisión o el hambre pueden llamarse simple y solamente Tristeza.
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